Impulsivo y aventurero, este militar se rindió al amor infinito de Jesús crucificado y formó una compañía de héroes de la caridad, que se dedican a servir a los enfermos como una tierna madre.
A veces nos sentimos tentados a pensar que sólo es verdaderamente santo aquel que nunca ha cometido la mínima falta ni tiene tampoco ningún defecto, y que conserva blanca e intacta su vestidura bautismal durante el transcurso de su vida. Entonces, ¿cómo se puede ignorar, entre los numerosos bienaventurados, la indiscutible santidad de San Pablo Apóstol, de San Agustín o de la que es invocada como la primera entre las vírgenes en la Letanía de los Santos, Santa María Magdalena?
Son tres casos fulgurantes de almas que se convirtieron en edad adulta, tras haber cometido graves pecados. Dios, que es misericordia y bondad, los rescató por medio de gracias superabundantes y los llamó a admirables misiones al servicio de la Santa Iglesia. Por fidelidad a esas gracias, lograron la honra de los altares y dejaron, como ejemplo de su vida, un rastro luminoso en el firmamento de los santos.
Así fue la vida de San Camilo de Lellis.
Un soldado disoluto
Nacido en Bucchianico, Italia, el domingo de Pentecostés de 1550, su infancia estuvo marcada por la piadosa formación de su madre, Camila Compellis. Acostumbrada al gobierno de la casa, debido a las prolongadas ausencias de su marido, Giovanni de Lellis, gran militar mercenario, sabía armonizar la disciplina y la bondad en la educación de su hijo.
Dotado de un carácter impulsivo y fuerte, el niño se sintió atraído desde pequeño por el estilo aventurero de la vida de su padre, capitán famoso por haber servido a varios reinos de Europa. A los 17 años, Camilo se dirigió a Venecia para alistarse en la lucha contra los corsarios turcos. Poco después encontraría a su padre en Ancona, porque también había decidido luchar en Venecia. Pero, ya anciano, Giovanni de Lellis fue atacado por una grave enfermedad y falleció en brazos de su hijo, a mitad de camino, antes de que lo pudiese llevar de vuelta a Bucchianico.
Al sentirse solo —su madre había muerto años antes—, Camilo se dejó arrastrar por los vicios del juego y de la bebida, tan comunes en los rudos ambientes soldadescos de aquellos tiempos. Se convirtió en un vagabundo y empezó a vivir del dinero que ganaba en las tabernas. Más tarde confesaría que llegó a apostar su propia camisa al no poseer nada más, sin haber cedido, no obstante, a la tentación del robo. Y afirmaba, con gratitud, que Dios lo había preservado de caer en el pecado de la impureza.
Por esa época comenzó a sentir un profundo dolor en una pierna, en la que le apareció una misteriosa llaga que lo acompañó durante toda su vida y que se volvió un factor decisivo en su conversión. Fue a curarse al conocido hospital de Santiago de los Incurables, de Roma. Como no tenía recursos para costearse los gastos, ofreció sus servicios como criado y allí tuvo el primer contacto con el mundo de los enfermos. Sin embargo, terminó por ser expulsado unos meses más tarde debido a su difícil temperamento.
Volvió a enrolarse como soldado, aun estando parcialmente curado, y combatió en Túnez. De regreso a tierras italianas, una violenta tempestad sorprendió su embarcación cerca de Nápoles. Ante el inminente riesgo de muerte, hizo el voto de vestir el hábito de San Francisco de Asís si salía con vida. Pasado el peligro, se olvidó de su promesa, recayó en sus inveterados vicios y siguió deambulando por Italia.
Rendido al amor infinito de Jesús
Despilfarró todos sus bienes en el juego y se vio reducido a pedir limosnas a la puerta de la catedral de Manfredonia. Al ver en tal situación a aquel joven corpulento y robusto, un caritativo anciano, llamado Antonio Di Nicastro, se compadeció de él y le ofreció el trabajo de obrero en el convento de los capuchinos, donde se estaban llevando a cabo algunas obras. El ambiente de recogimiento y el trato bondadoso allí dispensado fueron ablandando sus impetuosas pasiones, haciendo posible ordenar un poco su vida.
Contaba con 25 años cuando lo mandaron a un convento vecino para que buscara cierta cantidad de provisiones recibidas como limosna. Era el día de Nuestra Señora de la Candelaria, el 2 de febrero de 1575. Caminaba junto a la mula de carga del convento y de repente ésta se paró. Tras haber agotado inútilmente todos los recursos para reiniciar la marcha, se puso a gritarle, insultándola, como si el pobre animal entendiera algo. Todo en vano…
Quiso Dios concederle en ese momento la gracia de verse retratado en el comportamiento de ese ser irracional. Se dio cuenta de que a lo largo de su vida había procedido de la misma manera: no le valieron de nada las enseñanzas religiosas de su extremosa madre, la sacudida en su conciencia en mitad de la tempestad o la bondad del fraile guardián, sus reiterados esfuerzos para hacerle comprender que nuestra alma es un campo de batalla donde únicamente vence el que tiene el valor de rendirse en las manos de Jesucristo. Así como la mula se emperraba en quedarse inmóvil, él se obstinaba en no enmendarse.
