En los días primigenios de la Creación, el Señor manifestaba generosamente su omnipotencia y se complacía en sacar de la nada las incontables maravillas que componen el Universo. Cuando el resplandor del sol marcaba ya el curso del día, y el colorido de las plantas adornaba la sencillez de la tierra, el Creador ejerció su poder sobre este elemento y ordenó: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella” (Gen 1, 26).
Así, la obra maestra de las manos divinas despertaba al conocimiento de las realidades exteriores desde el elevado rango de la realeza. Cada uno de los seres vivos y los mismos elementos estaban a su servicio, disponiendo instintivamente lo mejor de sus cualidades al beneplácito del hombre racional. La gloria del Padre se verificaba en que Adán, valiéndose de la multitud de las criaturas, fue fuera feliz y retribuyera a su Creador el bien, la verdad y la belleza, reconociéndolas como don divino puesto en el orden admirable del universo.
El pecado rompe la armonía
Pero… ¡qué amargo estrago le causó el pecado original al estado de perfección del matrimonio primitivo! Desterrados del Paraíso, regresaron a la tierra de donde habían sido tomados y debieron comer el pan con el sudor de su frente, perdiendo el dominio absoluto sobre las criaturas del que gozaron en el Edén. No obstante, Dios, en su insondable misericordia, no destituyó al género humano de la primacía que le había otorgado; quiso que conservara la capacidad de emplear todos los seres y de descubrir propiedades escondidas en cada uno de los elementos a su servicio.
Los hijos de Adán no han agotado hasta hoy las posibilidades de las criaturas que los rodean, ¡y están muy lejos de conseguirlo! Todos los días hay noticias sorprendentes acerca de hallazgos realizados en el mundo, que a veces logran efectos asombrosos a partir de causas sencillas. El lado triste del hecho está en que el hombre de nuestra época endureció su corazón en la búsqueda desenfrenada de la ciencia, omitiendo culpablemente que si hay algo presente en la raíz de tales descubrimientos, son los dones del propio Dios.
No es el enfoque con que la Iglesia forma a sus hijos ni la manera como piensan los santos. Por ejemplo, quien se detiene ante la figura extraordinaria de santa Hildegarda von Bingen, muy pronto da gracias al Padre “porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Lc 20, 21).
Nace una niña predestinada
Un agradable día del verano de 1098 nacía en el castillo de Böckelheim, en la región del Rin, el décimo miembro de la familia formada por Hildeberto y Matilda von Bermersheim.
Era una niña encantadora, bautizada con el nombre de Hildegarda. A pesar de su salud enfermiza, daba muestras de una aguda inteligencia e inclinación religiosa desde sus primero años.
La Providencia quiso muy pronto tener a esta criatura angelical más cerca, favoreciéndola a los tres años de edad con luces y revelaciones celestiales.
Pensando que todos recibían igual género de favores, comentaba con entusiasmo lo que veía, causando estupor y fascinación a los que la escuchaban.
Un día mientras caminaba con su aya en los alrededores del castillo, exclamó radiante: “¡Mira ese ternerito, qué lindo es! Todo blanco y sólo tiene manchas en la cabeza y las patas.
¡Ah, también tiene una en el lomo!” La nodriza, mirando a todos lados sin ver nada, le preguntó dónde estaba el animal. La niña, sin entender que no pudiera ver al ternero, apuntó a una gran vaca y dijo con vehemencia:
“¡Ahí está, ahí!” La mujer, perpleja, pensó estar ante una fantasía infantil, y en son de broma contó lo ocurrido a la madre de Hildegarda. Pero al cabo de un tiempo nació un ternero y nadie se rió: ¡tenía la apariencia exacta que la niña había predicho!
En el silencio de la clausura germina un gran futuro
Como Hildegarda daba señales inequívocas de vocación contemplativa, y la noble condesa Juta de Spanheim había abandonado en esa época sus glorias y riquezas mundanas para hacerse monja benedictina, los padres de Hildegarda no titubearon en confiar la formación de la hija al cuidado de esa virtuosa mujer.
