San Ambrosio: Grande en la Tierra, grande en el Cielo
Autor : Madre Mariana Morazzani Arráiz, EP
La gracia no destruye la naturaleza, al contrario, se sirve de ella como soporte. El sacramento del Orden sublimará el espíritu fuerte y el carácter superior de ese joven patricio romano, haciendo de él uno de los más proficuos Padres de la Iglesia.
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Unos meses después de haber ordenado la Masacre de Tesalónica en la fiesta de Navidad del año 390, Teodosio I se postra en el atrio de la basílica de Milán en presencia de todo el pueblo, despojado de sus insignias imperiales. Entre lágrimas repite las palabras del rey profeta: “ Adhaesit pulveri anima mea; vivifica me secundum verbum tuum ” — “Mi alma está pegada al polvo: devuélveme la vida conforme a tu palabra” (Sal 119, 25).
La crueldad con la que había sofocado la rebelión de algunos habitantes de aquella ciudad era más propia de los tiempos de Nerón que de la justicia de un soberano cristiano. Miles de víctimas inocentes, entre ellas mujeres y niños, habían sido masacradas.
Tan pronto como supo lo sucedido, Ambrosio reprendió al emperador sin temor con la arrolladora fuerza de la verdad, presentada por completo y sin contemporizaciones. Ardiendo en deseos de incitar al monarca al arrepentimiento, el santo le es cribió una carta” “¿Cómo puedo callar? […] Si el sacerdote no advierte a quien yerra, el que hubiera errado morirá por su culpa, y el sacerdote será reo de pena, por no haber amonestado al que erró (Ez 3, 19). […]
Escribo esto no para confundirte, […] sino para que expulses ese pecado de tu reino, y lo hagas humillando tu alma ante Dios. […] No osaré ofrecer el Sacrificio si quisieras asistir. Pues al igual que no sería lícito tratándose de la sangre de un inocente, ¿sería lícito tratándose de la [sangre] de muchos? No lo creo”. 1
La fuerza del poder espiritual
Triunfaron la firmeza y la dulzura del santo sobre la altivez del soberano. En esa misma ocasión, el césar penitente oiría aún otra censura. Según una costumbre arbitraria importada de Oriente, Teodosio se levantó al comienzo del ofertorio y se dirigió a la parte alta del coro, lugar reservado a los clérigos.
Ésta era una distinción inapropiada y Ambrosio aprovechó la oportunidad para acabar con ella. Durante la ceremonia, por medio de su arcediano, le hizo llegar este recado: “Señor, los ministros sagrados son los únicos que tienen derecho a presentarse en el santuario. La púrpura hace a los emperadores, pero no a los sacerdotes”.2 Esta lección marcó profundamente el espíritu de Teodosio, quien más tarde exclamaría: “No he encontrado más que a un hombre que me dijera la verdad sin tapujos, y ése fue el obispo Ambrosio”.3
Esta admirable actitud nos sugiere interesantes consideraciones a respecto de la armonía y belleza puestas por Dios en la ordenación de sus criaturas. De hecho, por disposición divina, los hombres en general deben ser gobernados por algún poder o institución humana. Así, San Pablo nos enseña: “Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios” (Rm 13, 1). No obstante, los detentores del poder humano deben mantener siempre viva la noción de que, ante Dios, Señor de todas las cosas, las grandezas terrenas son insignificantes.
Consideradas en función de la eternidad, pasan y desaparecen en el polvo de la Historia. Sin embargo, como la naturaleza humana, exaltada por una situación preeminente, fácilmente se deja enredar por los vericuetos de la soberbia, la Santa Iglesia de Cristo, como Madre vigilante y celosa, está presente a través de sus ministros, alertando, refrenando, reprendiendo, en suma, sirviendo de contrafuerte sagrado al desvío de los poderes de la Tierra exacerbados. El gran Ambrosio de Milán, doctor de la Iglesia, es un brillante ejemplo de esta verdad.