Cayó de rodillas en medio del polvoriento camino y, con mano temblorosa, sacó de su bolsillo un crucifijo que le había dado un tío suyo hacía bastante tiempo… Levantándolo a la altura de la cara, contempló la “figura de su Dios crucificado, colgado de la cruz por amor a él, clavado para pagar el horrendo y terrible castigo merecido por sus incontables pecados”.1 Con lágrimas de arrepentimiento y lleno de esperanza se rindió al amor infinito de Jesús y, como guerrero que avanza hacia la batalla, decidió cambiar de vida. “Camilo de Lellis supo inesperadamente y sin duda que era, al fin, un soldado verdaderamente valiente”.2
Había encontrado su vocación
De regreso al convento, transformado, pidió la admisión en la Orden y se hizo novicio capuchino con el nombre de Cristóbal. Sus hermanos de hábito lo llamaban “fray humilde”,3 al empeñarse en disputar el último lugar, ser el siervo de todos y ocuparse de los servicios más penosos y repugnantes. No obstante, la llaga de su pierna se agravaba con el roce del rústico tejido del hábito y se vio obligado a regresar al hospital. Aparentemente recuperado, regresó al convento capuchino y retomó la vida comunitaria, pero la úlcera le salió de nuevo con más ímpetu, obligándolo a desvincularse de la Orden.
Por tercera vez ingresó en el hospital de Santiago, a finales de 1579. Ahora era otro hombre, deseoso de entregarse por completo al servicio de los dolientes. Y desde entonces hasta el día de su muerte —treinta y cinco años después—, “toda su existencia transcurrirá en los hospitales, sin otro afán u otro deseo que ejercitar su ardiente caridad con los pobres enfermos”.4 Los administradores, edificados por su dedicación y considerando su notable habilidad, lo nombraron “maestro de la casa”, que en español diríamos un mayordomo.
Un prodigio vino a confirmar lo acertado de esa elección. San Camilo estuvo largas horas dando ánimos a un pobre hombre al que le sería amputada una pierna al día siguiente. Lo dejó con tan buena disposición que éste se durmió tranquilamente. A la hora fijada para la operación, los cirujanos constataron que la pierna de forma inexplicable “se había curado de repente”.5
Entonces despuntó en su alma el ardiente deseo de congregar a hombres dispuestos a dar asistencia corporal y espiritual a los enfermos, por puro amor de Dios, conscientes de que servirlos no era sino servir al divino Salvador: estaba “enfermo, y me visitasteis”(Mt 25, 36). Había encontrado su vocación.
Una compañía de héroes de la caridad
Camilo empezó intentando reclutar a algunos elementos entre el personal del hospital, pero se mostraron muy chocados con la idea de una vida de tanta abnegación, sin lucro o retribución. Gracias a la fuerza de su buen ejemplo y a la creciente fama de sus virtudes consiguió, no obstante, dar comienzo a una pía asociación con el objetivo de asistir a los enfermos. Religiosos y novicios de distintas órdenes, sobre todo de la Compañía de Jesús, iban a menudo a ejercitarse con él en esas obras de caridad. Los padres jesuitas le encaminaban jóvenes en los cuales habían discernido vocación para ese servicio. El santo los acogía de brazos abiertos y los animaba diciendo: “Hermanos, pensad que los enfermos son la pupila y el corazón de Dios y lo que hacéis a esta pobre gente es hecho a Dios mismo”.6
Sin embargo, Camilo aspiraba a mucho más: formar una compañía de héroes de la caridad, que se dedicasen a servir a los enfermos como una tierna madre. Se pasaba noches enteras en oración y se mortificaba, implorando al Cielo ayuda para tal empresa. Consiguió reunir a cinco hombres de élite, los cuales prometieron seguirlo “en la vida y en la muerte, en la prosperidad y en las dificultades”. 7 Improvisaron un oratorio en una habitación del hospital, donde se reunían para mantener encendida la llama del ideal. El santo fundador “parecía un serafín por las ardientes exhortaciones que les hacía”.8
“¡Esta obra es mía y no tuya!”
Pero a las personas llamadas para las obras de Dios no les faltan tribulaciones. Un día, haciendo caso a calumnias envidiosas, la dirección del hospital prohibió aquellas reuniones y ordenó que desmontaran el oratorio. Esa misma noche, lleno de aflicción, Camilo estuvo bastante tiempo rezando ante su crucifijo. Le pedía una inspiración, una luz… Inmerso en esos pensamientos, se durmió y vio la imagen del divino Crucificado que movía dulcemente la cabeza y le decía: “¡No temas, oh pusilánime, sigue adelante, que te ayudaré y estaré contigo!”.9
Se despertó con el alma inundada de alegría. Narró la visión a sus compañeros y decidieron continuar reuniéndose, en secreto, en la capilla del hospital. No obstante, surgieron nuevas y más grandes dificultades. Le asaltó la duda sobre la realidad de aquella visión nocturna y, en consecuencia, de la divina aprobación al instituto incipiente. Lleno de dolor, se postró de nuevo ante el venerado crucifijo, y he aquí que el Salvador desprende los brazos de la cruz, los extiende en su dirección y repite con inefable dulzura: “¿Por qué te afliges, oh pusilánime? Sigue con la empresa, que te ayudaré, ¡pues esta obra es mía y no tuya!”.10
Fortalecido con esas palabras, Camilo —que deseaba ser sacerdote para ejercer su apostolado con mayor eficacia— ingresó en el Colegio Romano y fue ordenado un tiempo después, a los 34 años. Entonces congregó a su pequeño grupo y constituyeron una comunidad.
