Hay leyendas tan parecidas a la realidad, a punto de suscitar la pregunta: “¿Será, de hecho, una simple leyenda?” En sentido contrario, ciertas narraciones históricas se revisten de tantos aspectos sorprendentes que causan desconfianza: “¿Será verdad?” Uno de los ejemplos más expresivos del segundo caso es la vida de Santa Juana de Arco, una de las mayores epopeyas de la Historia.
Si tomásemos en consideración todo lo que hicieron los santos a lo largo de la Historia de la Iglesia, veremos cuán superiores fueron con relación a todos los hombres tenidos habitualmente comohéroes.
En ese sentido comentaremos la vida de Santa Juana de Arco, la famosa virgen de Domrémy, en Lorena.
Suscitada en un momento providencial…
A comienzos del siglo XV todavía no había reventado la Revolución protestante, y toda Europa era católica. No obstante, en el siglo siguiente Inglaterra se volvería protestante.
En aquel tiempo, gran parte de Francia estaba ocupada por los ingleses. Por lo tanto, se encontraba en juego un punto muy importante de la Historia de la Iglesia: si los franceses no consiguiesen expulsar a los ingleses de su territorio, en el siglo siguiente Francia correría el riesgo de volverse protestante; la hija primogénita de la Iglesia, la nación que dio tantos grandes personajes a la Esposa de Cristo, Francia, habría sucumbido a la decadencia religiosa del protestantismo.
Previendo eso, la Providencia suscitó en el poblado de Domrémy, ducado de Lorena, a una joven pastorcita, muy piadosa y santa, la cual era estimulada por voces celestiales a presentarse al Rey de Francia, a fin de reconquistar el territorio que los ingleses habían tomado, y reintegrar a la hija primogénita de la Iglesia los límites que históricamente le eran propios.
Un Rey disfrazado de simple noble
Para probar la autenticidad de la misión providencial de Santa Juana de Arco, las personas de la corte hicieron lo siguiente:
Cuando la joven pastora se encontró con el Rey por primera vez, ella entró en una sala donde estaba el monarca acompañado por varios hidalgos.
Algunos hidalgos estaban muy bien vestidos a propósito, con ropas bastante caras, y el Rey, para disfrazar, usaba el traje de un hidalgo más pobre, secundario, para ver si ella, al mirar a los más ricamente vestidos, creía que uno de ellos era el soberano. Si ella de hecho tuviese una misión divina, no se engañaría y reconocería al Rey.
Ella entró en la sala e instintivamente fue en dirección al hidalgo pobremente vestido, que, sin embargo, era el propio Rey. Ella adivinó porque una luz del Cielo le explicó quién era el monarca.
¡Una frágil virgen de espada en mano!
A partir de ese momento, Santa Juana de Arco convenció al Rey, que la nombró jefe de sus ejércitos, al frente de sus mejores guerreros. Ella, una frágil virgen usando armadura, precedió las tropas en los combates, y los franceses, que hasta entonces sufrían a manos de los ingleses, comenzaron a zurrarlos. Y los ingleses fueron retrocediendo ante las tropas a cuya frente estaba la doncella de Domrémy. Santa Juana de Arco luchaba enfrentando a hombres enormes, con corazas formidables, en aquel tiempo de guerra en que la fuerza personal del guerrero era decisiva.
Imaginemos en un combate de caballería a un hombrazo con una lanza, embistiendo con toda fuerza contra ella, queriendo darle una estocada en el pecho. Y ella, frágil, derrumba al hombre.
Coronación del Rey
En aquel tiempo, Francia estaba tan venida a menos, que el Rey no había tenido ánimo para ser coronado, porque seguramente pensaba que era ridículo promover una coronación cuando la mayor parte de su territorio estaba en manos de los ingleses. Pero fueron tales las victorias de Santa Juana de Arco que, antes de que los ingleses fuesen expulsados completamente de Francia, llegó el momento en que ella fuese con el monarca a Reims. En esa ciudad hay una catedral prodigiosa, con encajes de piedras y vitrales, donde los Reyes de Francia, por un sacramental de la Iglesia, eran ungidos con el óleo contenido en una ampolla traída por una paloma en la noche del bautismo de Clovis, primer Rey de los francos.
