El Paráclito no sólo hablaba por su boca, sino que cantaba con sonidos armoniosos a través de su laringe, haciendo que vibrara la gracia en las almas que escuchaban sus himnos
Siglo IV: el cristianismo emerge de las catacumbas, santos ilustres marcan la Historia; no obstante, las herejías también irrumpen con fuerza y dinamismo en Oriente, en su vano intento de cubrir a la Santa Iglesia con su tenebrosa sombra.
En ese contexto histórico nace en Nísibe, escenario de continuas batallas entre persas y romanos, una luz destinada a brillar con especial fulgor en el firmamento de la Iglesia: Efrén el Sirio, diácono y doctor de la Iglesia.
Discípulo de un obispo y santo
Existen pocos datos seguros acerca de su infancia. Según algunos de sus biógrafos, su madre era cristiana, pero su padre, sacerdote pagano, le prohibió que educara a su hijo de acuerdo con las leyes del Evangelio. Pero al no poder evitar que en el alma del niño floreciera una honda inclinación hacia el cristianismo, lo expulsó de casa.
Entonces Efrén acudió al obispo, Santiago, que lo acogió como a un hijo: le dio una profunda formación catequética y le administró el santo Bautismo. Al percibir gozosamente cómo el joven se destacaba por su inteligencia y sabiduría, le concedió a los 18 años la ordenación diaconal.
Poco después, entre mayo y junio del 325 tuvo lugar el primer Concilio de Nicea, marco histórico en la lucha contra las insidiosas doctrinas de Arrio. Se sabe que Santiago participó en él y se cree que el joven diácono también compareció como secretario del santo obispo.
Concluida la asamblea, Efrén empezó a dar clases en la escuela teológica abierta en Nísibe, como medio de combatir las herejías que proliferaban por sus calles y plazas. Se dedicó de cuerpo y alma a esa tarea con tanto empeño que en poco tiempo logró llevar a un elevado grado de formación el nivel de sus alumnos. Con gran perspicacia y sabiduría, libró una batalla sin tregua en la defensa de la fe, cuyo resultado no se hizo esperar: muchas almas regresaron al camino de la salvación.
Los tres asedios de Nísibe
Mientras la fama de santidad de Efrén iba en aumento, así como la admiración de sus conciudadanos, el rey persa Sapor II, enemigo acérrimo de la cruz de Cristo, ansiaba conquistarle la ciudad a los romanos. Intentó asediarla tres veces y en las tres ocasiones fue repelido por los cristianos.
Fue en esa época cuando Efrén compuso las conocidas Carmina Nisibena —Canciones de Nísibe—, en las que “canta en términos y figuras bíblicas las gestas y las peripecias ocurridas en la ciudad de Nísibe para defender su fe católica y no caer bajo el dominio de los paganos de Persia”.1
Se cuenta que durante uno de esos asedios la población vio al diácono Efrén subiendo a las murallas de la ciudad y una vez allí trazó con mucha determinación una gran señal de la cruz con la que maldijo a las milicias del monarca invasor. Enseguida, como guiadas por una mano invisible, nubes de moscas y otros insectos cayeron sobre el ejército enemigo: entraron en las trompas de los elefantes, en las orejas y los ollares de las caballerías y de las bestias de carga provocando un enorme alboroto que obligó la retirada de las tropas.
Sin embargo, lo que los arrogantes empeños militares de los persas no pudieron conseguir, unos años más tarde el emperador Joviano se lo entregó sin esfuerzo como parte del precio de un tratado de paz… Forzados a elegir entre el destierro, la esclavitud o la muerte en manos de los paganos, los cristianos se vieron obligados a marcharse de su tierra.
Teología y poesía se unen
Efrén se fue hacia Edesa y se instaló en una gruta abierta en un acantilado de los alrededores, decidido a dedicarse por entero a la contemplación y la ascesis. En ese privilegiado lugar escribió la mayor parte de sus obras, todas revestidas de gran riqueza teológica y adornadas con una peculiaridad: la poesía.