El pequeño Ambrosio
Su nacimiento se sitúa alrededor del año 340, en Tréveris, donde su padre ejercía el cargo de prefecto del Imperio Romano. Pertenecía a una familia ilustre senatorial, entre cuyos antepasados se encontraban cónsules romanos, pero el honor más grande le venía de una tía abuela suya, la virgen y mártir Santa Soteris, cuya sangre generosa había regado el suelo de la Vía Apia en el año 304.
Junto con sus hermanos Marcelina y Sátiro, la infancia y juventud de Ambrosio transcurrieron en Roma, en donde su madre se había establecido tras la muerte prematura de su marido, acaecida en las Galias.
Marcelina se había consagrado muy joven como virgen de Cristo en las manos del Papa Liberio. Será en la vida de Ambrosio un apoyo, un consuelo y una bendición. Al ser algunos años mayor que él, estará vigilante junto a la cuna de su hermanito y rezará de rodillas ante la tumba del santo obispo. Sátiro, de prodigiosa semejanza física con Ambrosio, acompañaría a sus dos hermanos en la carrera de la perfección y les precederá en el umbral de la eternidad.
Un hecho conmovedor, narrado por los primeros biógrafos del santo, evoca el ambiente lleno de piedad que reinaba en aquella familia y resaltaba la precoz intuición del pequeño patricio. Durante una visita del Obispo de Roma a la casa de los Ambrosio, se dio cuenta de que todos habían besado la mano del venerable Pontífice. Cuando éste se fue, el niño decidió ofrecer su mano derecha a las criadas y a su propia hermana, para recibir un ósculo de respeto. Marcelina se rehusó a rendirle tal homenaje…
Años más tarde, llena de veneración y ternura, al besar la mano de su hermano ya obispo ambos se acordaron del inocente episodio.
La educación de Ambrosio fue profundamente romana: lecturas de Virgilio, Cicerón y Séneca, completadas por el estudio de Derecho, que grabaron en su espíritu y en su carácter una impronta inconfundible de lógica, claridad y habilidad dialéctica, puestas más tarde al servicio de la fe.
Con algo más de treinta años se trasladó a Milán —la segunda capital del Imperio y sede de los emperadores cristianos, así como capital de las provincias de Liguria y Emilia—, al ser nombrado gobernador de estas divisiones por el emperador Valentiniano I.
A pesar de su fervor cristiano y su rechazo al ambiente licencioso de la Roma de entonces, así como a las ideas arrianas que corrían libremente por Milán, debido a la simpatía del obispo Auxencio por esa herejía, Ambrosio aún no había recibido el Bautismo al cumplir los 33 años.
Esto se debía a una censurable costumbre de esa época, combatida por los Padres de la Iglesia, por la que se retrasaba la recepción de este sacramento por el vano temor de que fuera profanado por un pecado posterior; mientras tanto, el catecúmeno alimentaba la ilusoria esperanza de alcanzar sin riesgo la salvación eterna, al ser bautizado únicamente en el momento de su muerte.
En el solio episcopal
Hacía dos años que Ambrosio estaba al frente del gobierno de Milán cuando muere Auxencio, en el año 374. Los obispos vecinos, que se habían reunido en una de las basílicas de la ciudad para elegir un sustituto, no llegaron a ningún acuerdo. El pueblo, congregado en las naves del templo esperando una decisión, se impacientaba.
“¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo!”.4 Este grito de clamor venía de una voz clara e infantil que irrumpió en mitad del alboroto de los presentes. Como si estuviera oyendo una orden del Cielo, la multitud repitió: “¡Ambrosio, obispo! ¡Que Ambrosio sea nuestro obispo!”.
