Quien va de Ipiales a Potosí, en los Andes Colombianos, a pocos kilómetros de la frontera con Ecuador, atraviesa un estrecho y escarpado cañón que enmarca un pintoresco río de nombre Guáitara. La belleza paradisíaca de las fértiles tierras del entorno y la gran pureza del aire preparan al visitante para sentir el aroma sobrenatural que impregna aquella región, escogida por la Santísima Virgen para una estupenda manifestación de su bondad.
En una de las empinadas laderas, dentro de una cueva que servía de refugio a los caminantes, quiso Ella que una roca fuese el lienzo en el que se estampase su maternal figura, para alegría, consuelo y beneficio de todos sus devotos.
“Una mestiza con un mesticito en los brazos”
Iniciaba la segunda mitad del S. XVIII. Narra la tradición que María Mueses de Quiñones avanzaba por el estrecho sendero que se dibuja en el cañón, rumbo a Ipiales donde trabajaba como empleada doméstica. Junto a ella iba su pequeña hija Rosa, sordomuda de nacimiento. Cansada por lo rudo del trayecto, se sentó a descansar en una gruta, en cuanto la niña se divertía subiendo por la roca. Repentinamente, oye a su hija decir, con una voz límpida y clara, nunca antes escuchada:
—“¡Mamita, vea esa mestiza que se ha despeñado con un mesticito en los brazos y dos mestizos a los lados!”.
Llena de temor, corrió con Rosa hasta la casa de sus patrones donde contó lo sucedido. Pero nadie acreditó en sus palabras.
Al regreso, al pasar delante de la entrada de la gruta la niña nuevamente le habló:
—“¡Mamita, la mestiza me llama!”.
Muy asustada, pues nada veía, la india apresuró el paso y, llegando a Potosí, contó a parientes y amigos lo que había pasado. La noticia se difundió rápidamente por toda la región.
Trascurrido un tiempo, Rosa desapareció de la casa.
Después de buscarla en vano por todas partes, la angustiada madre tuvo en su corazón la certeza que en la gruta encontraría a su hija, pues esta le repetía con frecuencia: “¡La mestiza me llama! Hacia allá se dirigió, presurosa.
Entrando, se deparó maravillada con la siguiente escena: su hijita arrodillada a los pies de una hermosa dama, jugando cariñosa y familiarmente con un niño rubio. El Hijo de la Virgen Santísima había descendido de los brazos de su Madre y proporcionaba al alma inocente de Rosa sus divinas e inefables ternuras.
Extasiada, la india cayó de rodillas y elevó al cielo sus plegarias de veneración a la Madre de Dios y de agradecimiento por haberla hecho objeto de tan insigne favor. No obstante, recelando recibir de nuevo el menosprecio de los incrédulos, al salir, decidió no revelar nada a nadie.
Un cierto día Rosa cayó gravemente enferma, muriendo poco después. La pobre india, deshecha en amargura, no dudó. Llevó a la gruta el cadáver de la niña y lo depositó a los pies de la milagrosa imagen. Con encantadora simplicidad, pidió a la Virgen que le restituyera la vida, en atención al amor que ella le tenía.
Su súplica fue atendida. La Medianera Omnipotente obtuvo de su divino Hijo el milagro. La devota india había llegado llena de confianza, cargando en los brazos un inerte cadáver; regresó rebosante de gratitud, ¡conduciendo a la Hija resucitada! No pudiendo callar tan gran prodigio, María Mueses se dirigió a Ipiales, donde narró lo que había ocurrido.
¡Esta vez todos creyeron! A pesar de ir alta la noche, fueron presurosos a la iglesia y dieron la noticia al párroco. Éste hizo tocar las campanas, reuniendo una gran multitud que lo siguió camino de la gruta, donde llegaron al romper la aurora.
A la entrada de la gruta, la figura de la Virgen llenó a todos de asombro y admiración. El Párroco no tuvo dudas. Reconociendo en el hecho, una portentosa manifestación de la Reina del Universo, ordenó inmediatamente traer lo necesario para celebrar allí una misa. Era el día 15 de septiembre de 1754.
La imagen La figura de la Virgen es bellísima. Esta ella de pie sobre una media luna, rodeada por San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán, ambos de rodillas. El rostro, de resplandeciente lozanía, transmite variadas y ricas impresiones. Él revela el dominio absoluto de un espíritu eminentemente contemplativo, puesto en Dios, en lo sublime, en la eternidad. Los largos y delicados cabellos, su frente amplia, sus ojos llenos de luz, en fin, todo el armonioso conjunto, comunica reflexión, serenidad y bondad, a la par de majestad, decisión y firmeza. Su traje está compuesto de una túnica roja, recamada de bellos arabescos dorados y de un manto azul con orla dorada. Con su mano izquierda sostiene al Niño Dios, quien inclina la cabeza en cuanto entrega un cíngulo para el sayal de San Francisco. De su mano derecha pende un rosario que ofrece a Santo Domingo. El conjunto es grandioso.
Son muchos los peregrinos que allá comparecen para venerar a Nuestra Señora de las Lajas, implorándole todo tipo de gracias y favores, siempre atendidos con bondad maternal y generosidad regia.
Las muletas depositadas en el Santuario, y la enorme cantidad de placas de agradecimiento dan un mudo pero elocuente testimonio de las innumerables curas obtenidas por la intercesión de la celestial “Mestiza”.
El Papa Pío XII determinó la coronación canónica a la imagen en 1952 y dos años después elevó a la categoría de Basílica Menor el grandioso santuario gótico construido en honra de la Virgen.
Cuéntase que antiguamente los pintores, en lugar de firmar sus obras, imprimían en ellas su sello personal. Tal vez Dios Nuestro Señor, haya inspirado esa costumbre y haya querido Él mismo consagrarla, imprimiendo en una roca la imagen de su Madre Santísima. Pues la Virgen de la Lajas bien podría ser llamada El Sello de Dios en la creación…
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