Los Santos Inocentes

Publicado el 12/03/2013

 

Los Santos Inocentes

 

Autor : Hna. Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP

 

Esos bienaventurados niños, los primeros en participar de los sufrimientos de Cristo, también estarían entre los primeros en beneficiarse de los méritos infinitos de su gloriosa Pasión y en reinar junto a Él en la Patria celestial.

 


 

Cuando se sentía a las puertas de la muerte, el venerable anciano llamó a sus doce hijos para bendecidlos antes de marcharse. A su primogénito Rubén, debido a su mala conducta, le retiró la primacía, así como a sus dos siguientes hijos, Simeón y Leví, por la crueldad que habían demostrado (cf. Gn 49, 3-7). Le correspondió a Judá, el cuarto, recibir de su padre la autoridad sobre sus hermanos y el privilegio de ver surgir de su linaje al Mesías, Aquel a propósito de quien Dios había prometido a Abraham: “Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la Tierra” (Gn 22, 18). De este modo, dieciséis siglos antes del nacimiento de Jesús en Belén, el patriarca Jacob profetizaba la venida del Redentor.

 

El momento de la llegada de este esperado Rey, fue definido por el longevo patriarca con estas palabras: “El cetro no se apartará de Judá ni el bastón de mando de entre sus piernas, hasta que llegue Aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia” (Gn 49, 10).

 

La estirpe de Judá, en la persona de David, gobernaría de hecho sobre las demás tribus, al ocupar el trono en Jerusalén. Aunque Dios le retirara a la descendencia de David, debido a la infidelidad de su sucesor Salomón, el gobierno de diez tribus — permitiendo que se fundase el “reino del norte” con Jeroboám como rey, un simple siervo— no le faltaría nunca a David “una lámpara” (1 R 11, 36), conforme le había sido prometido: “Pero mi fidelidad no se retirará de él, como se la retiré a Saúl, al que aparté de tu presencia. Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mí, y tu trono será estable para siempre” (1 S 7, 15-16). Así, hasta la entrada de Nabucodonosor, rey de Babilonia, que devastó la ciudad y llevó a la población al cautiverio, siempre hubo un hijo de David, del linaje bendito de Judá, sentado en el legítimo trono de su padre.

 

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Cegado por el orgullo, ese inicuo monarca creyó que tendría poder suficiente como para oponerse a los planes divinos y cambiar, según sus caprichos, aquello que Dios había determinado desde toda la eternidad.

 

Los hijos de Leví gobiernan al Pueblo Elegido

 

Habían pasado ya setenta años de este doloroso exilio, cuando el monarca persa Ciro el Grande conquista Babilonia y emite un decreto en el que autoriza el regreso de los israelitas a su patria (cf. Esd 1, 2-4). Entonces, muchos de ellos, entre los que había un gran contingente de sacerdotes y levitas, emprendieron el viaje de vuelta a Jerusalén (cf. Esd 2, 1-67).

 

La influencia preponderante que ejercía la casta sacerdotal durante este nuevo período dio origen a un clima de creciente religiosidad, lo que hacía que el pequeño estado hebreo fuera cada vez más teocrático.1

 

De hecho, a pesar de que el país aún estaba sujeto a soberanos extranjeros —primero persas, después griegos— los verdaderos detentores del poder serían los sumos sacerdotes, asistidos por un consejo de ancianos, constituido por una aristocracia que, a su vez, estaba formado en su mayoría por sacerdotes.

 

En el siglo II a. C. se desencadenó una furiosa persecución contra la religión de Israel cuando subió al trono de Siria Antíoco IV Epífanes —“un hombre despreciable” (Dn 11, 21), auténtico “retoño de pecado” (1 M 1, 10). Los Macabeos, de linaje sacerdotal, se sublevaron contra el seléucida y obtuvieron grandes victorias, consiguiendo que la nación hebrea tuviera un poder y una gloria comparables a los de los tiempos antiguos. Muchos israelitas juzgaron que ese triunfo era un signo claro de la mano divina y transfirieron la realeza a la tribu de Leví.