La Historia no deja claro si cuando el niño hizo esa exclamación había sido inspirada directamente por el Espíritu Santo o si fue empujado por algún alma conocedora de las virtudes del santo, que recelara la elección de un obispo arriano. Lo cierto es que Ambrosio, con 34 años y aún catecúmeno, no se resignaba a aceptar el cargo que el pueblo, el clero e incluso la aprobación del emperador le querían imponer a toda costa. Sin embargo, de nada sirvieron sus argumentos, ni siquiera una frustrada fuga. Finalmente, la inspiración del Cielo se hizo notar y el corazón generoso del joven patricio cedió ante la voluntad divina, que le obligaba a subir los escalones del altar y del solio episcopal.
El 7 de diciembre de aquel mismo año Ambrosio recibió la dignidad sacerdotal, seguida inmediatamente de la episcopal. Había sido bautizado ocho días antes. “Señor —exclamó— cuida de tu oficio y guarda el don que me diste, incluso resistiéndome. Sabía que no era digno de ser llamado obispo, porque me había entregado al siglo, pero por tu gracia soy lo que soy. Y soy, al menos, el más pequeño de todos los obispos o de menos mérito”.5
Presbyterium: un rumbo para la vida clerical
La Iglesia de Milán no tardó mucho en experimentar cómo de hecho la voz del pueblo había sido la voz de Dios. La gracia no destruye la naturaleza, al contario, en ocasiones se sirve de ella como soporte o receptáculo. Habiéndose hecho obispo, Ambrosio sublimará aún más los predicados que hacían de él un hombre íntegro, recto y dedicado.
El sacramento del Orden transformará y elevará aún más su espíritu fuerte y su carácter superior.
Una de sus primeras preocupaciones fue la de proporcionar al clero de su diócesis los mejores medios de formación y progreso en las vías de la santidad. Para ello, nada más de excelente que proponerles una vida en la cual el ministerio pastoral está íntimamente enraizado en la oración.
“¿Quién puede dudar que estas dos cosas no son las mejores en atención a la devoción de los cristianos, los servicios de los clérigos y las instituciones monásticas? Ésta para la medida y moralidad en la formación, aquella para la renuncia habitual y la paciencia; ésta como en un escenario, aquella en secreto; ésta es observada, aquella está escondida. Por eso, el buen atleta dice: ‘Somos dados en espectáculo público para ángeles y hombres (1 Co 4, 9)”.6
Ambrosio organizó su vida según este ideal. Reunió a su alrededor, en una misma casa, a todos los clérigos y constituyó lo que pasó a ser denominado Presbyterium. En esa comunidad cada uno tenía su sitio y su función. Los sacerdotes, diáconos y aspirantes a las órdenes sagradas rezaban, leían, escribían y trabajaban juntos, siendo los unos para los otros un fraternal apoyo y estímulo en la conquista de la santidad. El santo obispo consideraba tal modo de vivir como la salvaguarda, el poder, la alegría y la libertad del sacerdocio.
Su solicitud en la búsqueda de la perfección alcanzaba los mínimos detalles: “Que no se encuentre nada de vulgar en los sacerdotes, ni nada popular, ni nada a la manera, uso o costumbres de las muchedumbres agitadoras”.7 Convencido de que el éxito de las obras de apostolado se cimenta en una vida interior bien llevada, escribió: “Mucho auxilio y gracia les llega a los sacerdotes, si éstos se someten con empeño, desde su juventud, a la disciplina y a la integridad de una regla, pues al volver al mundo, se apartan de los usos y relaciones mundanas”.8
Esta escuela clerical de santidad fundada por Ambrosio fue fecunda en hombres apostólicos, que más tarde habrían de ocupar varios solios episcopales de Italia, pues su acción pastoral no se restringió solamente a la Diócesis de Milán. Fundó nueve diócesis para las cuales escogió y consagró a obispos dignos y preparados.
Su influencia se extendió hasta Panonia, Dacia y Macedonia, y estuvo personalmente en Aquileia, Sirmio, Vercelli, Bolonia, Florencia y Pavía, además de Roma.9
Frutos de su celo pastoral
Ambrosio se dedicó particularmente al estudio de las Sagradas Escrituras.