Su modo de vida fue aprobado por Sixto V, en 1586, que dio a la nueva institución el nombre de Congregación de los Ministros de los Enfermos, la cual tomó como hábito una capa negra adornada con una cruz roja, sobre una sotana clerical. Cinco años más tarde, Gregorio XIV la elevó a la categoría de orden religiosa, con el nombre de Orden de Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos. Pero enseguida pasó a ser conocida como la Orden de los religiosos camilianos, en alusión a su fundador y primer superior general.
Entrega sin límites a los enfermos
Con inagotable celo, San Camilo y sus religiosos ejercían sus actividades sobre todo en el hospital del Espíritu Santo, cerca del Vaticano. Los establecimientos de salud de aquella época dejaban mucho que desear en cuanto a higiene, instalaciones y profesionales cualificados.
Podemos imaginar el sufrimiento de los enfermos entregados al cuidado de empleados mal remunerados y, con frecuencia, groseros. Además, muchas veces los alojaban en habitaciones donde la insuficiente ventilación favorecía la proliferación de los virus y el mal olor impregnaba el aire. En ese ambiente repugnante a la naturaleza humana, del que todos trataban de huir, era donde los camilianos pasaban todo el día, socorriendo con amor y alegría a aquellos infelices.
El santo fundador también hizo extensiva su benéfica actuación junto a los encarcelados y a los moribundos. Por muy fatigado que estuviera, su ardor nunca disminuía y su constancia era un enorme incentivo para que los otros dieran más de sí. El valor de esos héroes de la caridad brilló todavía más con motivo de la peste y las epidemias que asolaban esas regiones. “Sin vacilar un momento, viendo que la muerte diezmaba sus filas, se dedicaban en jornadas agotadoras a cuidar a los apestados”.11
Sin preocuparse con la úlcera de su pierna, siempre abierta, ni con otras dolencias que le causaban un verdadero suplicio, “pasaba largas horas en el hospital cuidando a los enfermos, sin dormir apenas, con un régimen alimenticio que apenas bastaría para no morirse literalmente de hambre”.12
Una obra que hoy actúa en 35 países
La prometedora expansión de los Camilianos por toda la península italiana abría al fundador otro frente de batalla: una dura lucha para consolidar y mantener intacto el carisma de la institución. Con humildad e inquebrantable firmeza hizo valer su carisma de fundador no sólo contra los objetantes externos, sino también ante los religiosos rebeldes de su propia Orden. Lograda la victoria en ese combate, estaba cumplida su misión en el mundo y podía marcharse para recibir su “muy grande” recompensa (cf. Gn 15, 1).
Y Dios no tardó en llamarlo. A mediados de 1614, a los 64 años de edad, se vio obligado a guardar cama para recomponer un poco su salud minada por décadas de intensas actividades. Sin embargo, con mucha añoranza de sus queridos enfermos del hospital del Espíritu Santo, y presintiendo que moriría en breve, anhelaba verlos una vez más. Cuando el médico le permitió que saliera de la habitación para respirar aire fresco, les rogó a sus hijos espirituales que lo llevaran al hospital, donde, emocionado, recorrió las numerosas filas de camillas y camas, despidiéndose de cada uno. Todos lloraban al sentir su cariño y paternidad.
La Divina Providencia le pidió que todavía sufriera una larga y dolorosa agonía. La noche del 14 de julio, cuando el sacerdote estaba rezando: “Mitis, atque festivus, Christi Iesu tibi aspectus appareat — el humilde y alegre rostro de Jesucristo te aparezca”,13 sonrió y exhaló su último suspiro.
Se difundió por la Ciudad Eterna la noticia de su fallecimiento y delante del convento se formó una multitud deseosa de rendirle un último homenaje, de pedirle una gracia, una curación, una conversión. El alboroto fue tal que las autoridades del orden público tuvieron que intervenir para organizar las colas y mantener el orden.
Este soldado de Cristo enriqueció a la Santa Iglesia con una magnífica obra que hoy, 400 años después, actúa en 35 países de los cinco continentes, haciendo brillar junto a los enfermos y necesitados la luz de su heroica y valiente caridad. Benedicto XIV lo canonizó en 1746 y León XIII, en 1886, lo declaró patrón de los enfermos y de los hospitales, junto con San Juan de Dios.
Hna. María Teresa MacIsaac, EP – Revista Heraldos No 132
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