MÁXIMAS Y REFLEXIONES DE SAN RAFAEL ARNAIZ – La magnitud de la intención

Publicado el 04/23/2019

El mérito de una acción no está en la dificultad en ejecutarla o
en el sufrimiento que produce, sino en la intención con la que se
realiza. Los actos más simples y corrientes hechos por amor a Dios
adquieren un valor enorme.

 


 

Cuándo comprenderás
que la virtud no está en
comer cebolla, sino en
comer cebolla por amor
a Dios?”.1

 

Tan singular consideración sonará,
sin duda, extraña a nuestros oídos.
Porque, ¿cómo va a alcanzar alguien
la santidad comiendo cebollas
o, quien sabe, pelando nabos? Sin
embargo, su autoría pertenece a
un joven religioso venerado como
santo por la Iglesia: el Hno. Rafael
Arnaiz Barón.

 

“Dios me puede hacer tan santo pelando patatas,

que gobernando un imperio”

Exterior de la abadía de San Isidro de Dueñas, Palencia (España),

donde
se encuentra la tumba de San Rafael Arnaiz

Con esa frase nos está enseñando
que el mérito de un acto está,
sobre todo, en la intención con que
es realizado.

 

La santidad no está en
los actos externos

 

“La intención puede modificar
radicalmente la naturaleza de un
acto”,2 nos explica la doctrina católica.
Así, a continuación de la frase citada
al principio, añade el santo trapense:
“La santidad no está en hacer
actos externos, sino en la intención
interna de un acto cualquiera”.3

 

Actos considerados neutros y corrientes
a los ojos humanos, se revisten
de un inmenso valor si son encaminados
a la gloria del Altísimo. Por ese motivo, afirma San Rafael: “No
hace falta para ser grandes santos,
grandes cosas, basta el hacer grandes
las cosas pequeñas. […] Dios me
puede hacer tan santo pelando patatas,
que gobernando un imperio”.4

 

A veces creemos que el mérito de
una acción presenta una proporción
directa con la dificultad que tenemos
al realizarla o con el tamaño del sacrificio al que aquella nos obliga,
pero se equivoca el que piensa así.
El sufrimiento, en sí mismo, no es el
termómetro de la santidad.

 

Una persona podrá padecer un
terrible y doloroso cáncer, y verse
obligada a quedarse días o meses en
un hospital, abandonada por aquellos
que le son más queridos; pero si
no soporta esos tormentos por amor
a Dios, no le aprovecharán de nada.
Peor aún, si llega a rebelarse ante dicha situación, esos sufrimientos serán
motivo de condenación.

 

Dios acepta nuestras flaquezas
como si fueran virtudes

 

El valor sobrenatural de nuestras
acciones depende, por tanto, de la intención
con que las ejecutamos.

 

El Creador penetra en el interior
de cada alma y nada se le puede
escapar, porque “el hombre mira
a los ojos, mas el Señor mira el corazón”
(1 Sam 16, 7). Se regocija
cuando nota que una de sus criaturas
emplea los pequeños disgustos
de la vida para alcanzar, por medio
de ellos, la bienaventuranza.

 

“A Dios le basta cualquier cosa
ofrecida con el corazón entero”.5
Acepta con agrado incluso su propia
nada. Por eso proclama San Rafael:
“Ofrecí al Señor mi pobreza
absoluta de todo, mi alma vacía…
Procuré cantarle… la canción del
que sólo miserias puede ofrecer a
Dios. Pero no importa, pues las miserias
y flaquezas ofrecidas a Jesús
por un corazón de veras enamorado,
son aceptadas por Él como si
fueran virtudes”.6

 

¡Cuántas ocasiones no nos son
ofrecidas de esta manera para conquistar
el Cielo!

 

Se nos pide muy poco
para ganar el Cielo

 

Cierto día se encontraba San Rafael
trabajando en la cocina cuando,
repentinamente, una luz penetró en
su alma impulsándole a exclamar:
“¿Que qué estoy haciendo? ¡Virgen Santa!, ¡qué pregunta! Pelar nabos…,
¡pelar nabos!… ¿Para qué?… Y el corazón
dando un brinco contesta medio
alocado: pelo nabos por amor…
por amor a Jesucristo”.7

 

Entrada gloriosa en Jerusalén –

Abadía Benedictina de Subiaco (Italia)

Entonces le vino una paz muy
grande en lo más hondo de su alma,
acompañada de esta idea: “El sólo
pensar que en el mundo se pueden
hacer de las más pequeñas acciones
de la vida, actos de amor de Dios…,
que el cerrar o abrir un ojo hecho en
su nombre, nos puede hacer ganar el
Cielo… Que el pelar unos nabos por verdadero amor a Dios, le puede a
Él dar tanta gloria y a nosotros tantos
méritos, como la conquista de las
Indias; […] es algo que llena de tal
modo el alma de alegría”.8

 

Y concluye: “En realidad para ganar
el Cielo se nos pide muy poco”,9
pues, como afirma Santa Teresa del
Niño Jesús, Dios “mira más la intención
que la magnitud de la acción”.10

 

Pequeños actos acompañados
de grandes intenciones

 

Pocos son los que tienen por misión
conquistar imperios para el
Reino de Dios, raras son las vocaciones
destinadas a guiar países o
pueblos. Pero no pensemos que por
no ser llamados a ello estamos impedidos
de alcanzar un elevado lugar
en el Cielo, muy cerca del Sagrado
Corazón de Jesús y del Inmaculado
Corazón de María.

 

“Nada somos y nada valemos;
tan pronto nos ahogamos en la tentación,
como volamos consolados
al más pequeño toque del amor
divino”,11 observa San Rafael.

 

Ofrezcamos al Señor, por las manos
de la Santísima Virgen, todos
nuestros actos, por más pequeños
que sean, acompañándolos de excelentes
y grandes intenciones. Se asemejarán
al óbolo de la viuda mencionada
en las Escrituras (cf. Mc 12, 41-
44). Habiendo echado únicamente
dos monedillas en el tesoro del Templo
mereció ser elogiada por el propio
Dios y recibida en el Paraíso. Había
dado todo lo que poseía, ¡por
amor!

 

1 SAN RAFAEL ARNAIZ
BARÓN. Escritos, n.º 1170.
In: Obras Completas. 6.ª ed.
Burgos: Monte Carmelo,
2011, p. 954.

2 BOULENGER, A. Doutrina
católica. Manual de instrução
religiosa. Moral. Rio de Janeiro:
Francisco Alves, 1980,
v. II, p. 16.

3 SAN RAFAEL ARNAIZ
BARÓN, op. cit., p. 954.

4 Ídem, n.º 790, p. 712.

5 SAN RAFAEL ARNAIZ
BARÓN. Escritos por temas.
2.ª ed. Burgos: Monte Carmelo,
2000, p. 553.

6 Ídem, ibídem.

7 SAN RAFAEL ARNAIZ
BARÓN, Escritos, op. cit.,
n.º 787, p. 710.

8 Ídem, pp. 710-711.

9 Ídem, n.º 789, p. 711.

10 SANTA TERESA DE LISIEUX.
Manuscrits autobiographiques.
Manuscrit C, 28v.
In: Archives du Carmel de
Lisieux. OEuvres de Thérèse:
www.archives-carmel-lisieux.
fr.

11 SAN RAFAEL ARNAIZ
BARÓN, Escritos, op. cit.,
n.º 788, p. 711.

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