Padre del monacato oriental, apodado “el Grande” por el eximio gobierno de su diócesis, San Basilio fue sobre todo llamado “Magno” por su defensa de la Santísima Trinidad, frente a la herejía arriana
El siglo IV de la era cristiana podría ser descrito como un período de controversias teológicas. No obstante, fue una época áurea de la Iglesia, puesto que, precisamente por eso, surgieron eminentes figuras en la defensa de la fe, entre las cuales se encuentran tres insignes capadocios, cuyas vidas se entrelazan en esa cadena de oro de fidelidad: San Gregorio Nacianceno, San Gregorio de Nisa y su hermano San Basilio Magno, a quien le dedicamos este artículo.
San Basilio Magno, detalle de las Puertas Reales de la iglesia de San Nicolás – Museo Estatal Ruso, San Petersburgo
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Una familia de santos
Nacido en Cesarea de Capadocia, en torno al año 330, Basilio pertenecía a una rica y noble familia cristiana. Pocos años antes de su nacimiento, la Iglesia había recibido de Constantino la libertad de culto, concluyendo así el período de las grandes persecuciones. Se cuenta que sus abuelos paternos formaban parte de los cristianos que, bajo el imperio de Diocleciano, tuvieron que refugiarse durante muchos años en unos bosques de la región, para sobrevivir sin renegar de la fe.
Sus padres eran ejemplares en la práctica de las virtudes y de la caridad para con el prójimo, llegando a consagrar parte de sus bienes a los pobres, enfermos y a los más necesitados. Tuvieron diez hijos. Entre ellos, además de San Basilio, se destacan Macrina, Gregorio, obispo de Nisa, y Pedro, obispo de Sebaste, todos ellos elevados a la honra de los altares.
Durante la infancia recibió las primeras instrucciones religiosas de su abuela, también santa y de nombre Macrina.1 He aquí cómo él mismo describe su benéfica influencia: “¿Qué argumento sería más convincente para probar la autenticidad de nuestra fe, sino el hecho de que hemos sido educados y guiados por esa bienaventurada mujer nacida entre vosotros? Me refiero a Macrina, ilustre señora, de quien hemos aprendido las palabras del beatísimo Gregorio, el Taumaturgo, y todo lo que ha sido recibido de una ininterrumpida tradición oral, que ella fielmente guardaba en su corazón. Forjaba nuestro tierno ánimo y lo iniciaba en las vías de la piedad”.2
Desde niño, Basilio revelaba poseer un alma de fuego y un temperamento vigoroso, pero unido a la suavidad de trato, lo que marcará su trayectoria terrena, sobre todo cuando asume la vida pastoral de la diócesis de Cesarea. Sin embargo, su fuerte carácter no influenciaba a su salud, siempre frágil, a la que tuvo que dedicar frecuentes cuidados a lo largo de la vida. “Con nosotros las enfermedades suceden a las enfermedades”; “nuestra mala salud, que data de muy lejano tiempo y que no nos ha dejado todavía…”,3 escribía en sus cartas.
Comunidad de jóvenes en Atenas
Recibió las primeras letras en Cesarea, dirigiéndose después a Constantinopla y a Atenas, importantes centros académicos de entonces. Estudió retórica y filosofía, sobresaliendo entre los demás alumnos, debido a su rara capacidad intelectual y rectitud moral.
En Atenas, encontró uno de los mayores tesoros de su vida: Gregorio Nacianceno, de quien se hizo íntimo y fiel amigo. Esta relación fue providencial, pues los animó a vivir íntegros en medio a las disolutas costumbres estudiantiles griegas, además de mantenerse firmes en la fe, porque no eran pocas las ocasiones en que hostilizaban a la religión, tanto alumnos como profesores. “Atenas es pestífera para todo lo que atañe a la salvación del alma”,4 comentaría San Gregorio Nacianceno recordando aquellos años.
