Hombre de una formación e inteligencia brillantes, renunció a todo para seguir los pasos del Santísimo Redentor, recorriendo pueblos y aldeas para amonestar y convertir a las almas.
En el antiguo reino de Nápoles del siglo XVII, el noble matrimonio José Ligorio y Ana Cavalieri destacaba por su virtud. Él, que descendía de una ilustre familia, era capitán de las galeras reales, cargo que requería mano dura y capacidad de mando notable. Pero, a diferencia de la mayoría de los militares de la época, frecuentaba los sacramentos con asiduidad y daba ejemplo de buen comportamiento a sus subordinados.
El primogénito de Ana y José nació el 27 de septiembre de 1696, en Marianella, casa de campo de la familia en las proximidades de Nápoles. Por haber sido consagrado especialmente a la Santísima Virgen le pusieron el nombre de Alfonso María.
Cuando todavía era un crío, el jesuita Francisco de Jerónimo, sacerdote con fama de santidad, lo cogió en brazos, lo miró largamente y le dio la bendición diciendo: “Este niño no morirá antes de haber cumplido los 90 años. Será obispo y hará grandes cosas por Jesucristo”.1
Vasta formación intelectual
En la formación del futuro doctor de la Iglesia y fundador de los redentoristas, doña Ana tuvo un papel fundamental. Guardando en el corazón las palabras del virtuoso jesuita, infundió en su hijo el gusto por la oración y lo convirtió en un férreo enemigo del pecado. Muchos años después, como obispo de Santa Águeda de los Godos, reconocería: “Si hubo algo bueno en mí en mi infancia, se lo debo enteramente a la solicitud de mi madre”.2
Dotado de una inteligencia brillante, Alfonso María tuvo en casa una primorosa educación, bajo la tutela de un preceptor y diversos profesores, escogidos con celo y cuidado.
Su padre le estableció un riguroso plan de estudios, en el que se incluían idiomas como el italiano, latín, griego y francés, que le serían muy útiles en el cumplimiento de su futura misión. También estudió literatura, llegando a componer varios cánticos espirituales. Su gran afición por las bellas artes le llevó a iniciarse en el dibujo, en la pintura y en la música, así como en los misterios de las ciencias exactas y naturales.
Antes de cumplir los 14 años empezó a estudiar Derecho. Y a los 16 de tal manera ya se había adentrado en el intrincado universo de las leyes napolitanas que le permitieron, por una concesión especial, hacer el examen de doctorado a tan joven edad.
Radical cambio de vida
Durante más de una década se dedicó a la práctica de la abogacía. Su honestidad y ciencia le aumentaron su clientela. Muy enaltecido por no haber perdido nunca una causa, los elogios no dejaban de “acariciarle los oídos y hacerle cosquillas en el corazón”, según escribe uno de sus principales biógrafos, el sacerdote redentorista Berthe.3 Mantenía, no obstante, una eximia rectitud profesional, una impecable pureza y una intensa vida interior. Hacía frecuentes visitas al Santísimo Sacramento, nutría una particular devoción a la Virgen y era pródigo en retiros espirituales. Este comportamiento, aliado a la práctica de la virtud de la caridad, lo convirtieron en un caballero ejemplar. Sin darse cuenta ya era un misionero mediante el ejemplo. En septiembre de 1722 recibió el sacramento de la Confirmación, a una edad tardía según las costumbres de su tiempo, y seis meses después hizo el propósito solemne e irrevocable de renunciar al mundo.
Abdicó de la primogenitura a favor de su hermano Hércules y se dispuso a guardar el celibato, contrariando los deseos de su padre, que deseaba casarlo con alguna doncella de una casa principesca.
El último impulso para su radical cambio de vida vendría con motivo del litigio entre el Duque Orsini y el Gran Duque de Toscana. El caso comprometía grandes intereses.
La elevada posición de los que se querellaban y el prestigio de los abogados lo convirtieron en noticia en todo Nápoles. Alfonso estudió cuidadosamente los autos del proceso y se preparó muy bien para el debate.
