“Que Él crezca y yo mengüe”…

Publicado el 12/18/2017

Su misión fue la de ser el Precursor del Mesías y la cumplió de modo eximio. Veintiún siglos después sus palabras aún resuenan, invitándonos a practicar una virtud de la cual él fue un paradigma: la de la restitución.

 


 

El nacer el divino Infante y avisados de su llegada, los pastores que cuidaban los rebaños a las afueras de Belén vieron a una multitud de ángeles que cantaba: “Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). Mientras tanto, una misteriosa estrella guiaba a los Magos de Oriente, que iban a adorar al Niño Jesús con sus camellos cargados de ricas ofrendas. ¡Cuánto esplendor, cuánta magnificencia, cuánta pompa excelente inundó a aquel Nacimiento bendito!

 

Treinta años después, no obstante, el Señor no quiso ser anunciado por ángeles cuando comenzó su vida pública, ni presentado por un maestro de la ley o por alguna figura de gran prestigio social. Escogió como precursor a un varón austero, que vivía en el desierto, se vestía de piel de camello y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre (cf. Mc 1, 6). ¿Por qué procedió así la Sabiduría divina? Porque los hombres se fijan en las apariencias, el Señor, en el corazón…

 

Juan el Bautista era íntegro, intolerante con el mal y, al mismo tiempo, repleto de humildad. Estaba convencido de que debía encaminar los corazones hacia Cristo y no atraerlos hacia sí; una actitud opuesta a la de los vanidosos fariseos que guiaban al pueblo elegido. Mientras Juan brillaba como paradigma de la virtud de la restitución, éstos retrataban a la perfección el pecado de orgullo, pasión maléfica que se manifestó en los ángeles caídos, incluso antes del pecado de nuestros primeros padres.

 

 

El primero de todos los pecados: orgullo

 

“Non serviam”, ¡no serviré! Este odioso clamor de sublevación pronunciado en el Cielo por Lucifer, el ángel que portaba la luz, fue el origen de todos los gritos de rebeldía que se propagaron por el mundo como una peste a lo largo de la Historia.

 

Hay, sin duda, una estrecha similitud entre el motín de los espíritus angélicos y la subsiguiente caída de los hombres. “El pecado de nuestros primeros padres fue diabólico, ya que en su esencia fue idéntico al de los ángeles malos. Esto también se puede decir del vicio del orgullo, por el cual somos llevados a amarnos más a nosotros mismos que a Dios”.1

 

Autores de peso, como Tertuliano, San Basilio o San Bernardo, afirman que les había sido revelado a los ángeles antes de su caída, como una prueba, que el Verbo eterno se uniría hipostáticamente a la naturaleza humana, muy inferior desde el punto de vista natural a la de los espíritus celestiales. El hombre sería, pues, elevado hasta el trono del Altísimo y una mujer recibiría el inimaginable privilegio de ser la Madre de Dios: “Se convertiría en la Medianera de todas las gracias, sería encumbrada por encima de los coros angélicos y coronada como Reina del universo”.2

 

Tal revelación produjo entre los ángeles un estremecimiento espantoso y una parte de ellos se rebeló contra los designios divinos. “Pecaron por orgullo; se manifestaron, ipso facto, deseosos de estar al mismo nivel que Dios, pues rechazaron su plena y suprema autoridad”.3

 

Sin embargo, el arcángel San Miguel, levantándose en llamas de fidelidad al Creador, les increpó: “Quis ut Deus?”, ¿quién como Dios? “Y hubo un combate en el Cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles. Y no prevaleció y no quedó lugar para ellos en el Cielo” (Ap 12, 7-8).

 

Arrastrando consigo a la tercera parte de los espíritus angélicos, Lucifer fue precipitado al infierno, convirtiéndose en el príncipe de las tinieblas. ¡He aquí el castigo del orgullo! San Miguel, en cambio, fue elevado a la más alta jerarquía de los ángeles, convirtiéndose en el condestable de los ejércitos celestiales, el baluarte de la Santísima Trinidad. ¡He aquí el premio de la humildad!

