De antesala del infierno, la isla de Molokai se transformó en el escenario de una extraordinaria historia de heroísmo. Todo comenzó cuando en sus playas desembarcó un misionero decidido a entregar su vida por las víctimas de la lepra
El azote de la lepra ha atravesado la Historia como uno de los símbolos más significativos de la desdicha, la desolación y el abandono. Pocos infortunios parecen haber representado, hasta hoy, un auge de desgracia como el provocado por esa enfermedad que los informes médicos de todos los tiempos y lugares registran con descripciones dramáticas, difíciles de ser concebidas incluso por la imaginación más fértil. Precedida por un largo y silencioso período de incubación, la lepra sólo se manifiesta cuando el mal ya se ha establecido, mediante algunos indicios que avisan de los tormentos que se acercan: insensibilidad de la piel a la temperatura y al dolor provocado por contusiones, además de manchas dispersas por todo el cuerpo.
Cuando se ofreció como voluntario para ir a Molokai, ya contaba con ocho años de experiencia evangelizadora San Damián a los 33 años, en la época en que partió hacia Molokai
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Poco a poco va avanzando: las pústulas se transforman en úlceras purulentas, los miembros afectados se entumecen y pueden llegar a caerse, y todo el cuerpo pasa a ser una llaga, de un olor nauseabundo. En la etapa más avanzada ataca los nervios o algún órgano vital, lo que debilita a las víctimas hasta causarles la muerte.
Durante miles de años, esa dolencia arremetió contra representantes de todas las clases sociales y acabó con un alto porcentaje de poblaciones, sin perspectivas de curación. Solamente en el siglo XX se descubrirían tratamientos eficaces que revertieran sus efectos y aportaran soluciones efectivas.
La "isla maldita"
El archipiélago de Hawái, fuertemente afectado por la enfermedad, fue testigo de crueles episodios en el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX. La lepra alcanzó una proliferación alarmante debido a que muchos nativos polinesios no tenían resistencia a la bacteria. Atónito ante un mal creciente que escapaba a su capacidad coercitiva, el Gobierno no encontró otra solución que la de separar a los enfermos en un lugar aislado, con el objetivo de evitar el contagio. El nombre de la isla escogida para este propósito, hoy célebre por los hechos que vamos a narrar, llegó a ser conocida en todo el mundo como sinónimo de tragedia: Molokai.
En 1866 las autoridades hawaianas comenzaron a deportar a los leprosos a la península de Kalaupapa, situada al norte de Molokai. En ese rincón de privilegiada belleza natural, separado del resto de la isla por acantilados infranqueables, se establecieron las aldeas de Kalawao y Kalaupapa, que empezaron a recibir un número cada vez mayor de leprosos procedentes de todo el archipiélago.
Después de unos años serían ochocientos, llegando a más de mil en algunas épocas. La narración de lo que sucedió allí desde entonces corresponde más a la descripción de una pesadilla que a la vida en una isla paradisíaca. Pero así es la rigurosa verdad histórica: después de una traumática detención, en la que a menudo se hacía uso de la fuerza para vencer la resistencia de los enfermos y de sus familiares, los desembarcaban en la colonia, donde vivirían en la más completa carencia material y espiritual.
"Las provisiones se agotaban en cuestión de horas, los moribundos agonizaban al aire libre, los cadáveres se quedaban sin enterrar. Ni siquiera existía un simulado orden público; era un espectáculo de libertinaje y depravación increíbles representado al sonido ininterrumpido e ignorado de los estertores de los moribundos". 1 Los habitantes antiguos recibían a los recién llegados con un siniestro saludo: "Aole kanawai ma keia wahi – Aquí no hay leyes".2 Todos los intentos de intervención gubernamental -por cierto, muy escasos- fracasaban ante la inmensidad de problemas de esos hombres debilitados, inmersos en una mezcla de rebelión, desesperación y odio.