Así fue como a los dieciocho años de edad ingresó a la ermita de Disibodenberg, donde “creció en gracia y santidad”a ejemplo del Niño Dios. El silencio de la clausura, las sabias orientaciones que se le daban, la participación en los actos litúrgicos y el carisma de san Benito fueron moldeando su alma según el más puro ideal monástico: reflejar en todos los aspectos de la vida las divinas perfecciones de Jesucristo.
Pero había un factor que la unía especialmente a Dios: las comunicaciones sobrenaturales con que era favorecida.
Sus visiones, partiendo en la infancia más temprana, se prolongaron a lo largo de toda su vida, dando a la santa un discernimiento profundo de la acción del bien y del mal, de la gracia y del pecado, del cumplimiento de la voluntad de Dios a que está llamado el hombre y la facilidad que tiene éste para despreciar los mandatos divinos.
Tal riqueza de comprensión le fue otorgada para llevar a cabo su misión junto a los grandes del mundo, a los pobres del pueblo y a la posteridad de los siglos futuros. En efecto, las enseñanzas de santa Hildegarda se revisten en nuestros días con una actualidad igual o mayor que en su tiempo de vida, hace más de 800 años.
Una admirable comprensión del universo
Durante los treinta años en que Juta condujo el monasterio, santa Hildegarda hizo grandes adelantos en la vida espiritual. A la muerte de la abadesa, la comunidad supo encontrar en su discípula a la sucesora ideal. Muy a pesar suyo, enfrentando amonestaciones interiores que le dictaban humildad, santa Hildegarda se doblegó ante el yugo de la obediencia y tomó la dirección de aquellas almas elegidas. Ejerció el encargo con tanta perfección, que se hizo necesario fundar dos nuevos monasterios –el de Rupertsberg en 1148 y el de Eibingen en 1165– para recibir las numerosas vocaciones que acudían en su busca.
Transcurría el quinto año como abadesa cuando la voz divina que la acompañaba le indicó una orden expresa:
“Manifiesta las maravillas que aprendes. ¡Escribe y habla!” Así se gestó la principal obra escrita de santa Hildegarda,Liber Scivias , el que recibió nada menos que la alabanza de san Bernardo de Claraval y la aprobación del Papa Eugenio III. Ambos reconocieron en sus palabras y en su vida la autenticidad de las revelaciones.
Pero a fin de cuentas, ¿cuál es el tenor de sus enseñanzas?
En un lenguaje exento de toda pretensión literaria y repleto del colorido propio de su tiempo, santa Hildegarda habla al respecto de la relación entre Dios y los hombres, la Creación y el Juicio Final, e insiste en el papel de la Iglesia en la historia de la salvación.
Su corazón filial se desbordaba en exaltaciones a la Santísima Trinidad, no excluye vigorosas denuncias a los errores morales de la humanidad y habla de la importancia de los sacramentos en la santificación de las almas.
Para ella, el universo creado es un espejo admirable de las realidades espirituales y divinas: “Dios, que hizo todas las cosas por un acto de su voluntad y las creó para hacer conocido y honrado su nombre, no se contenta con mostrar a través del mundo solamente lo visible y temporal, sino que manifiesta también las realidades invisibles y eternas. Esto es lo que me ha sido revelado.”
Un alma llena de la ciencia divina
No obstante, si santa Hildegarda ha logrado sorprender a los estudiosos a lo largo de los tiempos, ha sido sobre todo con sus atrevidas afirmaciones medicinales. Demostró una muy amplia agudeza de percepción en las relaciones del hombre con el mundo, su constitución física y espiritual, las propiedades benéficas de los seres vivos. Fue autora de las dos únicas obras médicas compuestas en Occidente durante el siglo XII de las cuales tengamos noticias.
Afirma que los desequilibrios nerviosos y espirituales se reflejan inevitablemente en la salud corporal, originando los problemas de metabolismo que llevan a la depresión. En ningún momento santa Hildegarda deja de tener en vista la influencia mutua entre el alma y el cuerpo; en su opinión, la vida religiosa debe buscar un sabio equilibrio entre ambos factores.