Sin embargo, tras haber argumentado brillantemente a favor de su cliente, el abogado del Gran Duque alegó, con astucia, una cláusula basada en el antiguo derecho lombardo y angevino, echando por tierra todo el trabajo realizado.
Al perder la causa, el ilustre abogado se dio cuenta de la fragilidad de la justicia humana y el vacío de las promesas del mundo. Era la gota de agua que faltaba para llevar a la práctica definitivamente las resoluciones tomadas. “¡Oh mundo, ahora te conozco! ¡Tribunales, no me veréis más!”.4
El descubrimiento de su verdadera vocación
El golpe le hizo sufrir tremendamente. No obstante, al comprender que allí estaba la mano de Dios, pasó a llevar una vida dedicada a la oración y lecturas piadosas. Y continuó visitando a los enfermos del Hospital de los Incurables, obligación que había asumido en su mocedad cuando ingresó en la hermandad de jóvenes nobles del Oratorio de San Felipe Neri.
Encontrándose un día en ese hospital, poco después de haber abandonado los tribunales, se vio envuelto por una luz intensa y misteriosa, y oyó en su interior estas palabras: “Deja el mundo y entrégate a mí”.5
Estupefacto, respondió esta vez: “Señor, demasiado tiempo he resistido a tu gracia: haz de mí lo que te plazca”.6
Todavía bajo el influjo de esa manifestación sobrenatural se dirigió a la iglesia de la Redención de los Cautivos, dedicada a Nuestra Señora de la Merced, y se lanzó a los pies de María para pedirle la gracia de conocer y cumplir la voluntad de Dios. Entonces, se sintió inspirado a abrazar el sacerdocio y como prenda de la promesa que hizo de seguir esta vocación desenvainó su espada de caballero y la depositó a los pies de la Virgen.
Sacerdote y misionero
A pesar de la fuerte oposición paterna, en octubre de 1723 Alfonso fue admitido en el seminario diocesano, donde, por ser ya docto en tantas disciplinas, se dedicó con especial empeño a los estudios de Teología.
En poco más de un año recibiría las órdenes menores y, como diácono, solicitó su admisión en la entonces célebre Congregación de la Propaganda o de las Misiones Apostólicas.
Cuando fue ordenado presbítero, el 21 de diciembre de 1726, se estableció para sí mismo la obligación de llevar una vida dedicada a la acción misionera y a la contemplación, siguiendo los pasos del Santísimo Redentor. Paulatinamente fue adquiriendo experiencia como confesor.
Exigente en cuanto a las costumbres se refiere, pero sin rigorismos y lleno de confianza en el misericordioso auxilio divino, actuaba como consuelo de los afligidos y médico de las almas, animando a muchos pecadores a regresar al redil del Buen Pastor.
Durante su acción apostólica iba percibiendo que en los grandes núcleos urbanos o populosas villas abundaban sacerdotes, pero en los arrabales y en los campos la pobre gente estaba relegada a la ignorancia religiosa, cuando no influenciada por el veneno jansenista. Era menester salvar a esas almas y para ello comenzó una intensa actividad apostólica, de la que se beneficiarían los más humildes obreros e incluso los mendigos de Nápoles. Así nacieron lascappelle serotine (capillas del atardecer), una institución que acabó obteniendo una extraordinaria expansión.
Por invitación del P. Matheus Ripa, antiguo misionero en China, pasó a formar parte de la comunidad del colegio llamado de los chinos, donde llevó una vida llena de austeras penitencias. Una multitud de fieles acudía a las predicaciones que hacía, pues su palabra tenía el poder de convertir a los pecadores más obstinados, atrayéndolos hacia el camino de la virtud.
Nace la Congregación del Santísimo Redentor
En este tiempo en que estuvo en el “Colegio de los Chinos”, San Alfonso entabló amistad con el P. Tomás Falcoia, sacerdote empeñado en la fundación de una institución religiosa que imitase de forma perfecta las virtudes del Salvador, según una visión que había tenido en Roma. Este sacerdote había restaurado en la ciudad de Scala un convento de monjas organizándolo en los moldes de ese carisma.