Catecúmeno ayer, hoy obispo, necesitaba empaparse con rapidez de la ciencia sagrada y convertirse en el primero entre sus clérigos. “Un verdadero maestro —escribía— es aquel que no aprendió únicamente lo que enseña a todos, pues los hombres aprenden más cuando enseñan, y reciben lo que entregan a los demás. […] Fui sacado de los tribunales y de la administración y elevado al sacerdocio, y empecé a enseñaros lo que yo mismo no aprendí.
Por eso, ocurrió que comencé a enseñar antes que aprender. Así, pues, aprendo a la vez que enseño, porque antes no tuve tiempo de aprender”.10
El antiguo gobernador de Liguria se lanzó en esta empresa con tanto brío como amor, fructificándola enseguida en una producción literaria que atraviesa los siglos y suscita la admiración y el encanto de los que se embeben de ella. Los escritos de San Ambrosio, concebidos con una intención primordialmente pastoral, revelan un corazón noble y amable, a la par de una doctrina moral discreta, sabia y prudente.
Fue un ardoroso cantor de la castidad perfecta, pues “sabía muy bien que las brutalidades del paganismo podían ser lavadas por la luz de la virginidad cristiana”.11 Su primera obra a este respecto — Sobre las vírgenes — la hizo para su propia hermana, Marcelina, recopilando sus homilías sobre el tema, a las cuales ella no pudo estar presente. Era una perspectiva nueva y fulgurante de la virginidad.
Enalteció de tal modo la pureza que de todas partes jóvenes deseosas de consagrarse a Dios lo buscaban para hacerlo bajo su orientación.
Además del brillo de su talento, poseía esa marca de superioridad que consiste en no dejarse embriagar por sus propias obras. Por eso, las sometía al juicio y a la crítica de algún amigo auténtico, procurando despojar su estilo de todo cuanto no fuese “la sinceridad de la fe y la sobriedad de la afirmación”.12 Y la elocuencia de su espíritu contemplativo y piadoso desbordaba por igual en sus discursos públicos y en la composición, tanto de la melodía como de la letra, de los famosos himnos llamados más tarde “ambrosianos”.
Una gran gloria: la conversión de Agustín
En esta breve reseña no podemos dejar de recordar una de las principales glorias de San Ambrosio: la de haber lavado en las aguas bautismales al joven maniqueo de Tagaste, en la vigilia pascual del 387. La inmortal pluma de éste último evoca tal acontecimiento: “Llegué, pues, a Milán, y fui a ver al obispo Ambrosio, fiel siervo vuestro, varón celebrado y distinguido entre los mejores del mundo; quien en sus pláticas y sermones ministraba entonces diestra y cuidadosamente a vuestro pueblo vuestra doctrina, ‘que es para las almas aquel pan que las sustenta, aquel óleo que les da alegría y aquel vino que sobria y templadamente las embriaga’. Pero Vos erais quien me conducíais y llevabais a él ignorándolo yo, para que después, sabiéndolo, me llevase y condujese él a Vos”.13
Las palabras que Ambrosio pronunciaba los domingos desde el púlpito de la basílica de Milán contribuyeron bastante para conquistar al gran Agustín. Por otra parte, la irradiación de la virtud de ese hombre, en el que traslucía tan alto grado de unión con Dios, fue poco a poco tomando el alma del futuro Obispo de Hipona, ávida de abrazar las verdades eternas.
Después de convertido, Ambrosio continuó siendo su modelo y la luz de sus pasos, al punto de exclamar, con entusiasmo de discípulo y amor de hijo: “dispensador insigne de la palabra de Dios, al que venero como padre, pues me engendró en Cristo por el Evangelio y de sus manos, como ministro de Cristo, recibí el baño de la regeneración.