Efrén acudió a su obispo, que lo acogió como a un hijo y le administró el Bautismo Iglesia y tumba del obispo Santiago en Nísibe, actual Nusaybin (Turquía)
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Lo específico del trabajo de San Efrén, subraya Benedicto XVI en una audiencia general, “consiste en que unió teología y poesía. Al acercarnos a su doctrina, desde el inicio debemos poner de relieve que hace teología de forma poética. La poesía le permite profundizar en la reflexión teológica a través de paradojas e imágenes”.2
No tardó mucho tiempo para que los eclesiásticos de Edesa se percataran de la sabiduría y santidad fuera de lo común de aquel ermitaño y enseguida le invitaron a que estructuramura una incipiente escuela teológica en esa ciudad. Al ver la devastación que causaban en sus habitantes las sectas heréticas, el santo asceta aceptó.
Empezaba así una nueva etapa de su apostolado. En poco tiempo reunió a su alrededor a numerosos discípulos, a los que se empeñó en darles una sólida formación. En una carta dirigida a uno de ellos, le aconsejaba: “Hijo mío, arráigate en la humildad y harás que las virtudes de Dios te acompañen. […] No hay medida para la belleza del hombre que es humilde. No hay pasión, cualquiera que sea, capaz de acercársele al hombre que es humilde, y no hay medida para su belleza”.3
Citarista del Espíritu Santo y bardo de María
No fue nada fácil la lucha del santo diácono contra las herejías y los resultados iniciales eran escasos. Prosiguió, no obstante, sin desanimarse e, inspirado por el Espíritu Santo, encontró un medio eficaz para propagar la buena doctrina en la disputa contra los herejes: a través de la liturgia. No sin razón, porque, como enseña el Papa Pío XI, “para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio”.4
Esas festividades nacieron y fueron instituidas “en el transcurso de los siglos conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad”.5
Lleno de elocuencia, sabiduría y santidad, compuso poesías y canciones, impregnadas de belleza, de riqueza doctrinaria y de unción sobrenatural, para que se cantaran en las asambleas. Para ello reunió a un grupo de vírgenes cristianas, favorecidas con especiales dotes musicales, y les enseñó a declamar los poemas y a cantar los himnos que él había compuesto. Muy pronto esas poesías y canciones resonaban melodiosamente en toda la ciudad. La gente las memorizaba con mucha facilidad a causa de la genialidad de las composiciones.
De ese modo, se difundió por todos los rincones de Edesa el perfume de las enseñanzas evangélicas. Sus versos —a pesar de sencillos y accesibles al pueblo, hechos para que se cantaran en medio de todos— tenían tanto encanto, hermosura y densidad de doctrina que San Efrén pasó a la historia de la Iglesia con el título de la cítara del Espíritu Santo. Se diría, comenta Plinio Corrêa de Oliveira, “que el Espíritu Santo no sólo hablaba por su boca, sino que cantaba por los sonidos armoniosos de su laringe y hacía que la gracia vibrara en las almas, al diapasón de la cítara con que cantaba”.6
Esos magníficos dones poéticos y musicales se dirigían muchas veces hacia una luminosa estrella que brillaba con especial fulgor en la mente y en el corazón de Efrén: María Santísima. Tenía por Ella una devoción profunda y tierna que lo acompañaba a cada paso. En honor a la Virgen Madre compuso un incontable número de oraciones y de melodías, las cuales proclamaban ya en aquellos remotos tiempos glorias y privilegios de María que el magisterio infalible de la Iglesia más tarde vendría a definir.
El encuentro de dos grandes santos
A la par de San Efrén, brillaban en esa época otros tres grandes astros de la historia de la Iglesia, denominados Padres Capadocios: San Basilio Magno, San Gregorio de Nisa y San Gregorio Nacianceno. Tres obispos que, al igual que el diácono de Edesa, dedicaron su vida a defender de los errores de las herejías el rebaño confiado a su custodia.