 

Así, los descendientes de aquellos héroes, llamados asmoneos, ocuparían simultáneamente la cátedra del supremo pontificado y el trono real.

 

Aunque, muchos siglos antes, le había sido retirado el cetro a la tribu de Judá, Israel continuaba siendo regido por hijos de la sangre de Jacob, sucesores del patriarca Abraham, herederos de las promesas de Dios.

 

Herodes: el rey sanguinario

 

Las circunstancias volvieron a cambiar cuando, alegando luchas fratricidas en el seno mismo de la familia de los asmoneos, Roma intervino mediante las armas y el emperador Marco Antonio le otorgó el título de rey de los judíos a un extranjero, detestado por la nación por que pertenecía al pueblo idumeo, enemigo irreconciliable de Israel: Herodes I el Grande.

 

La profecía de Jacob comenzaba a realizarse: no obstante el gobierno de Herodes marcase para los judíos un período de terror, humillación y tiranía, no faltaron almas justas y piadosas que supieron interpretar los acontecimientos y reconocer que los días del Mesías habían llegado.

 

El nuevo monarca no tardó en demostrar que todas sus acciones y gestiones administrativas eran movidas por una orgullosa codicia. El odio y desprecio de sus súbditos, cuyo peso sentía sobre sí, sumados a la natural inseguridad de quien es excesivamente ambicioso, le hacían temer al ver en cualquier persona que sobresaliese por sus cualidades o conquistase la simpatía del pueblo a un adversario de su poder.

 

Durante los años de su largo reinado quitó del medio, sin escrúpulos, a todos los que conspiraban contra él o a aquellos que simplemente le hacían sombra a su persona. Los parientes más próximos —entre ellos su esposa Mariamna y tres hijos— y un gran número de aristócratas de Judea fueron cayendo uno a uno bajo los golpes de su crueldad. No había nada que supusiera un obstáculo a esa feroz voluntad, llena de arrogancia y sedienta de dominio.

 

El tirano tiembla ante un niño

 

¡Qué susto no se llevaría ese sanguinario tirano, ya viejo, amargado por el peso de los innumerables crímenes que había cometido, cuando vio que llegaba a Jerusalén una suntuosa caravana venida de Oriente con tres Magos que preguntaban por el “rey de los judíos que acaba de nacer” (Mt 2, 2)! Inmediatamente la inquietud y la perturbación se apoderaron de su corazón: consideró amenazada la estabilidad de su trono.

 

Esta agitación traducía muy bien lo ausente que estaba Dios de sus pensamientos y perspectivas, como comenta, con mucho acierto, un piadoso escritor: “El alma recta y sincera no se turba jamás, porque posee a Dios. Donde Dios mora, no es posible la turbación, dice el Espíritu Santo. Non in commotione Dominus (1 R 19, 11). Si un alma llega experimentar turbación, es que ha perdido a Dios y con Él su rectitud y su candor.

 

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Herodes esperó impaciente y receloso durante varios días el regreso de los Magos; al darse cuenta de que fue engañado resolvió perpetrar el
crimen más horrendo de su vida.

 

Que Herodes se turbase, no debiera extrañarnos; al fin y al cabo era un usurpador, y al escuchar que un rey de los judíos acababa de nacer, debió temer necesariamente perder a un tiempo el trono y la corona”.2

 

Sin embargo, con la astucia característica de los “hijos de este siglo” (Lc 16, 8), Herodes indagó a los sacerdotes y a los maestros de las Escrituras para saber cuál era el lugar señalado por los profetas como la cuna del Mesías. Una vez que obtuvo la respuesta, tomó la resolución de matar al recién nacido. Llamó a los Magos para indicarles el camino de Belén, fingiendo tener gran piedad, pero en realidad ansiaba servirse de ellos para llevar a cabo sus perversas intenciones.

 

Cegado por el orgullo, ese inicuo monarca creyó que tendría poder suficiente como para oponerse a los planes divinos y cambiar, según sus caprichos, aquello que Dios había determinado desde toda la eternidad y anunciado por boca de sus mensajeros.