Santa Juana de Arco, con los guerreros del monarca, tuvo entonces la alegría de asistir a la coronación del Rey de Francia, en medio de una gloria indecible. Ella ocupó un lugar de honor en una de las primeras filas y estaba con su estandarte. Junto a ella estaban las eternas sombras que van atrás de cada persona: los envidiosos. Y un envidioso le dijo:
– ¿Qué hace aquí vuestro estandarte? Es un estandarte de combate y esta es una fiesta…
Ella respondió:
– Una vez que él estuvo conmigo en la lucha, ¡es bueno que esté también en la gloria!
Debido a una traición, Santa Juana de Arco es apresada y entregada a los ingleses
Cuando todavía faltaba por recuperar una parte de Francia, la traición, inmunda como una serpiente, se enroscó en ella. El Rey tenía como aliado al Duque de Borgoña, cuyo feudo era riquísimo. Ese señor feudal era un hombre sin carácter, pero participaba con mucho dinero en la guerra.
En determinado momento, las tropas comenzaron a combatir y ese Duque dirigió las cosas de tal forma que Santa Juan de Arco quedó cercada exclusivamente por sus guerreros.
Entonces, el Duque dio orden de que la apresasen y sus vasallos la vendieron a los ingleses.
El proceso de la Inquisición
Como en aquel tiempo todavía no habían caído en herejía, los ingleses hicieron un acuerdo con el Arzobispo de una diócesis francesa donde ellos aún dominaban, y la acusaron de tener un pacto con el demonio. Decían que por esa razón ella había conseguido tantas victorias.
Realizaron, entonces, un proceso lleno de mentiras, con el intuito de quemarla viva.
Aunque era analfabeta, durante el proceso ella se defendió como un abogado brillante se defendería. Pero, al fin de cuentas, Santa Juana de Arco fue condenada a muerte por el tribunal de la Inquisición “por haber seguido voces venidas del infierno”.
Inútil tentativa de huir
De tal manera la santa quería vivir aún para realizar su plan de salvar a Francia, que ella llegó, arriesgando su vida, a lanzarse de una torre donde estaba presa, para huir y montar en un caballo a fin de continuar la lucha contra los ingleses, pensando que con eso ella hacía la voluntad de Dios. ¡Ella se dio duro contra el piso! Dios no hizo el milagro de ayudarla, ni las voces la socorrieron. Los ingleses la recondujeron a la prisión.
Una prueba atroz en la hora suprema
Llega, al fin, la hora de su muerte. El verdugo entra en el lugar donde ella estaba presa, le pone una túnica infamante, toda embebida en materia combustible para que el fuego le prendiese enseguida, la amarra a una carreta, donde ella va de pie, con las manos atadas por detrás, como [si fuese una] malhechora y para que no pudiese huir; a través de las calles llenas de pueblo, Santa Juana de Arco es conducida al lugar donde debería ser quemada viva.
Y contra su expectativa la carreta llegó a la plaza, teniendo que bajar y caminar en dirección a la hoguera que allí estaba. Dios, que había estado tan presente en todos los combates de la santa y la ayudó a defenderse en el proceso, en esta hora se hacía ausente.
Fue leída delante de ella una acusación llena de falsedades, de miserias y de infamias que ella no había cometido. El momento es trágico: ella es puesta en la hoguera, delante del tribunal que está allí asistiendo.
Ella, la santa que había cumplido la misión dada por Dios de salvar al pueblo francés, por orden de un Arzobispo, Cauchon, presidente de un tribunal, iba a ser quemada con el epíteto infamante de bruja. Se puede entrever la perplejidad en el espíritu de ella:
“¿Cómo? ¿Aquellas voces no eran verdaderas? ¿Ellas me habrían mentido? ¿La ayuda que Vos me disteis, oh Dios mío, habría sido una ilusión? ¿Es la Inquisición que me condena? Un tribunal eclesiástico dirigido por un Arzobispo, compuesto por teólogos y hombres de ley… ¿Será que me engañé, oh Dios mío?”
Hay un misterio, pero las voces no mintieron…
El fuego todavía no fue encendido, la santa está amarrada a una pila de leña toda untada de aceite para que el fuego arda deprisa. Ella espera el último momento, en el cual no habría ninguna duda de que comparecería delante del tribunal de Dios.
