Mientras más semejanza con Cristo encuentren los fieles en los sacerdotes, tanto más fácilmente se dejarán guiar por ellos. Y su ministerio, por lo tanto, será más eficaz
El considerar en profundidad la esencia de la ordenación sacerdotal y del propio ministerio sagrado, Santo Tomás nos enseña que el presbítero debe tender a la perfección aún más que un religioso o una monja. Y, de hecho, para que se entienda tal enseñanza, basta con tener muy presente el elevado grado de santidad que la Celebración Eucarística y la santificación de las almas exigen de un ministro,1 como nos lo advierte el divino Maestro: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14a). Ante esta enorme responsabilidad se comprende el motivo por el que no pocos santos temieron la ordenación sacerdotal.
El ministro ordenado representa a Nuestro Señor en medio de los fieles y actúa, en varias ocasiones, “in persona Christi”. Es imposible imaginar un título superior a éste
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Ésta es una cuestión de candente actualidad, ya que el mayor o menor éxito de su ministerio a favor de los fieles puede depender, de modo particular, del propio sacerdote. Sabemos que los Sacramentos obran con eficacia por el poder de Cristo, produciendo la gracia por sí mismos. Sin embargo, su penetración será más o menos grande según las disposiciones interiores de quien los recibe. Y aquí es donde entra un elemento subjetivo del cual la acción pastoral del ministro ordenado juega un papel importante, porque su virtud, su fervor, su empeño por anunciar el Evangelio, en definitiva, la santidad de su vida —que es, a su vez, una forma excelente e insustituible de predicación—, puede influenciar a los fieles a la hora de recibir los Sacramentos con mejor disposición, beneficiándose más de esta manera de sus frutos.
¿Será eso el factor de mayor relevancia en el buen desempeño de su ministerio sacerdotal?
A este propósito, en la Carta para la Convocación de un Año Sacerdotal, del 16 de junio del año pasado, el Santo Padre Benedicto XVI señala que el sacerdote debe aprender de San Juan María Vianney “su total identificación con el propio ministerio”.
Por esa razón, el Papa desea en este Año Sacerdotal “favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio”.2
El tema que pretendemos abordar en estas páginas —de una importancia enorme para la vida de la Iglesia, principalmente para la misión de anunciar el Evangelio y de santificar a los fieles— es la relación que existe entre la eficacia del ministerio sacerdotal y la santidad personal de quien lo ejerce.
Recurriremos fundamentalmente a las enseñanzas perennes de Santo Tomás de Aquino.
La santidad del sacerdote, una exigencia
Desde la época de la Antigua Ley la persona del sacerdote se encuentra rodeada de una dignidad que requiere una vida ejemplar. Así, en el Libro del Levítico encontramos un doble llamamiento a la santidad. Por una parte, Moisés exhorta al pueblo israelita, por mandato divino, a buscar la perfección: “Habla en estos términos a toda la comunidad de Israel: seréis santos, porque Yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” (Lv 19, 1). Pero a los sacerdotes se les exige la santidad con mayor razón, porque son ellos los que ofrecen los sacrificios, ejerciendo el papel de intermediarios entre Dios y el pueblo.
Presentarse ante el Altísimo para ejercer la tarea sacerdotal manchado por el pecado sería una afrenta al Creador. “Los sacerdotes […] estarán consagrados a su Dios y no profanarán el nombre de su Dios; porque son los que presentan las ofrendas que se queman para el Señor —el alimento de su Dios— y por eso deben ser santos” (Lv 21, 5-6).
Y dado que el Antiguo Testamento es una figura del Nuevo, se comprende la necesidad de que en la Nueva Alianza la santidad alcance un grado mucho mayor. Esto se trasluce en la teología tomista que nos presenta al ministro ordenado como habiendo sido elevado a una dignidad regia, de entre los otros fieles de Cristo, porque le representa y actúa, en varias ocasiones, in persona Christi .
Por lo tanto, es imposible imaginar un título superior a éste. Y como está llamado a ser mediador entre Dios y los hombres, además de guía de éstos para las cosas divinas, debe serles necesariamente superior en santidad, aunque todos los bautizados también hayan sido llamados a la perfección.
San Alfonso de Ligorio en su obra La Selva , fundamentándose en la autoridad de Santo Tomás, esboza la figura del sacerdote como aquel que por su ministerio supera en dignidad a los propios ángeles y, por eso, está obligado a una santidad mayor, dado su poder sobre el Cuerpo de Cristo.
De ahí la necesidad, concluye el fundador de los redentoristas, de una dedicación integral del sacerdote a la gloria de Dios, de tal suerte que brille a los ojos del Señor en razón de su recta conciencia y a los ojos del pueblo por su buena reputación.3
Sobre esto la doctrina tomista aún nos recuerda esa necesidad de que los ministros del Señor lleven una vida santa:“In omnibus ordinibus requiritur sanctitas vitæ” .4 Deben, por lo tanto, sobre todo ellos, ser lo más posible semejantes a Dios mismo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en el Cielo” (Mt 5, 48).