 

A este respecto comenta San Juan Crisóstomo: “Tal es por naturaleza la maldad: choca contra sí misma y emprende lo imposible. Considerad la insensatez de Herodes. Si creía en la profecía y tenía su cumplimiento por ineludible, su intento, evidentemente, era imposible. Si no creía ni esperaba que se cumpliera lo que decía, no había por qué temer y espantarse ni tender asechanzas a nadie. Luego por uno y otro lado estaba demás el embuste”.3

 

Dos discretas intervenciones de la Providencia divina —un sueño enviado para alertar a los Magos y la aparición de un ángel a San José— fueron suficientes para echar por tierra las hábiles maquinaciones del tirano.

 

Éste, a pesar de todo, estuvo esperando impaciente y receloso durante varios días el regreso de aquellos nobles extranjeros; al darse cuenta de que fue engañado, dio rienda suelta a su cólera y se resolvió perpetrar el crimen más horrendo de su vida: para que el pequeño Rey de los judíos no se escapase de su venganza, debían perecer todos los infantes de Belén y de los alrededores.

 

El martirio de los inocentes

 

Enorme fue la consternación en la ciudad de Belén. Poco después de haber obtenido la honra de recibir al Esperado de las naciones, sus casas se llenaron de cadáveres, y los gritos de dolor de las madres, confundidos con los gemidos de los niños, resonaban por todas las calles. Escena atroz y lacerante: contemplar como los chiquillos eran arrancados de los brazos maternos y traspasados por las espadas de los mercenarios. “¿Por qué hacía Cristo esto?”, se pregunta San Pedro Crisólogo. “¿Por qué abandonó a los que sabía que habrían de ser buscados por su causa y por su causa habrían de morir? Él había nacido rey y Rey del Cielo, ¿por qué abandonó a los que eran inocentes? ¿Por qué desdeñó un ejército de su misma edad? ¿Por qué abandonó de esa manera a los que descansaban en una cuna como Él, y el enemigo, que buscaba sólo al rey, causó daño a todos los soldados?”4

 

Y el mismo santo responde: “Hermanos, Cristo no abandonó a sus soldados, sino que les dio una suerte mejor, les concedió triunfar antes que vivir, les hizo alcanzar la victoria sin lucha alguna, les concedió las coronas antes que sus miembros se hubieran desarrollado, quiso que pasaran por encima de los vicios por su poder, que poseyeran el Cielo antes que la Tierra”.5

 

Conforme había sido profetizado por David, los llantos de esos pequeños mártires resonaban en la presencia del Altísimo como cánticos de gloria y, al mismo tiempo, censuraban al rey impío que los había condenado: “Por la boca de los niños y de los que maman has dado argumento contra tus adversarios, para reducir al silencio al enemigo y al rebelde” (Sal 8, 3).

 

Su sangre subía al Cielo como sacrificio puro y agradable de “animales sin defecto” (cf. Ex 12, 2-5) ofrecida en honra del divino Infante recién nacido.

 

Los niños que jugaban a la vera de su madre dejaron sus inocentes entretenimientos para irse a jugar a la vera del trono de Dios.

 

Con su característica elocuencia, así lo comenta Bossuet: “Bienaventurados niños, cuya vida ha sido inmolada para preservar la vida de vuestro Salvador, si vuestras madres hubieran conocido este misterio, en vez de gritar y llorar, no se oirían más que bendiciones y alabanzas”.6

 

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Enorme fue la consternación en la ciudad de Belén donde los gritos de dolor de las madres eran confundidos con los gemidos de los niños.

Inquietud de Herodes y triunfo de los niños

 

Llama la atención el antagonismo entre el estado de espíritu de Herodes y el de los Santos Inocentes: por una parte encontramos la figura de un hombre apegado al poder, celoso de su autoridad, que juzga todos los hechos desde su óptica de mediocres intereses; y en el extremo opuesto, niños inocentes, confiados y admirativos, incapaces de hacer daño alguno.