Defiende además la tesis de que la salud se mantiene esencialmente por un sano régimen alimenticio, y se detiene a explicar con riqueza y profundidad las características de centenares de plantas medicinales y nutritivas.
Ni siquiera las piedras rehuyen su análisis, que las ve como excelentes elementos canalizadores de la energía humana.
Y como si fuera poco este vasto conocimiento empleado generosamente en el cuidado de la comunidad y de todos los necesitados que acudían al monasterio, santa Hildegarda fue también una notable compositora musical. Dotada con una singular prolijidad, una hermosa voz y originalidad, compuso alrededor de setenta sinfonías según los estilos de su tiempo. Esto es lo que afirma sobre la música:
“Recordemos que, con el pecado, Adán perdió su inocencia y, en consecuencia, perdió también la voz que antes poseía, semejante a la de los ángeles del Cielo. Habiendo perdido esa capacidad de alabar a Dios, los profetas, inspirados por el Espíritu Santo, inventaron los salmos y los cantos para incitar a los hombres a dirigirse hacia esta dulce rememoración de la alabanza que gozaba Adán en el Paraíso. También los instrumentos musicales, por la emisión de múltiples sonidos, pueden instruir espiritualmente a los hombres.”
Una mujer predica en las catedrales
En la coyuntura social en que vivía la santa abadesa, la Iglesia atravesaba peligros que comprometían la paz y la salvación de las almas. El Papa estaba siendo perseguido por el emperador Federico I Barbarroja, que creyéndo- se dueño de un mayor poder espiritual que el Sucesor de Pedro, se sentía con derecho a destronarlo y colocar en su lugar a quien favoreciera sus ambiciosos planes. La herejía cátara había hecho reciente eclosión para marcar profundamente la época, en un delirio de aversión a la vida y al verdadero Dios.
Por fin, reinaba un visible relajamiento en las costumbres que gradualmente conducía a los hombres rumbo a la perdición.
Santa Hildegarda no limita su actuación al ámbito del monasterio; es necesario hacer resonar su voz profética en las bóvedas de las iglesias, indicar con su sabiduría los errores de un siglo sordo a la voz de Dios; urge que un alma fervorosa haga temblar la modorra de la tibieza.
Ya anciana, Hildegarda se pone en camino para predicar –cosa inconcebible– en las grandes catedrales repletas de clero, nobleza y pueblo, ansiosos todos por escuchar sus justas amonestaciones.
Sucesivamente las catedrales de Mainz, Bamberg, Tréveris, Colonia y muchas más son palco de su apostolado. Los efectos no se hacen esperar: se multiplican las conversiones y se es parce la fama de obradora de milagros que rodea a la santa abadesa, cuyas palabras venían acompañadas por prodigios.
Además de los sermones, envió muchas cartas a diversas personalidades, siempre exhortándolas a una mayor observancia del Evangelio.
El premio del buen combate
A los 81 años, sin inclinarse ante el peso de las fatigas y los sufrimientos, no se había rehusado nunca a socorrer a los hijos de Dios entregó su alma en la gran paz y serenidad de su monasterio. Era el 17 de septiembre de 1179. En poco tiempo su tumba se llenó de peregrinos, se multiplicaron los milagros, creció el número de sus devotos y admiradores. En nuestros días numerosos países cuentan con asociaciones dedicadas al estudio de su medicina natural.
En el brillante conjunto formado por las conquistas y hazañas de santa Hildegarda, sobresale la práctica de una virtud preciosa: la humildad, que distingue a los verdaderos depositarios de los tesoros divinos. Sin vanagloriarse jamás de sus prerrogativas o utilizar en su propio beneficio los dones recibidos, sus mismas palabras acabaron siendo su mejor definición:
“Los que, en la elevación de su alma, gozaron de la sabiduría de Dios y se portaron con humildad, se convirtieron en columnas del Cielo”.