 

Una virtud opuesta a la hipocresía y a la soberbia

 

“Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes” (Sant 4, 6). Numerosos son los pasajes de la Sagrada Escritura que destacan cómo esa estupenda virtud hace a los hombres agradables a los ojos del Señor y los adorna de verdadera grandeza. A guisa de ejemplo, recordemos algunos más: “La sabiduría del humilde levantará su cabeza, y se le hará sentar entre los grandes” (Eclo 11, 1); “El orgullo del hombre acaba humillándolo, el de espíritu humilde será respetado” (Prov 29, 23); “Tú salvas al pueblo afligido y humillas los ojos soberbios” (Sal 17, 28); “El Señor ama a su pueblo y adorna con la victoria a los humildes” (Sal 149, 4).

 

No obstante, ¿qué viene a ser exactamente la humildad? La podríamos definir como la virtud que nos lleva a reconocer que el hombre, caído por el pecado, de suyo tan sólo posee miserias, y cuando hace algo bueno es por iniciativa divina y con auxilio de la gracia: “Es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor” (Flp 2, 13).

 

En ese sentido, pero con una precisión de gran teólogo, Fr. Antonio Royo Marín explica que ella “nos inclina a cohibir el desordenado apetito de la propia excelencia, dándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez y miseria principalmente con relación a Dios”.4

 

La humildad, además de ser el extremo opuesto del orgullo, lo es de la hipocresía. Es “luz, conocimiento, verdad; no gazmoñería ni negación de las buenas cualidades que se hayan recibido de Dios. Por eso decía admirablemente Santa Teresa que la humildad ‘es andar en verdad’ ”.5 Quien posee esta virtud lleva consigo como una antorcha encendida, que lanza sus fulgores sobre su propia alma; “los soberbios —dice San Alfonso María de Logorio—, por el contrario, como están privados de luz, apenas si ven su bajeza”.6

 

La Virgen lo santificó con su voz

 

El hecho de que la virtud de la humildad haya refulgido de modo muy especial en el alma de San Juan Bautista no contradice que fuera el más grande “entre los nacidos de mujer” (Lc 7, 28). Su concepción y nacimiento, tan bien narrados por San Lucas al principio de su Evangelio, ya revelaban la grandeza de su misión futura.

 

Zacarías, su padre, era sacerdote de la clase de Abías. Él y su esposa, Isabel, eran justos, pero no tenían hijos porque ella “era estéril, y los dos eran de edad avanzada” (Lc 1, 7). Cierto día, habiéndole tocado en suerte entrar en el santuario a ofrecer el sacrifico en el altar de los perfumes, el arcángel San Gabriel se le apareció y le profetizó el nacimiento de su hijo (cf. Lc 1, 13- 17). El sacerdote, no obstante, desconfió de las palabras del ángel y, por su falta de fe, se quedó mudo hasta que se cumplieran esas profecías.

 

Algún tiempo después Isabel concibió y María Santísima, al tomar conocimiento de la noticia por medio del mismo San Gabriel en la Anunciación, se apresuró a visitarla. Cuando al entrar en la casa de su prima, llevando en su seno purísimo al divino Salvador, y saludarla, Isabel quedó llena del Espíritu Santo y el Precursor se estremeció de alegría en su vientre (cf. Lc 1, 44).

 

Comentan algunos teólogos que, en ese momento, la vida divina fue transmitida a San Juan Bautista por la excelencia arrebatadora de la voz de la Madre de Dios. Que saltara en el vientre de Santa Isabel significaría, por tanto, haberle borrado la mancha del pecado original, “como si hubiera sido bautizado”.7

 

Humildísimo anunciador de Cristo, el Bautista fue, de esa forma, santificado por la Virgen incluso antes de nacer, recibiendo por el timbre de la voz virginal de María la gracia que en Ella hay “en plenitud y superabundancia”. 8 Se convertía, ya desde el claustro materno, en la voz que habría de anunciar la presencia de la Palabra entre los hombres.