 

Después de su hediondo crimen, Herodes experimenta en su interior la tristeza y el desasosiego. Incluso, ni después de haber recibido la noticia de que sus órdenes han sido ejecutadas disfrutará de tranquilidad, ya que a la aflicción constante de perder el trono se le ha sumado el remordimiento del infanticidio cometido que le corroe el alma como, en breve, los gusanos corroerían sus carnes.

 

De forma muy diversa, los niños se vieron elevados a la categoría de hermanos de Cristo y príncipes de su Reino.

 

Los amaba y, por eso, los cogió como un capullo que empieza a desabotonar sus pétalos a la vida, para llevarlos a la visión beatífica cuando abriese, triunfante, las puertas del Cielo.

 

Porque, “¿habrá quien dude de las coronas de los Inocentes?”, se pregunta San Bernardo. Y añade: “¿Es menor acaso la piedad de Cristo que la impiedad de Herodes para creer que éste haya podido entregar unos inocentes a la muerte y no haya podido Cristo coronar a los que fueron muertos por Él? […] Éstos, verdaderamente, son tus mártires, ¡oh Dios!, para que resplandezca con más evidencia el privilegio de tu gracia en quienes ni el hombre ni el ángel descubren mérito alguno”.7

 

La infancia, modelo de inocencia

 

El Verbo se hizo carne y vino al mundo para obrar la Redención y, a partir de ella, publicar en la Tierra “el año de gracia del Señor” (Is, 61, 2), un nuevo régimen, basado en la caridad y en la misericordia, por el cual el hombre pasa de la condición de esclavo a la categoría de hijo de Dios, teniendo como regla de vida la búsqueda de la perfección, a imagen del Padre celestial (cf. Mt 5, 48).

 

Para que seamos sus discípulos, Jesús no nos manda que adquiramos una ciencia erudita, ni siquiera nos exige la práctica de penitencias y austeridades demasiado pesadas.

 

Al contrario, nos propone un modelo accesible a todos: “En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3).

 

Afirma el Papa San León I, en uno de sus sermones: “Cristo ama a la infancia, que asumió, en primer lugar, en el alma y en el cuerpo.

 

Cristo ama a la infancia, maestra de la humildad, regla de la inocencia, modelo de mansedumbre.

 

Cristo ama a la infancia, hacia la que orienta el proceder de los adultos y reconduce la edad de los ancianos.

 

Atrae a ejemplo de ella a aquellos que eleva al Reino eterno”.8

 

Para que seamos partícipes de su Reino y convidados del banquete eterno, somos llamados a dejarnos conducir por la mano de Dios como niños dóciles y confiados, sin que opongamos resistencia a su santa voluntad.

 

Jesús nos trae, cada Navidad, la invitación a la restauración de la inocencia y está dispuesto a restablecerla en el corazón de quien quiera beneficiarse de su gracia, ya que por nosotros mismos no tenemos las fuerzas suficientes para liberarnos de nuestros pecados.

 

Nos está esperando y se nos dará Él mismo como recompensa en la hora de nuestra muerte, haciéndonos herederos de la felicidad sin término: “Dejad a los niños, y no les impidáis que vengan a mí, porque el Reino de los Cielos pertenece a los que son como ellos” (Mt 19, 14).

 

 

1 Cf. ROBERT, André; TRICOT, A. Initiation biblique . 2ª ed. París: Desclée et Cie., 1948, p. 679
2 D’HAUTERIVE, P. La suma del predicador . París: Louis Vivès, 1888, t. II, p. 104
3 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo. Obras . 2ª ed. Madrid: BAC, 2007, t. II, p. 131
4 SAN PEDRO CRISÓLOGO . Apud La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia . Thomas Oden (Org.). Madrid: Ciudad Nueva, 2004, p. 78
5 Ídem, ibídem.
6 BOSSUET, Jacques Bénigne. Oeuvres choisies de Bossuet . Versailles: J. A. Lebel, 1821, p. 425 
7 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Obras completas . Madrid: BAC, 1953, t. I, pp. 292-293 
8 SAN LEÓN MAGNO. Sermons . 2. ed. Paris: Du Cerf, 1964, t. I, Sermo VII in Epiphaniae olemnitate, p. 280

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