Pequeños episodios de la vida de San Juan Bosco describen cómo se servía él de guantazos y bofetadas para apartar al espíritu maligno de sus alumnos. Y éstos recibían esos golpes con mucha alegría y fervor.
Era uno de esos días normales en el Oratorio de Turín, en torno al año de 1864. Como de costumbre, decenas de estudiantes se apiñaban alrededor de Don Bosco ávidos de aprovechar el tiempo del recreo para tener media hora de convivencia con ese santo sacerdote al que amaban y veneraban como a un padre.
Siempre contento y empeñado en transmitir a sus birichini la alegría de la virtud, no perdía nunca de vista las fisonomías de sus juveniles interlocutores. En cierta ocasión fijó la mirada en un joven, cuya mente parecía que andaba vagando por la luna, y le dio un fuerte bofetón.
A continuación, suavizando con una amplia sonrisa la perplejidad del agredido, le dijo al oído: “No te preocupes; que no te he golpeado a ti, sino al demonio”.1
Remedio contra la tentación y contra la melancolía
Episodios similares a ese eran habituales en el día a día del Oratorio.
Narra el P. Lemoyne que “cuando Don Bosco se encontraba con algún joven de aspecto melancólico, lo llamaba, trataba de averiguar la causa de su tristeza y le advertía que San Felipe Neri enseñaba que la melancolía era el octavo pecado capital; luego lo consolaba con buenas palabras y terminaba dándole una palmada a manera de bofetada, diciéndole: ‘¡Alégrate!’. Y con esto, cosa admirable, le restituía su alegría original”.2
Otras veces, Don Bosco recurría a la autoridad de ese mismo santo para explicar el motivo del guantazo que acababa de darle a algún niño: “San Felipe Neri lo hacía así con sus jóvenes diciéndoles: No te golpeo a ti, sino al demonio que te tienta”.3
¿Qué pensaban los chicos del Oratorio a respecto de estas cachetadas, tortazos y bofetadas?
El cardenal Giovanni Cagliero, que aún no había cumplido los 13 años cuando conoció a su fundador, emite este interesante testimonio: “Estábamos persuadidos de que Don Bosco conocía que al abofeteado le rondaba alguna tentación por su cabeza”.4 Y el P. Lemoyne, discípulo y biógrafo de San Juan Bosco, añade: “Además de esto, entre los alumnos existía la convicción de que sus bofetones tenían la virtud de hacerlos fuertes contra el demonio”.5
Por favor, deme algunas bofetadas más…
De manera que era corriente que alguno de ellos le pidiera a Don Bosco una bofetada, y mientras se la estaba dando le decía bromeando: “Por hoy el demonio ya no te molestará”. A otro le aseguró que durante seis meses el espíritu maligno no se le acercaría.
A veces se veía a algún jovencito afligido por una turbación interna que se le acercaba y, sin decirle nada, ponía la cara a la espera de una palmada; y después de recibirla salía corriendo a jugar contento como quien acababa de ser obsequiado con un gran favor.
Pero no sólo los más jóvenes apreciaban esa singular forma de apartar al demonio. Veamos lo que dice la carta de un clérigo salesiano reproducida por el P. Lemoyne: “Mi querido padre […]. Esa última bofetada suya que me ha regalado está siempre grabada en mi cara; y cuando lo pienso, me ruborizo y me parece justo tener en mi rostro la marca de sus amables dedos. Envíeme, por favor, algunas buenas bofetadas más que las espero. Amo más a Don Bosco que al mundo entero. […] Si en el transcurso de la jornada me asalta alguna tristeza o algún mal pensamiento, heme aquí libre inmediatamente sólo con acordarme de mi querido don Juan. Oh mi querido Don Bosco, heme aquí postrado ante usted: le ofrezco todo lo que requiera exigir de mí; se lo entrego todo. Acépteme como el menor de sus siervos y no excluya del gran libro de sus hijos al suyo en Jesucristo, Giuseppe Pittaluga”.6
¿Quiénes eran los verdaderos abofeteados?
Don Bosco poseía en alto grado el don de discernimiento de los espíritus, mediante el cual veía el estado de alma de sus alumnos y conocía sus tentaciones y sus pecados. A menudo durante la confesión le recordaba al penitente alguna falta que había olvidado u omitido. También era capaz de seguir los malos actos de los jóvenes que se hallaban completamente fuera del alcance de su vista.
En 1863, encontrándose predicando unos ejercicios espirituales en otra casa de la congregación, vio cómo dos niños del Oratorio salían a escondidas. Fueron a bañarse a un río cercano y tras nadar un rato se sentaron en la orilla para charlar sobre temas inconvenientes. Al oír la conversación, Don Bosco los interrumpió con una serie de vigorosas palmadas en las espaldas. Tan asustados estaban por no ver a su “agresor”, pero sentían un ardiente dolor en sus lomos, que regresaron a toda prisa al Oratorio.
A la mañana siguiente, el director, el P. Alasonatti, recibió una nota de Don Bosco en la que le comunicaba que había visto a los dos transgresores y les había dado una buena lección. El director los llamó y ellos reconocieron su culpa; todavía les dolía la espalda de lo fuerte que fueron los golpes recibidos.
En otra ocasión, Don Bosco le preguntó a uno de los jóvenes que le rodeaban:
—¿Te acuerdas de haber recibido tal día una bofetada de una mano invisible?
Muy sorprendido, el interpelado le respondió que sí y trató de saber cómo Don Bosco había tomado conocimiento del hecho. Éste se limitó a hacerle otra pregunta:
—¿Y qué estabas haciendo en ese momento?
Al ver el rostro del joven enrojecerse como brasa, lo cogió a parte y lo tranquilizó, diciéndole al oído algunas breves palabras de advertencia y de aliento.7
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Los episodios relatados aquí dejan claro cuán profusamente usaba Don Bosco el don de cercenar la acción del espíritu maligno sobre los birichini del Oratorio por medio de guantazos y bofetadas, y cómo sus jóvenes alumnos recibían aquellos golpes como un valioso favor. Los espíritus infernales, al contrario, los detestaban. Mejor prueba no puede haber de que éstos eran los verdaderos perjudicados.
1 LEMOYNE, SDB, Giovanni Battista. Memorie biografiche di Don Giovanni Bosco. San Benigno Canavese: Libreria Salesiana, 1909, v. VII, p. 554.
2 LEMOYNE, SDB, Giovanni Battista. Memorie biografiche di Don Giovanni Bosco. San Benigno Canavese: Libreria Salesiana, 1907, v. VI, pp. 424-425.
3 Ídem, p. 425.
4 Ídem, ibídem.
5 Ídem, ibídem.
6 Ídem, pp. 427-428.
7 Cf. LEMOYNE, op. cit., v. VII, pp. 487-488.