Los ecos de la fama de santidad de uno de ellos, San Basilio, llegaron a Efrén, que emprendió un largo viaje a Cesarea de Capadocia para conocerlo personalmente. Y el santo obispo, a su vez, se llenó de entusiasmo al ver la fulgurante santidad de su visitante. De este encuentro surgió una estrecha amistad que unió para siempre a esos dos varones de Dios.
San Efrén sacó bastante provecho espiritual de esa estancia junto a San Basilio, y regresó a Edesa con mucha gratitud hacia la Divina Providencia, por haberle concedido tamaña gracia. En varias ocasiones quiso Basilio conferir al diácono la ordenación sacerdotal, incluso elevarlo a la dignidad episcopal, pero sin éxito alguno, porque se consideraba indigno de tan alto ministerio.
Un esplendor de santidad que se irradió por todo el mundo
En torno al año 378, Dios envió a Efrén una última prueba, destinada a coronar de modo magnífico su existencia de incansable lucha a favor de la Santa Iglesia. Edesa fue asolada por una terrible peste, que llevó a la eternidad a muchos de sus habitantes y dejó a numerosos otros postrados en el lecho de dolor. Tales circunstancias abrieron para el santo diácono un nuevo campo de batalla, en el que se consagraría de manera generosa a Cristo: la asistencia a los enfermos.
Quien hasta entonces había hecho mucho por las almas empezaba a ocuparse ahora también de los elecuerpos. Se entregó con admirable denuedo a la ruda tarea de socorrer a aquellos infelices. Los atendía en sus necesidades, los animaba en sus sufrimientos, los confortaba en sus angustias. Infatigable en tan caritativa labor, cierta mañana, sintió en sí mismo los síntomas de la peste. Era la voz del Señor que desde su interior lo estaba llamando para que recibiera la recompensa en el Cielo, que “será muy grande” (cf. Gn 15, 1).
Fue, en palabras de San Juan Crisóstomo, “azote del perezoso y consuelo del afligido” San Efrén – Mosaico del monasterio de Néa Moní , Quios (Grecia)
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Transidos de dolor, sus discípulos lo asistieron durante su enfermedad. Ya en el umbral de la muerte el santo maestro daba aún una última lección. Les pide que en lugar de honores funerarios, le fuese ofrecido algo mucho más valioso: las santas oraciones, el suave perfume del incienso espiritual que se eleva a Dios a favor de su alma, el mayor bien que se le puede hacer a quien se presenta ante el juicio divino.
Así coronó Efrén una vida marcada por la entrega completa en favor de la verdadera doctrina, de la salvación de las almas, en fin, de la glorificación de la Santa Iglesia Católica. Fue, en palabras de San Juan Crisóstomo, “azote del perezoso, consuelo del afligido, educador, instructor y exhortador de la juventud, espejo de monjes, guía de penitentes, aguijón para los herejes, reservorio de virtudes, y hogar y alojamiento del Espíritu Santo”.7
Por eso, el esplendor de su santidad se irradió muy pronto por todo el mundo. De hecho, afirma San Gregorio de Nisa, “es conocido en casi todo lugar en el que brilla el sol”.
1 BREYDY, Miguel. San Efrén Siro. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2004, v. VI, p. 212.
2 BENEDICTO XVI. San Efrén el sirio. Audiencia general, 28/11/2007.
3 SAN EFRÉN DE SIRIA. Epístola a un discípulo. In: Congregación para el Clero: http://www.clerus.org.
4 PÍO XI. Quas primas, n.º 20.
5 Ídem, n.º 21.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 6/11/1972.
7 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Orat. de consumm. sæc., apud Benedicto XV. Principi Apostolorum Petro.
8 SAN GREGORIO DE NISA. Vita S. Ephrem, apud Benedicto XV, op. cit.