Ironías, sarcasmos, preguntas insidiosas eran los métodos usados para ridiculizar la verdadera doctrina e, infelizmente, no siempre los estudiantes cristianos estaban a altura para refutar las mentiras y calumnias. En una de esas discusiones estudiantiles Gregorio conoció a Basilio. Molestos con la presencia de éste, algunos compañeros, envidiosos de su talento y elocuencia, se acercaron a él y “lo asaltaron con preguntas más capciosas que educadas y sutiles, con la intención de derribarlo en el primer asalto”,5 recuerda San Gregorio Nacianceno. A pesar de todo, fue admirable su respuesta. “Cuando me di cuenta de la prodigiosa eficacia de la dialéctica de Basilio, me uní a él… Y, así, entre nosotros se encendió la llama de la amistad, que no fue simplemente una chispa, sino un faro alto y luminoso”.6
Unidos por el mismo ideal, ambos trazaron un plan de vida: abstenerse de banquetes, de fiestas y otras tantas cosas, impregnadas aún de paganismo. Su ejemplo no tardó mucho en llevar a un significativo número de jóvenes, que también aspiraban a la perfección, a unirse a ellos. “A nuestro alrededor se había formado una comunidad de jóvenes nada desdeñable, los cuales tenían a Basilio como su preceptor y lo seguían, participando de su alegría”.7
De vuelta en Cesarea, su hermana Macrina no cesaba de exhortarlo a anhelar únicamente el Reino de los Cielos Santa Macrina, la Joven Catedral de Santa Sofía, Kiev
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Terminados los estudios en Atenas, resolvió regresar a Capadocia. Consigo se llevó no sólo un importante caudal de ciencia, sino también el progreso en la virtud. Sus horizontes se habían ensanchado, las disputas y los argumentos falaces que tuvo que refutar le hicieron conocer mejor la mentalidad del mundo en el que vivía y que habría de enfrentar en defensa de la fe.
Nulidad del mundo que pasa
De vuelta en Cesarea, pasó por la terrible tentación de llevar una vida mundana y tranquila. Su fama se había propagado y sus conciudadanos le ofrecieron una cátedra de retórica, lo que de buen grado aceptó. Lejos estaban de atraerle el pecado y la vida disoluta, pero no era nada fácil la vida a la que la Providencia lo llamaba. Y el instrumento divino que reavivó en su alma los deseos de perfección que surgieron cuando estaba en Atenas fue su hermana Macrina. Impregnada de la firmeza de las vírgenes, cuyo velo había recibido, no cesaba de exhortarlo a la vida consagrada, a anhelar únicamente el Reino de los Cielos, a desapegarse de los efímeros honores de este mundo y a oír la voz interior que lo convocaba a dedicarse a Dios.
“Macrina —escribe su hermano, San Gregorio de Nisa— lo condujo con tanta rapidez hacia el objeto de la verdadera filosofía que, apartándose de la que el mundo adora, renunció a la gloria de la elocuencia para dedicarse por completo a una vida de pobreza y de laboriosidad”.8
Más tarde, el mismo San Basilio escribirá que había perdido casi toda su juventud en el estudio de la ciencia mundana y parecía que las amonestaciones de su hermana lo habían despertado de un sueño profundo: “Con los ojos bien abiertos contemplaba la admirable luz de la verdad, que ante mí emanaba del Evangelio, como un sol naciente. Reconocí la nulidad de la sabiduría del mundo, que pasa y se desvanece”.9
Tras esa conversión, recorrió Egipto, Palestina y Siria a fin de visitar y conocer de cerca a los ascetas que allí vivían, con el deseo de llevar también una vida retirada, para lo cual se dedicó más a la teología e inició el estudio de las Sagradas Escrituras.
Nace el monacato oriental
Cuando volvió a Cesarea pidió el Bautismo —según la costumbre de entonces, la de ser bautizados de adultos—, vendió parte de los bienes que poseía y empezó una vida de ermitaño en las cercanías del río Iris, en Annesi, en una de las propiedades de su familia. Luego lo acompañó Gregorio Nacianceno, seguido por muchos otros. No llevaban una vida como la de los ascetas que había visitado, porque el deseo de Basilio era el de vivir en comunidad, dividiendo el día en períodos de estudios, trabajo, oración y sacrificios.