En él entró una antigua carmelita napolitana, María Celeste Crostarosa, a quien se le apareció el divino Redentor, dándole a conocer el hábito y las reglas a ser adoptadas por la congregación naciente, así como la figura del P. Ligorio, diciéndole: “He aquí al que he elegido para ser el jefe de mi instituto, el prepósito general de una nueva congregación de hombres que trabajarán para mi gloria”.7 El P. Falcoia se quedó impresionado cuando constató que las reglas reveladas a Sor María Celeste eran completamente de acuerdo al espíritu de la institución que le había sido mostrada.
Cuando fue elegido obispo de Castellamare aprovechó una estancia del P. Ligorio en Santa María de los Montes para invitarle a predicar los ejercicios espirituales a las religiosas de Scala, dando lugar al encuentro providencial entre las tres almas elegidas por Dios para la fundación de la Congregación del Santísimo Redentor. Ésta nacería el 9 de noviembre de 1732 con el fin de “seguir a Jesucristo por pueblos y aldeas, predicando el Evangelio por medio de misiones y catecismos”.8
A la cabeza de esta nueva milicia de Cristo, el gran Alfonso María de Ligorio empezaba la época más fecunda de su existencia.
Un arma más poderosa y permanente que la palabra
Ya pasada la segunda mitad de su vida, el P. Ligorio enfermó. Al no poder dedicarse más a las misiones consagró su tiempo a escribir.
“La pluma es su segunda arma, más poderosa y permanente que la palabra”.9 Contando con veinticinco años de experiencia directa con los problemas de conciencia del pueblo, compuso su famosa Teología Moral, además dePráctica del confesor, Homo apostolicus y Selva de materias predicables, dedicadas a la formación de sus sacerdotes.10
Convencido siempre de la necesidad de instrucción religiosa de la gente sencilla, en la oración y en la meditación encontraba todo el fundamento de la vida espiritual del cristiano, y enseñaba que “saber vivir es saber rezar”, pues “el que reza se salva y el que no reza se condena”. 11 También de esta convicción brotaron las populares Visitas al Santísimo Sacramento y Las Glorias de María, y siguiendo a éstas Preparación para la muerte, El gran medio de la oración, Práctica del amor a Jesucristo y un sinfín de opúsculos que servirían de apoyo a las misiones.
Obispo de Santa Águeda de los Godos
Su total entrega a la llamada divina y el profundo desvelo con las almas no pasaron desapercibido a la Cátedra de Pedro. En 1747 había sido designado arzobispo de Palermo, pero consiguió —por humildad— eludir la consagración. Sin embargo, en 1762 no pudo evitar ser nombrado obispo de Santa Águeda de los Godos. Con la aprobación del Colegio Cardenalicio, el Papa Clemente XIII fue inflexible. A pesar de haber enviado una carta alegando graves impedimentos para desempeñar los deberes episcopales, entre ellos su avanzada edad y sus enfermedades, el santo se vio obligado a aceptar el cargo. Después de recibirlo en Roma, antes que saliera a su diócesis, el Papa exclamó: “Cuando Mons. de Ligorio muera, tendremos un santo más en la Iglesia de Jesucristo”.12
Durante los trece años de episcopado, hacía hincapié en predicar todos los sábados en honor a la Virgen en la catedral. Promovió la santa misión redentorista en todos los pueblos y aldeas, haciendo él mismo el gran sermón, punto culminante de ésta. Fundó un convento de hermanas redentoristas, procedentes de Scala, a fin de ser el núcleo duro de la vida contemplativa. Y emprendió una gran reforma en el clero y en el Seminario Mayor, remodelando sus instalaciones, velando por la elección de los candidatos y por la calidad de su formación. Con eso, todas las parroquias tomaron otra fisonomía.
Modelo de virtud hasta el final
En 1775, a punto de cumplir los 80 años, el Papa le alivió del gobierno de la diócesis. Se dirigió entonces al convento de Pagani, en la diócesis de Nocera, donde llevó una vida de recogimiento en la comunidad fundada por él. No obstante, la fama de santidad del anciano prelado se había esparcido de tal modo que su celda se transformó en una especie de santuario al que acudían sacerdotes, religiosos, obispos e incluso magistrados, ministros y consejeros del rey.