Fue prendido el fuego, que con certeza ya atacaba sus carnes; las llamas iban desde abajo hacia arriba y, por lo tanto, la parte vital todavía no había sido alcanzada. Cuando Santa Juana de Arco comenzó a sentir los estertores de la muerte, no dio un gemido de dolor pidiendo misericordia. Por el contrario, primero clamó a San Miguel y después, como Nuestro Señor Jesucristo en la cruz, gritó con voce magna, con gran voz, que con toda seguridad se oyó en la plaza entera: “¡Las voces no mintieron! ¡Las voces no mintieron!” Era una manifestación más de la convicción de la santidad de su causa.
El fuego tomó cuenta de su cuerpo y ella murió con todos los dolores de quien es quemado vivo. Pero hasta el último momento ella gritaba: “¡Las voces no mintieron! ¡Las voces no mintieron!” O sea: “Hay un misterio, ¡pero yo muero contenta porque hago la voluntad de Dios!” El misterio se explicó.
Santa Juana de Arco estaba muerta, pero las voces no habían mentido. Y, luchadora hasta el fin, murió batallando, no dejándose simplemente matar, sino dando un grito que constituía un desafío, una protesta y el prolongamiento de la resistencia francesa. Como si dijese a los franceses: “Continuad luchando, porque las voces en cuyo nombre os conduje a la victoria, venían del Cielo. El Cielo os dará, por lo tanto, la victoria total”.
Ese testimonio dado en la hora de la muerte es un lance supremo de heroísmo, que vale más que la entrada triunfal en Reims, al lado del Rey que iba a ser coronado, o la entrada gloriosa y heroica en Orleans, o todo lo demás que ella realizó.3
Un corazón que vigila y proclama
Cuenta Monseñor Delassus que las llamas devoraron el cuerpo de Santa Juana de Arco, pero preservaron su corazón. “Tener corazón” no es ser sentimental, sino tener fibra, temple, alma, amor a las cosas elevadas y a la misión sobrenatural que se posee. Hubo entonces un hecho bonito: todo el cuerpo se quemó, pero el corazón no. Eso significaba con mayor razón un modo de decir: “Yo muero, pero mi corazón vigila y proclama: las voces vinieron del Cielo.”
Victoria post mortem
La ofensiva que Santa Juana de Arco había conducido contra los invasores ingleses fue tan tremenda, que ellos no osaron resistir al pequeño ejército francés que había restado. Los franceses fueron expulsando a los invasores, Inglaterra estaba liquidada. Fue el ímpetu de ella que había derrumbando el poderío inglés en Francia. Ella murió antes de ver la muralla caer, pero “¡las voces no mintieron!”
En 1909, por lo tanto 478 años después de su muerte, las campanas de la Basílica de San Pedro repicaban, anunciando una magnífica ceremonia: San Pío X iba al fin a beatificar a Santa Juana de Arco y a proclamar con ella que “¡las voces no mintieron!”
Santa Juan de Arco quedó como el propio símbolo de la gloria de Francia, ¡un símbolo magnífico de la gloria de la Iglesia!
El brillo del ideal
Hacer la voluntad de Dios dándole gloria de cualquier modo, ya sea decapitado o quemado, poco le importa al hombre de ideal que expira; para él lo importante es que Dios esté siendo glorificado.
¡Ideal! ¡Qué brillo, qué belleza de palabra!
¿Cuál es el premio del idealista?
Los velos de la muerte bajan sobre esto. Nuestro Señor hizo promesas increíbles, cargadas de misterios paradójicamente luminosos. Por ejemplo: “El hermano que salva a su hermano, salva su propia alma y brillará en el Cielo como un sol por toda la eternidad”. ¡Eso por salvar a uno! Quien, como Santa Juana de Arco, evita que Francia entera caiga en la herejía, ¿cómo brillará en el Cielo? ¿Cómo será ese sol durante toda la eternidad?
No tenemos idea de cuál es la gloria de los santos. Podemos imaginar con qué afecto Dios se vuelve hacia una Santa Juana de Arco, que tiene las marcas del sufrimiento que la hoguera le causó a su alma y se presenta, por así decir, incendiada delante de Él… Y Él le dice: “¡Ven elegida mía, escogida mía, dilecta mía! ¡Goza ahora de mi presencia llena de amor durante toda la eternidad!”
Nuestra Señora le sonríe, la acaricia, los ángeles cantan, todas las almas del Paraíso se regocijan porque aquella alma santa, por lo tanto el alma con el más alto de los ideales, el único ideal pleno y verdadero, llegó hasta el Cielo.
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(Revista Dr. Plinio, No. 170, mayo de 2015, p. 17-21, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 29.5.1972, 20.10.1984 y 2.11.1991).