Esta nueva forma de vida comunitaria religiosa dio origen a la institución de los monjes basilianos, para los cuales redactó algunas prescripciones ascéticas, hoy conocidas como la Gran Regla y la Pequeña Regla, base del monacato oriental, que posteriormente acabó teniendo influencia sobre los monjes de Occidente. Inspirado en las enseñanzas evangélicas, San Basilio cimentó su obra en el amor a Dios y al prójimo. En sus reglas, después de enumerar las obligaciones de la vida común de todo cristiano, exhortaba a los que son llamados a un mayor grado de perfección: “Todo el que le apasione el celeste ideal de una vida angélica y que desee convertirse en compañero de armas de los santos discípulos de Cristo, revístase de fuerzas para soportar las pruebas y entre valientemente en la sociedad de los monjes. Desde el principio sé un hombre que no te dejes retener por los afectos de los parientes y tengas la fuerza de cambiar los bienes terrenales por los que no mueren”.10
Cinco años pasó San Basilio en la vida contemplativa. Tal vez pensó que en ella transcurriría toda su existencia, pues el ideal monástico era lo que más anhelaba. Pero la Providencia le había destinado a otros caminos, en una época conturbada por las herejías.
Obispo de Cesarea
Llamado por Eusebio, obispo de su diócesis natal, para que lo auxiliase, fue ordenado presbítero por él, y con su muerte Basilio fue elegido obispo de Cesarea para sucederlo. Hacía tiempo que era conocido por todos no sólo por su probidad y obras caritativas, como por su fidelidad a la ortodoxia, algo especialmente valioso en aquel contexto histórico, segundo período de la crisis arriana, la herejía más nefasta de ese tiempo.
Amigos de las fórmulas ambiguas, las cuales podrían ser interpretadas a su voluntad, los discípulos de Arrio seguían arrastrando con sus ideas a gran parte de los fieles. Divididos en tres facciones —herejes declarados, arrianos moderados y semi- arrianos—, su influencia era tal que San Basilio escribía a San Atanasio: “Toda la Iglesia se disuelve, como numerosos barcos en alta mar vagando sin rumbo, se chocan unos contra otros bajo la violencia de las olas. Un gran naufragio cuyo responsable es el mar en furia y también el desorden de los barcos, yendo unos contra otros, destrozándose mutuamente. ¿Dónde hallaremos un piloto que esté a la altura de la situación y que sea lo bastante digno de fe como para despertar al Señor, a fin de que ordene a los vientos y al mar?”.11
Al ver que los herejes contaban con el apoyo del emperador, que se creía con derecho a intervenir en la esfera espiritual, muchos de los que eran fieles a la verdadera doctrina de la Iglesia contemporizaban, por miedo a la persecución y al destierro. El mismo San Basilio fue censurado por las autoridades civiles, pero no cedió a sus solicitudes y se mantuvo impávido en la defensa de la fe.
El Concilio de Nicea no decía nada a respecto de la naturaleza y de la substancia de la tercera Persona de la Santísima Trinidad “El primer Concilio de Nicea” Fresco de la iglesia de Stavropoleos, Bucarest (Rumania
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El emperador llegó a dividir la región de su diócesis, con el objetivo de coartar la acción del santo. Éste, no obstante, sagaz como era, se aprovechó de esa situación para crear dos nuevos obispados —Nisa y Sasima—, poniendo al frente de los mismos a su hermano Gregorio y a su amigo del mismo nombre.
Una sola esencia, en tres Personas divinas
Las controversias teológicas con los arrianos giraban, sobre todo, en torno de la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo. El Concilio de Nicea afirmaba la divinidad y la consubstancialidad de la segunda Persona de la Trinidad con el Padre, sustentaba la verdadera humanidad y divinidad del Verbo Encarnado y proclamaba la fe en el Espíritu Santo. Sin embargo, no decía nada a respecto de la naturaleza y de la substancia de la tercera Persona, y no definía los términos substancia, persona y naturaleza, usados para defender la divinidad del Hijo, términos estos que eran susceptibles a diversas interpretaciones.