Una sentencia de martirio
La Santa Iglesia Católica, en la persona del obispo Luis Maigret, observaba con pesar esa realidad tan contraria al espíritu del Evangelio, y se preguntaba qué hacer para revertir la situación. La existencia de tantas ovejas descarriadas lo llevó a convocar a algunos sacerdotes de Hawai para exponerles el asunto de Molokai. Tras dejar claro que no iba a exigirles el sacrificio de encerrarse allí, les mostró cómo el bien de esas almas abandonadas reclamaba una asistencia religiosa. Para su sorpresa, se presentaron voluntariamente cuatro para llevar a cabo esa terrible empresa, entre ellos un belga llamado Damián Veuster. Este misionero de 33 años era, sin ninguna duda, el más indicado para la tarea. Había nacido en la aldea flamenca de Tremelo, hijo de campesinos fervorosos que ofrecieron cuatro de sus ocho hijos al servicio de la Iglesia.
José, el benjamín, había elegido el nombre de Damián cuando ingresó en la Congregación de los Sagrados Corazones. La resolución de seguir la llamada de Dios había dejado una pizca de decepción en su padre, que le veía como su sucesor en los asuntos familiares, porque era un joven "hábil e inteligente como cuatro".3
“Nos colma de cuidados y cariño. Construye nuestras casas, y cuando alguno de nosotros cae enfermo, nos da té, galletas y azúcar, y a los pobres les da ropa” En 1888, un año antes de su muerte, acompañado por 64 niños que vivían en la colonia
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Fiel al llamamiento de la gracia, ingresó en el noviciado, realizó los estudios eclesiásticos y a los 25 años marchó a Hawái, donde fue ordenado presbítero. Cuando se ofreció como voluntario para ir a Molokai, ya contaba con ocho años de una fecunda y exitosa experiencia evangelizadora entre los nativos.
Mons. Maigret aceptó su ofrecimiento sin exteriorizar un inevitable pensamiento: esa resolución equivalía a una sentencia de martirio. Es más, admirado con este misionero cuya audacia conocía, quiso acompañarlo personalmente a la "isla maldita", donde llegaron el 10 de mayo de 1873. El celoso prelado supo encontrar las palabras adecuadas para transmitirles a los leprosos, en su lengua nativa, la noticia que cambiaría sus vidas: "Hasta ahora, hijos míos, habéis estado abandonados y sin ninguna ayuda. Pero ya no será así; os he traído a alguien que será como un padre, alguien que os ama tanto que, por el bienestar de todos y por la salvación de vuestras almas inmortales, no ha dudado en convertirse en uno de vosotros, a fin de vivir y morir aquí".4
Brilla una nueva esperanza
Así empezaba una aventura como pocas veces se ha escrito, basada en la valentía de un hombre que supo enfrentar el sufrimiento multiplicado por el sufrimiento.
Su primer acto en la isla fue la celebración de una Misa en una pequeña capilla inacabada. Dos leprosos se acercaron con timidez, asistieron al Santo Sacrificio y le pidieron a continuación que asistiera a un moribundo, que terminó expirando poco después en los brazos del sacerdote. Con el alma dilacerada ante tanta miseria, el P. Damián enseguida se dio cuenta de lo mucho que había que hacer. En primer lugar administrar los sacramentos, pero también, al mismo tiempo, subsanar la falta de agua, de alimentos, de medicinas e incluso de cementerio. Necesitó solucionar un problema aún más grave: la apatía de los leprosos, pues habían perdido las ganas de vivir. "Más que un renacimiento material, lo que la presencia del P. Damián operó en el infierno de Molokai fue la resurrección moral".5 Y el santo explica el secreto de ese resultado: "Bondad para todos, caridad para los necesitados, una mano amiga para los enfermos y los moribundos, junto con una sólida instrucción religiosa a mis oyentes: éstos fueron mis constantes recursos para introducir costumbres morales entre los leprosos".6
"Lo que aquí me sujeta es sólo Dios y la salvación de las almas"
Si queremos descubrir la fuente de su ánimo para llevar a cabo esta empresa humanamente inviable, hemos de reconocer que su extraordinario amor al prójimo lo movía a actuar así y le daba fuerzas para soportar los sufrimientos derivados de ahí. Ahora bien, este amor se dirige a Dios en primer lugar, porque, como enseña Santo Tomás de Aquino, "el amor al prójimo es meritorio solamente porque es amado por Dios".7
En un pasaje anterior el Doctor Angélico había explicado que "la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que exista en Dios. Es, por lo tanto, evidente que son de la misma especie el acto con que amamos a Dios y el acto con que amamos al prójimo".8
