Jerusalén, año 33 DC. Mientras todos se ocupan de los preparativos para la Pascua, entre pre-figuras y holocaustos, he aquí que, rompiendo lo habitual de aquello que ya era pasado, resuena: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel!" (Jo 12, 13).
Era Jesús, el auténtico Cordero, que en instantes conferiría verdadero significado a aquella fiesta que hace siglos era conmemorada.
Simultáneamente, no en la oscuridad de la noche, sino en la oscuridad de la fe, los fariseos hacen oír, con vehemencia, sus voces, por ver nuevamente arruinados sus planes para ocultar al Maestro: "¿Estáis viendo que nada conseguís? ¡Mirad, todo el mundo se fue, atrás de él!" (Jn 12, 19). Y en una maquiavélica tentativa, exigen que Jesús mande a todos callarse. "¡Os digo que si estos se callan, clamarán las piedras!" (Lc 19, 40).
¡Sí! Las piedras clamarán, dijo la Divina Verdad. ¿A quién hablan las piedras? Hablan a las almas que quieren ser penetradas por la gracia divina y no se dejan ensordecer en el ansia desenfrenada por el placer.
¿Qué relación podría haber entre piedras y almas? Dividamos las piedras en dos categorías: las preciosas y las brutas. Las primeras, translúcidas y diáfanas, poseen la capacidad de captar la luz, y, sin retenerla para sí, la expanden, enriqueciéndola gratuitamente con sus matices variados. Semejantes a esas piedras son las almas que, libres de todo peso del apego o egoísmo, transmiten y tamizan la gracia, reflejando algo de la luz del Creador, que en ninguna otra alma brillará con igual colorido. Son piedras preciosas de virtud que claman las glorias de Aquel que las hizo; brutas criaturas transformadas en nuevos hijos de Abraham (cf. Lc 3, 8).
Trataremos ahora de las piedras brutas. Por más que sobre ellas incida la luz benéfica del sol en su zenit, o quizá el brillante haz de un reflector, son incapaces de reflejar un solo rayo de luz. Todo el fulgor que reciben no lo transforman sino en sombra. Son aquellas almas que, llenas de sí, hacen resistencia y se cierran al impulso de la gracia, prefiriendo la sordez y la ceguera de la carne, incapaces de cantar las glorias de lo que les es superior.
Preciosas o brutas, ambas pasan por un proceso; son lapidadas en la lámina terrible y benéfica del sufrimiento. Para las primeras, la lapidación producirá efectos tanto más espléndidos cuanto en mayor cantidad los trazos del corte. Para las segundas, a la fuerza del lapidar, las gravas y abrojos se pueden destacar, y finalmente, nace la luz en todo su fulgor. Limpia de cualquier inmundicia, hasta esta bruta piedra podrá cintilar durante los momentos en que la luz la penetre. Al menos durante algunos instantes, coruscará como una esmeralda.
En análoga posición, si los judíos, que rodeaban a Nuestro Señor permitiesen que el Sol de la salvación traspusiese sus almas y las transformasen en joyas, aclamarían, de alguna manera a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad como su Soberano.
Pero, ¡ay! En la misma ciudad donde resonaron las aclamaciones a Cristo con ramos y gritos de entusiasmo, se oyeron, algunos días después, las vociferaciones que pedirían a Pilatos su crucifixión. ¿Qué ocurrió? ¿Por acaso dejó el Sol de brillar? No, fueron las piedras que, en un enfriamiento cada vez mayor, encontraron menos interés en Aquella Luz que las transformaba, prefiriendo ser ellas mismas, brutas y opacas.
Pidamos a María Santísima, la insuperable Joya, que jamás permita, que nos asemejemos a un pedregullo opaco delante de la Luz de su Divino Hijo, sino que podamos formar parte del conjunto de las piedras que cantarán las glorias de la verdadera Luz.
Por Fahima Spielmann |
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