Hombre de un profundo espíritu de piedad, contemplativo y varón de gran unión con Dios, Basilio consiguió definir la diferencia entre los términos griegos usados, haciendo comprender que en Dios hay una sola esencia y tres Personas. Y que, por tanto, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un único Dios. En su Tratado sobre el Espíritu Santo, 12 proclamó la divinidad de la tercera Persona y su igualdad consubstancial con el Padre y el Hijo; y mostró que las fórmulas con, en quien, para quien, por quien, usadas al mencionarse al Espíritu Santo, no suponen que Él tenga un origen o una esencia diferente del Padre y del Hijo.
Por consiguiente, su mayor mérito consistió en aclarar la terminología teológica trinitaria, completando el terreno de la ortodoxia católica de Nicea, sin dejar margen a posteriores interpretaciones heréticas y contribuyendo a la futura definición del Símbolo Niceno-Constantinopolitano, promulgado en el Concilio de Constantinopla, algunos años después de su muerte.
Apodado “el Grande”, aún en vida
San Basilio pasó nueve años a la cabeza de la Iglesia de Cesarea y, aparte de sus pugnas doctrinarias, su labor de pastor fue infatigable, ejerciendo numerosas obras de caridad: acogió a los pobres, exhortó a los ricos en la caridad fraterna, continuó promoviendo la vida monástica, fundó un hospital conocido como Basiliades, aunó esfuerzos en época de carestía para mitigar la situación penosa por las que pasaba su diócesis, además de muchas otras que, junto con toda su actividad apologética, le valieron el apodo de “el Grande”, aún en vida.
“Al resto de los hombres se los elogia a fuerza de exageraciones; pero, en lo que respecta a los justos, la simple verdad de sus acciones basta para mostrar la abundancia de sus méritos”.13 Esta frase, pronunciada por San Basilio a respecto de San Gordio, mártir, puede ser aplicada perfectamente a él mismo. Entregó su alma a Dios el primer día de enero del 379 y, no obstante, en cierto modo podemos decir que no ha muerto y que permanece vivo en el firmamento de la Iglesia, iluminándola como un sol de fidelidad, en un perpetuo y fiel ejemplo de amor a la verdad y a Dios.
1 Para diferenciarlas, a la abuela el Santoral la llama “la Mayor” o “la Anciana” y a la nieta la Joven”.
2 SAN BASILIO MAGNO. Carta 204, apud ANGELI, Antonio. Basilio di Cesarea. Milano: Àncora, 1968, p. 19.
3 SAN BASILIO MAGNO. Cartas 200; 201, apud QUINTA, Manoel (Ed.). Basílio de cesareia. 2.ª ed. São Paulo: Paulus, 2005, pp. 12-13.
4 SAN GREGORIO NACIANCENO. Eiusdem Basilii Scholia ad orationem funebrem in Cæsarium fratrem, apud ANGELI, op. cit., p. 25.
5 Ídem, p. 23.
6 Ídem, ibídem.
7 Ídem, pp. 25-26.
8 SAN GREGORIO DE NISA. De vita S. Macrinæ virginis, apud ANGELI, op. cit., pp. 31-32. 9 SAN BASILIO MAGNO, apud ANGELI, op. cit., p. 32.
10 SAN BASILIO MAGNO. Del renunciamento del mundo y de la perfección espiritual. In: RIVIERE, Jean. San Basilio, Obispo de Cesarea. Madrid: M. Aguilar, 1930, pp. 268-269.
11 SAN BASILIO MAGNO. Carta 82, apud QUINTA, op. cit., pp. 81-82.
12 Cf. SAN BASILIO MAGNO. Liber de Spiritu Sancto: MG 32, 67-218.
13 SAN BASILIO MAGNO. In Gordium martyrem. Homilia XVIII, n.º 1: MG 31, 491.