 

Preparando los caminos del Señor

 

En el pueblo judío era costumbre darle al recién nacido, en la ceremonia de la circuncisión, un nombre igual al de su padre o al de alguno de sus antepasados. Los vecinos y parientes del Precursor pedían que fuera seguida esta tradición. Isabel, sin embargo, insistía que se llamara Juan. Como le objetaron que no existía ese nombre en su familia, fueron a preguntárselo a Zacarías, que pidió una tablilla y escribió en ella: “Juan es su nombre” (Lc 1, 63).

 

Inmediatamente se le soltó la lengua y, lleno de Espíritu Santo, empezó a hablar bendiciendo a Dios y profetizando la vocación de su hijo: “Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de sus pecados” (Lc 1, 76-77).

 

Llegado el tiempo determinado por la Providencia para que cumpliera su altísima misión, el Bautista, “dócil al soplo del Espíritu Santo, cogió el camino del desierto, dando extraordinario ejemplo de flexibilidad a la voz de la gracia”.9 Allí vivía en la soledad y en el recogimiento, haciendo la más austera penitencia.

 

Cuando comenzó su predicación, fue muy bien acogido por el pueblo. “Acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén” (Mc 1, 5). Bautizaba a muchos en el río Jordán, con un bautismo que, a pesar de no conferir la gracia, proporcionaba buenas disposiciones de alma necesarias para llevar una vida de integridad y virtud. Recorría el desierto de Judea llamando a la conversión: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos” (Lc 3, 4). Y a todos anunciaba la venida del Salvador: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias” (Lc 3, 16).

 

Uno de los más bellos encuentros de la Historia

 

Había sonado, finalmente, la hora de que su camino se cruzara con el de Aquel hace tanto tiempo esperado, Jesucristo, a quien los profetas habían anunciado y por quien él, Juan, había exultado antes incluso de nacer.

 

Encontrándose a orillas del Jordán, bautizando y predicando la Palabra de Dios, he aquí que ve a lo lejos que alguien se aproxima… Las piedras del suelo parecían estremecer de contentamiento por servirle de alfombra, las aves del cielo, las aguas y tempestades del océano obedecían su voz, y las multitudes ansiaban, por lo menos, tocar la orla de su manto: era el Mesías que iba al encuentro de su Precursor.

 

Podemos imaginar que Juan estuviera pronunciando uno de sus calurosos discursos en el momento que divisó al Hombre Dios yendo en su dirección. Al cruzarse sus miradas, el Bautista cae de rodillas y besa los pies de su Señor, adorándolo. Con mucha afabilidad, el Maestro lo levanta y le pide el bautismo.

 

Al principio, Juan se niega, pero Jesús le responde: “Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia” (Mt 3, 15). El Precursor cede y, al salir Jesús del agua, los cielos se abren y se oye una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 17).

 

¿Por qué quiso el Señor, Dios mismo, ser bautizado sin necesidad y por alguien infinitamente inferior a Él? Entre otras razones, “Jesús quiso recibirlo por humildad”,10 y con este acto el Salvador selló la misión del Bautista; también fue por medio de esa virtud que Juan demostró, a lo largo de su vida, uno de los más admirable rasgos de su fidelidad a Jesús.

 

Sus discípulos empezaron a seguir a Jesús

 

El Evangelio nos revela que los primeros Apóstoles de Cristo habían sido discípulos del Precursor. En una de las escenas que se narran en él vemos que le dice a Andrés y a otro de sus seguidores: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: ‘Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo’ ” (Jn 1, 29-30). Andrés y su compañero fueron tras el Señor y ese día se quedaron con Él.

 

Al día siguiente, estaban con Juan otros dos de sus discípulos. Al ver otra vez a Jesús acercándose, nuevamente da testimonio: “Este es el Cordero de Dios” (Jn 1, 36). Y también ellos siguieron al Redentor, convirtiéndose en apóstoles suyos.

