San Cesidio

Publicado el 06/30/2015

 

Mártir de la Eucaristía

 

Al partir a China su corazón ardía por evangelizar. No se imaginaba que su vocación era conquistar almas con la efusión de su sangre y no con la obra misionera.

 


 

Abrió los ojos a esta vida el 30 de agosto de 1873 en la ciudad italiana de Fossa, en los Abruzos. El mismo día de su nacimiento fue regenerado por las aguas del bautismo, recibiendo el nombre de Ángelo. Sus padres, Giovanni Giacomoantonio y Maria Loreta, campesinos, formaban junto a sus siete hijos una familia profundamente religiosa.

 

Ángelo se educó, así, en un ambiente de trabajo y piedad. En los intervalos de las pesadas labores del campo –cuidaba el rebaño, cargaba grandes fardos de leña y pesados cántaros de leche– se lo veía con frecuencia rezando el rosario, arrodillado ante la imagen de la Virgen Dolorosa, en cuya cofradía participaban todos los hombres de su familia. Se sentía especialmente atraído por las peregrinaciones al santuario franciscano de san Ángelo, enclavado en un macizo rocoso e impregnando de una atmósfera de misticismo y santidad, señaladamente por el hecho de haber vivido ahí, en el siglo XV, otros dos grandes hijos de san Francisco: san Bernardino y san Juan de Capistrano.

 

Vocación de misionero

 

No sorprende, pues, que cuando decidió ser religioso, a los 16 años, eligiera el Convento de San Ángelo. Fue admitido como postulante en 1889 y recibió el hábito de novicio dos años más tarde, adoptando el nombre de Cesidio. Su programa de noviciado lo resumió en tres palabras: obediencia, estudio y oración. Sus condiscípulos de seminario lo calificaron como un hombre “de genio dócil, amable con sus compañeros, piadoso y cumplidor, más amigo de oír que de hablar, admirable por su austeridad”. En 1892 hizo los votos perpetuos y recibió la ordenación sacerdotal cinco años después, el 11 de julio de 1897.

 

Notando su gran aptitud para el apostolado, los superiores lo encaminaron al convento de Capistrano, muy dedicado al ministerio de la predicación, y poco después al de San Martino dei Marsi. En este último se sintió tan fuertemente llamado por Dios a ser misionero que escribió de inmediato una carta pidiendo su traslado a alguna tierra de misión. Sin embargo, sus superiores tenían otros planes y lo enviaron a Roma para profundizar sus conocimientos de Teología. Obedeció como buen religioso, pero no dejó de rezar a la Reina de los Apóstoles para que removiera los obstáculos.

 

En el Convento de San Ángelo, donde san Cesidio hizo su noviciado, vivieron en el siglo XV dos grandes santos franciscanos: san Bernardino y san Juan de Capistrano

Su oración fue atendida muy pronto: se encontró providencialmente con Fray Luigi Sondini, que después de 32 años de trabajos en China llegaba a Italia para reclutar sacerdotes jóvenes y dispuestos a las arduas labores del misionero. En seguida se presentaron tres, entre ellos Fray Cesidio, que le explicó la necesidad de obtener el consentimiento de sus superiores. Fray Luigi la consiguió pero con dificultad, ya que el superior inmediato de Fray Cesidio, nada contento con perder a un valioso subordinado, llegó a negarle la bendición al momento de partir: “Que Dios te bendiga, yo no lo haré”.

 

Sólo dos o tres meses de misión

 

La amargura de esa inusitada despedida no quitó bríos al nuevo misionero, que embarcó hacia China en octubre de 1889. Los primeros días de 1900 llegó con sus compañeros a Heng-Tciou-Fu, donde fueron recibidos festivamente por el obispo Mons. Antonino Fantosati y una pequeña multitud de fieles.