En uno de sus escritos, San Damián revela esta impostación interior, cuando comenta el deseo que tenía de salvar a los enfermos: "Su aspecto es horrible, pero tienen un alma rescatada al precio de la Sangre adorable de nuestro divino Redentor. También Él en su divina caridad consoló a los leprosos. Si no puedo curarlos como Él, al menos puedo consolarlos y por el santo ministerio que en su bondad me ha confiado, espero que muchos de ellos, purificados de la lepra del alma, irán a presentarse ante su tribunal de modo que puedan entrar en la comunidad de los bienaventurados".9
Es innegable que la vida solitaria en ese lugar de tormento le pesaba mucho, como él mismo reconoció: "Aunque me ofreciesen todos los tesoros de la tierra, no permanecería cinco minutos más en esta isla. Lo que aquí me sujeta es sólo Dios y la salvación de las almas".10 La virtud prevalecía sobre las inclinaciones de la naturaleza, con efectos que incluso se podían percibir en la manera de tratar a los enfermos. Son conmovedoras las palabras que un leproso dirigió al obispo en un improvisado discurso por haberles enviado al misionero: "Nos colma de cuidados y cariño. Construye nuestras casas, y cuando alguno de nosotros cae enfermo, nos da té, galletas y azúcar, y a los pobres les da ropa".11
Una colonia completamente renovada
Con el tiempo, la actividad apostólica de este incansable hombre de Dios en Molokai alcanzó tales resultados que despertaron la admiración en todo el mundo. Prácticamente sin ayuda de nadie atendió a 3.137 leprosos, de los cuales 2.312 fallecieron y fueron enterrados por él. Antes de recibir cualquier ayuda, construyó 300 cabañas e hizo 2.000 ataúdes con sus propias manos. Después de once años de actividad, la colonia estaba completamente renovada. Durante todo este tiempo, el santo mantenía su atención totalmente centrada en las necesidades de sus queridos enfermos y según iba adquiriendo experiencia en el seguimiento de la enfermedad, parecía vislumbrar la llegada de medicamentos eficaces contra ella. "El P. Damián no se había desanimado a propósito del descubrimiento de la curación de la lepra.
‘Pero, que yo sepa, no se ha encontrado todavía', dijo. ‘Quizá, en un futuro próximo, mediante la incansable perseverancia de los médicos, se puede lograr la curación'".12
De hecho, casi cincuenta años después de su muerte la ciencia encontró los medios para detener la acción del bacilo Mycobacterium lepræ, descubierto por el noruego Gerhard Hansen, contemporáneo del P. Damián.
Sin embargo, una cosa era previsible: tarde o temprano el misionero también sería atacado por la enfermedad, aunque todos los habitantes de la "isla maldita" intentaran alejar tal pensamiento.
"Nosotros, los leprosos"
Una tarde, tras una larga jornada de apostolado, quiso darle un descanso a sus pies con un baño de agua caliente. Cuando los introduce en la palangana, le parece que el agua está fría y no nota que está casi hirviendo… Era un claro indicio de que había contraído la lepra. En la homilía del domingo siguiente, se dirigía así a los fieles para darles la noticia: "Nuestra patria verdadera es el Cielo, adonde nosotros, los leprosos, estamos seguros de ir muy en breve (…). Allí no habrá más lepra ni fealdades, sino que seremos transfigurados". 13 La temida enfermedad, que en cualquiera hubiera causado aflicción y quizá desesperación, en este ministro de Dios obró "una profunda transformación. Sin dejar de lado sus actividades, respondió a los avances de la lepra con mayor profundidad espiritual".14
A lo largo de cinco años fue caminando hacia su calvario con dulzura y mansedumbre San Damián en 1888, un año antes de su muerte
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A lo largo de cinco años fue caminando hacia su calvario con dulzura y mansedumbre, tan sólo le imploraba a Dios que no le dejase morir antes de que estuviera asegurada la continuidad de la asistencia a los leprosos. Y su plegaria fue escuchada: "Como si un cuento de hadas se tratase, los últimos días de Damián se iluminaron de repente. Las nubes de la desesperación y la soledad que desde hacía siglos pesaban sobre la lepra empezaron a disiparse y el mundo por fin se dio cuenta de la existencia y las necesidades de los leprosos. Era como si todos los sueños de este sacerdote solitario hubieran recibido una confirmación explícita por parte de la Providencia: junto con los que le iba a suceder también comenzaron a llegar donaciones y mensajes de solidaridad de todo el mundo".15
En la madrugada del 15 de abril de 1889, un Lunes Santo, entregó su alma a Dios serenamente. Desconsolados, los leprosos fueron a cantarle sus canciones y despedirse de ese sacerdote tan amado, al que tanto le debían. Al mismo tiempo, reinaba una paz enorme en el funeral, porque todos sabían que Kamiano fue a celebrar la Pascua con su adorado Salvador, como lo había deseado, y les estaría esperando en el Cielo.