Sin embargo, en el crisol es donde Dios purifica a sus elegidos. Las tentaciones sufridas en ese convento fueron las más duras de su larga existencia. Como un verdadero purgatorio interior, éstas iban desde el asedio del demonio inculcándole escrúpulos, hasta las más arduas dudas contra la fe. Con todo, la prueba más terrible, sin duda, fue la persecución promovida contra él por algunos miembros de la institución que había fundado, culminando con la división de su propia congregación y su exclusión temporal de la misma, determinada por Roma. A todo esto reaccionó con entera flexibilidad a la voluntad de Dios, diciendo: “Voluntad del Papa, voluntad de Dios”.13 Y a sus hijos espirituales los animaba con palabras llenas de confianza: “Estoy seguro de que Jesucristo ve con buenos ojos esta pequeña congregación […]; porque, en medio de tantas persecuciones, continúa protegiéndonos”.14
Fue una confianza ilimitada en la Madre del Perpetuo Socorro, a la que tanto amó y sirvió durante toda su larga existencia, la fuente de su fortaleza hasta sus últimos días.
Cuando ya no podía ver más, el hermano Romito, su fiel acompañante, le leyó algunas páginas de Las Glorias de María, sin que el santo reconociera sus propias palabras. Y cuando supo que el libro era ése, exclamó conmovido: “¡Qué dulce es, en el momento de la muerte, pensar que se ha podido contribuir a establecer en los corazones la devoción a la Santísima Virgen!”.15 En otra ocasión, al no acordarse si ya había rezado el Rosario aquel día, le dijo al Hno. Romito, que intentaba disuadirle de rezarlo: “¿Ignoráis que de esta devoción depende mi salvación?”.16
Después de tantos sufrimientos y probaciones, teniendo a su lado un crucifijo y el cuadro de Nuestra Señora de la Esperanza que él mismo había pintado en su juventud, mientras sus hijos espirituales rezaban las oraciones de los agonizantes y la letanía de la Santísima Virgen, el nonagenario San Alfonso entregó serenamente su alma a Dios, a la hora del Ángelus, el día 1 de agosto de 1787.
Dechado de virtudes en todas las circunstancias de su vida, sigue siendo un faro de “constancia, coraje y ánimo perseverante”,17 sobre todo para los que sienten abatirse sobre sí grandes tribulaciones. “Imitemos, pues, a San Alfonso en su perseverancia, en su confianza humilde y profunda, comprendiendo que en nuestra vida espiritual nos encontraremos con túneles oscuros, sin tener que asustarnos con ellos. Allende de esta oscuridad la Providencia nos traza una ruta aún más luminosa y más bella que la anterior”.18
1 BERTHE, CSSR, R. P. Saint Alphonse de Liguori . París: Saint-Famille, 1906, t. I, p. 5. 2 Ídem, p. 8. 3 Ídem, p. 23. 4 Ídem, p. 30. 5 Ídem, p. 34. 6 Ídem, ibídem. 7 Ídem, p. 93. 8 SANTIDRIÁN, CSSR, Pedro. R. San Alfonso María de Ligorio . In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, Bernardino; BETES, José Luis Repetto Betes (Org.). Año Cristiano . Madrid: BAC, 2005, v. III, p. 7. 9 Ídem, p. 8. 10 Cf. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Obras Ascéticas . Dedicado al clero en particular . Madrid: BAC, 1954, v. II, p. 5. 11 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. A Oração . Aparecida: Santuário, 1987, p. 27; 42. 12 BERTHE, op. cit., t. II, p. 22. 13 SANTIDRIÁN, op. cit., p. 9. 14 D. S. Histoire de Saint Alphonse- Marie de Liguori . 8ª ed. Tours: Alfred Mame et Fils, 1871, p. 141. 15 BERTHE, op. cit., t. II, p. 579. 16 Ídem, ibídem. 17 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santo Afonso Maria de Ligório, um modelo de perseverança. In: Dr. Plinio . São Paulo. Año VII. Nº 77 (Agosto de 2004); p. 30. 18 Ídem, ibídem.
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