Hablo del bienaventurado Ambrosio, de cuyos trabajos y peligros en defensa de la fe católica con sus escritos y discursos soy testigo, y conmigo no duda todo el imperio romano en proclamarlo”.14
Las luchas extremas de esta vida
La ingente lucha trabada contra el arrianismo, las persecuciones de la emperatriz Justina, las intervenciones ante los emperadores para hacer prevalecer siempre la ortodoxia y la paz cristiana, los múltiples trabajos al frente de la Iglesia milanesa y el desvelo pastoral por el rebaño minaron su salud.
Deseoso de alcanzar las inefables alegrías de la visión beatífica, el santo varón podía, con propiedad, proferir estas palabras escritas en su Tratado de la buena muerte : “Os seguimos, Señor Jesús: pero para que os sigamos, haznos ir, porque sin Vos nadie sube. Pues Vos sois el camino, la verdad, la vida, la posibilidad, la fe, el premio. Asumidnos como camino, confirmadnos como verdad, vivificadnos como vida”.15
Contaba con 57 años, de los cuales 23 de plenitud del sacerdocio, cuando sintió que le llegaba la hora del encuentro con el Juez Supremo. Poco antes de enfermar, en la Cuaresma del 397, predijo que no viviría hasta la Pascua.
Sin embargo, el infatigable celo de Ambrosio no conocía límites. A principios de aquel año se había dirigido a Vercelli para apaciguar la diócesis y consagrar a Honorato como obispo. Después viajó a Pavía para presidir una nueva ordenación episcopal. Su último escrito —el comentario al Salmo XLIII— no lo pudo concluir.
“ Nec timeo mori, quia Dominum bonum habemus ” — No temo a la muerte porque tenemos un buen Señor.16 La mañana del Sábado Santo, el 4 de abril del 397, tras haber recibido el Viático de manos de San Honorato de Vercelli, dejó suavemente esta Tierra para celebrar la Pascua en la felicidad perpetua, donde no se conocen lágrimas, ni luto, ni dolor, y recibir allí la herencia del vencedor (cf. Ap 21, 4-7).
1 SAN AMBROSIO. Epistolæ. Prima Classis. Ep. LI, núm. 3; 11; 13: ML 16, 1160; 1162; 1163. 2 Cf. DARRAS, J. E. Histoire générale de l’Église . París: Louis Vivès, 1876, t. X, p. 594. 3 Ídem, p. 595. 4 VIZMANOS, SJ, Francisco de B. San Ambrosio de Milán. En: ECHEVERRÍA, Lamberto de, LLORCA, Bernardino, REPETTO BETES, José Luís. (Org.). Año Cristiano . Madrid: BAC, 2006, v. XII, p. 191. 5 SAN AMBROSIO. De poenitentia . Lib. II, c. VIII, núm. 73: ML 16, 515. 6 SAN AMBROSIO. Epistolæ. Prima Classis. Ep. LXIII, núm. 71: ML 16, 1209. 7 Ídem, Ep. XXVIII, núm. 2: 1051. 8 Ídem, Ep. LXIII, núm. 66: 1207. 9 Cf. PEPE, Enrico. Martiri e santi del calendário romano . 3ª ed. Roma: Città Nuova, 2006, p. 737. 10 SAN AMBROSIO. De officiis ministrorum . Lib. I, c. I, núm. 3-4: ML 16, 24- 25. 11 PAREDI, Angelo. Vita di S. Ambrogio . 4ª ed. Milán: O. R., 1991, p. 27. 12 SAN AMBROSIO. Epistolæ. Prima Classis. Ep. XLVIII, núm. 3: ML 16, 1152. 13 SAN AGUSTÍN. Confessionum. L.V, c. 13, núm. 23: ML 32, 717. 14 SAN AGUSTÍN. Contra Julianum . Lib. I, c. III, núm 10: ML 44, 645. 15 SAN AMBROSIO. De bono mortis. Lib. I, c. XII, núm.55: ML 14, 593. 16 PAULINO. Vita Sancti Ambrosii . Núm. 45: ML 14, 45.
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