La donación de sí mismo llevada a um límite inimaginable
El caso de San Damián no es el único, pues no faltan en la Iglesia mártires de la caridad movidos por disposiciones tan loables como las suyas. Sin embargo, el número de adversidades que junto con la lepra habían recaído sobre sus hombros como una cruz de proporciones descomunales, despierta una estima muy especial.
Llevar la donación de sí mismo a este límite inimaginable, impulsado únicamente por el amor a Cristo y a las almas, demuestra la sinceridad de su deseo de servir a Dios y a la Santa Iglesia y despierta en los demás, incluso en los no católicos, sentimientos de intensa admiración. Un pastor anglicano, cuando le envió un donativo considerable recaudado por él para las necesidades de los leprosos de Molokai, le escribió: "El ejemplo de usted es más a propósito para proporcionar conversiones a su propia Iglesia que cuantos sermones he oído en mi vida".16
En el 2009 el Papa Benedicto XVI inscribió su nombre en el Catálogo de los Santos. Esta canonización fue motivo de gozo para todos los que en alguna ocasión tuvieron contacto con su historia y esperaban que le fuese dada esa corona. Aunque no hayamos sido llamados a cuidar de las víctimas de la lepra, su ejemplo nos anima a cada uno de nosotros a ser más generosos en el cumplimiento de nuestra respectiva vocación, a comprender que "a Dios le debemos dar todo, absolutamente todo, y después de haberlo dado todo todavía debemos dar nuestra propia vida".17
1 FARROW, John. Damião, o leproso. São Paulo: Quadrante, 1995, p. 82.
2 CLIFFORD, Edward. Father Damien and others. London: Church Army, [s.d.], pp. 30-31.
3 GONZÁLEZ CHÁVES, Alberto José. Beato Damián José de Veuster. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2003, v. IV, p. 312.
4 FARROW, op. cit., p. 92.
5 DANIEL-ROPS, Henri. A Igreja das Revoluções. Um combate por Deus. São Paulo: Quadrante, 2006, v. IX, p. 512.
6 CLIFFORD, op. cit., p. 29.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 27, a. 8, Sed contra.
8 Ídem, q .25, a. 1.
9 SAN DAMIÁN DE VEUSTER, apud GONZÁLEZ CHÁVES, op. cit., p. 316.
10 Ídem, p. 319.
11 FARROW, op. cit., p. 135.
12 CLIFFORD, op. cit., p. 30.
13 SAN DAMIÁN DE VEUSTER, apud GONZÁLEZ CHÁVES, op. cit., p. 321.
14 DELVILLE, Jean-Pierre. Damiano De Veuster. In: LEONARDI, Claudio; RICCARDI, Andrea; ZARRI, Gabriella (Dir.). Il grande libro dei santi. Dizionario Enciclopedico. Torino: San Paolo, 1998, v. I, p. 514.
15 FARROW, op. cit., pp. 173-174.
16 GONZÁLEZ CHÁVES, op. cit., p. 322.
17 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Via-Sacra. IX Estação. 2.ª ed. São Paulo: Copypress, 2006, p. 34.