 

Fray Cesidio sólo se quedó dos meses en dicho lugar. Era tanta la necesidad de misioneros, que incluso sin hablar bien la lengua china fue enviado por el obispo a Tong- Siong, pequeña comunidad de 500 cristianos. Su primera preocupación fue preparar los catecúmenos para la Pascua; a los pocos días, treinta adultos pidieron el Bautismo. Su ardor misionero lo reflejan estas palabras: “Poder ser una antorcha que comunica luz a los demás, luz de doctrina, luz de buenos ejemplos, luz de santidad… ¡Pobre de mí si no doy buen uso a los talentos recibidos de Dios!” Manifestaba solamente un deseo: evangelizar, conquistar almas para la Iglesia.

 

Sin embargo, la Divina Providencia le reservaba otros designios: este héroe de la fe había de conquistar almas mucho más por el derramamiento de su propia sangre que por sus dos o tres meses de actividades misioneras.

 

Prefirió salvar la Eucaristía a salvar la vida

 

Mirada bajo un ángulo religioso, la situación de China llevaba años haciéndose más y más confusa. El odio contra los extranjeros en el país venía incrementándose desde las últimas seis décadas a causa de la “Guerra del Opio” y de “tratados comerciales” impuestos a la fuerza por las así llamadas grandes potencias europeas. Aprovechando este odio, en sí mismo ajeno a la religión, los enemigos de la Iglesia consiguieron desencadenar una persecución que costó la vida de miles de cristianos tan sólo en las provincias de Shansi y Hunan. Entre éstos se cuentan varios obispos, numerosos sacerdotes y monjas, además de simples laicos europeos y chinos.

 

En el Convento de San Ángelo, donde san Cesidio hizo su noviciado, vivieron en el siglo XV dos grandes santos franciscanos: san Bernardino y san Juan de Capistrano

Primero, y por medio de calumnias, se difundió en la población un intenso sentimiento anticristiano. Se culpó a los católicos de todos los males de la época, incluso los de origen natural, como la sequía o las inundaciones. El detonante de la matanza fue un decreto de la emperatriz Tseu-Hi, el 1º de julio de 1900, que en resumidas cuentas afirmaba haber quedado atrás el tiempo de las buenas relaciones con “los misioneros europeos y sus cristianos”, que los misioneros serían expulsados y los católicos chinos obligados a apostatar bajo pena de muerte.

 

Ante la inminencia de un sangriento estallido de persecución, Fray Cesidio decidió ir a pedir orientación al obispo. Cuando llegó a la sede episcopal, Mons. Fantosati se hallaba ausente. Buscó entonces al vicario, Pbro. Quirino Hifling. Fueron interrumpidos por gritos furiosos procedentes de la calle: “¡Muerte! ¡Muerte a los europeos!” Algunos malhechores prendieron fuego a la iglesia e invadieron la casa de la misión. En un primer momento se detuvieron atemorizados ante los dos sacerdotes, y éstos aprovecharon para refugiarse en el presbiterio. Algunos cristianos chinos, en un golpe audaz, lograron salvar al P. Quirino. Pero Fray Cesidio había desaparecido…

 

Lleno de celo por la Sagrada Eucaristía, no podía tolerar su profanación. Así, utilizó los preciosos minutos en que podría haber huido para consumir todas las partículas consagradas. Ante el mismo altar fue atacado con golpes, piedras y palos. Los asesinos lo arrastraron afuera, le enrollaron una tela húmeda en petróleo y lo quemaron vivo. Del mártir sólo quedaron restos de hueso, recogidos a toda prisa por los cristianos.

 

* * *

 

La persecución prosiguió con furia satánica. Tres obispos, entre ellos Mons. Antonino Fantosati, fueron martirizados en medio de obscenidades inenarrables. Siete monjas franciscanas, Misioneras de María, murieron cantando con voz firme el “Te Deum”. No menos edificantes fueron los martirios de los sacerdotes, religiosas y laicos de etnia china, que frente a la alternativa de renegar de la fe o sufrir los peores suplicios, no vacilaron en dar testimonio de su amor a Cristo con su propia vida.

 

Todos forman parte de los 120 mártires canonizados por Juan Pablo

II el 1º de octubre de 2000.

 

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