 

El Bautista podría haberse quedado triste por la pérdida de los discípulos que empezaron a seguir a Jesús… ¡Nada más lejos de sus pensamientos! Sabía muy bien que cuando el simbolizado está presente, el símbolo se hace innecesario. “Si lo antiguo cesó y lo nuevo comenzó por la intervención de Juan, no es de extrañar que de acuerdo con el designio del Creador, como se ha probado en otra parte, se extinguieran la Ley y los profetas en la persona de Juan, y a continuación surgiera el Reino de Dios”,11 afirma Tertuliano.

 

“Soy todo tuyo y en ti”

 

El Bautista, a lo largo de toda su predicación, no dejó ni un instante siquiera de exaltar al Señor. Ahora, afirmaba con voz profética que había alcanzado el auge de su ministerio. En la recta final de su existencia le cabía practicar, con el mayor de los heroísmos, la virtud de la “restitución, que consiste esencialmente en atribuirle a Dios los dones recibidos de Él”.12

 

Cuando fue degollado por Herodes, se callaba en esta tierra la voz que gritaba en el desierto. Marchaba hacia la eternidad como formidable modelo de santidad, desapego y restitución. La misión impar del Precursor estaba concluida: “Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar” (Jn 3, 30). “Juan, decapitado, menguó; Cristo, levantado en la cruz, creció”,13 comenta San Agustín.

 

Pero no llegaba a su final con la muerte. Su figura grandiosa y humilde permanece en la Iglesia indicando dónde se encuentra la verdadera Luz. Si prestamos oídos a su voz, en el ocaso de esta vida terrena podremos hacer nuestras las inspiradas palabras de San Francisco de Sales, proclamando con todos los atavíos del alma: “Tuyo soy, Señor, y no debo ser sino tuyo; mi alma es tuya, y no debe vivir sino para ti; mi voluntad es tuya, y no debe amar sino por ti; mi amor es tuyo, y no debe tender sino a ti. Te debo amar como mi primer principio, pues vengo de ti; debo amarte como mi fin y mi descanso, pues soy para ti; debo amarte más que a mi ser, pues mi ser subsiste por ti; debo amarte más que a mí mismo, pues soy todo tuyo y en ti”.14

 


 

1 SOLERA LACAYO, EP, Rodrigo Alonso. Foram Adão e Eva enganados pela serpente? In: Arautos do Evangelho. São Paulo. Año XI. N.º 131 (Noviembre, 2012); p. 22.

2 MORAZZANI ARRÁIZ, EP, Pedro Rafael. Quem como Deus? In: Arautos do Evangelho. São Paulo. Año VI. N.º 69 (Septiembre, 2007); p. 19.

3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O adversário. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año V. N.º 56 (Noviembre, 2002); p. 30.

4 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 612.

5 Ídem, p. 613.

6 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Selva de materias predicables. P. II, plática 6. In: Obras Ascéticas. Madrid: BAC, 1954, v. II, p. 248.

7 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. A arrebatadora excelência da voz de Maria.In: O inédito sobre os Evangelhos. Città del Vaticano- São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2012, v. V, p. 76.

8 Ídem, ibídem.

9 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Fazei penitência! In: O inédito sobre os Evangelhos. Città del Vaticano- São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2014, v. III, p. 36.

10 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. No Batismo, Ele lavou nossas misérias. In: O inédito sobre os Evangelhos, op. cit., v. V, p. 168.

11 TERTULIANO. Adversus Marcionem. L. IV, c. 33: PL 2, 441.

12 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. O Precursor e a restituição. In: Arautos do Evangelho. São Paulo. Año IV. N.º 37 (Enero, 2005); p. 8.

13 SAN AGUSTÍN. Sermo CCXCIII A, n.º 6. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1984, v. XXV, p. 208.

14 SAN FRANCISCO DE SALES. Traité de l’amour de Dieu. L. X, c. 10. Paris: J. Gabalda et Cie, 1934, t. II, p. 237.

 

 

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