SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR – El niño al que Jesús miró…

Publicado el 12/26/2016

En dos ocasiones, el Señor puso a un niño como ejemplo para sus discípulos, enalteciendo el valor de la inocencia. Esteban, el primer mártir de la Iglesia, tuvo el inconmensurable privilegio de ser uno de ellos.

 


 

El leer las vibrantes páginas de los Evangelios, sentimos la invitación a dejar de lado las cosas comunes de la vida diaria para ser transportados a páramos más elevados, de los que parece emerger, suave y majestuosamente, la fi gura de Jesús.

 

“El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mc 9, 37)

(fresco del carmelo de Lisieux, Francia)

Podemos imaginar entonces esa sagrada silueta iluminada por los últimos rayos de una puesta de sol, caminando por los polvorientos caminos de Galilea, o acariciando con su sombra bienhechora las frescas riberas del lago de Tiberíades.

 

En todas sus actitudes, en sus nobles gestos y en sus palabras embebidas de seriedad, el Divino Maestro traslucía su insuperable amor a las criaturas. Con divino afán, su mirada dulce y atrayente buscaba almas dóciles a sus consejos, que quisieran sujetarse al suave imperio de su yugo. ¡Qué alegría la de aquel Corazón amoroso cuando, en las ruidosas muchedumbres que lo seguían, se deparaba con algún corazón puro e inocente, totalmente accesible y consonante con el suyo!

 

“Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel

que me ha enviado»” (Mc 9, 36-37).

 

Escena admirable: ¡la Inocencia increada se inclina con agrado sobre la inocencia creada! ¡Oh feliz pequeño, cuyo candor atrajo la mirada del Salvador!

 

“Lleno de gracia y de poder, realizaba entre el

pueblo grandes prodigios y señales” (Hch 6, 8)

¿Quién era ese niño? ¿Se conoce su nombre? ¿Se sabe algo de su destino?

 

“Hombre lleno de fe y del Espíritu Santo”

 

Una piadosa tradición multisecular nos cuenta que se trataba de Esteban. Desde temprano recibió una esmerada educación en la escuela de Gamaliel, famoso doctor de la ley. En poco tiempo, gracias a su inteligencia y aplicación, Esteban se hizo un entendido en las Sagradas Escrituras. Según san Agustín, cuando oyó la predicación de Pedro un rayo de la gracia tocó su corazón y el joven decidió adoptar la fe cristiana con gran entusiasmo. De un comienzo se destacó por su celo y virtud, tanto que Lucas lo describe en los Hechos de los Apóstoles como “hombre lleno de fe y del Espíritu Santo” (Hch 6, 5).

 

La predicación incesante de los apóstoles luego de Pentecostés hacia crecer día tras día la multitud de los fieles que creían en el Señor; pero un grave problema surgió en esos días: los cristianos griegos se quejaban de que sus viudas eran postergadas en la distribución diaria de ayudas. Los Doce, necesitados de una exclusiva dedicación a la oración y al ministerio de la palabra, decidieron encargar ese oficio a “siete hombres, de buena fama” (Hch 6, 3), y Esteban estaba entre los elegidos. Inmediatamente se entregó al servicio de los hermanos.

 

Rostro semejante a un ángel

 

“Le prendieron y le condujeron

al sanedrín” (Hch 6, 12)

Todo le parecía poco al ardoroso ímpetu de ese joven que “lleno de gracia y de poder, realizaba entre el pueblo grandes prodigios y señales” (Hch 6, 8). En medio de las arduas labores, recobraba el aliento al evocar esa mirada afable y serena de Jesús, cuando años atrás había acariciado sus cabellos infantiles. Y en lo más íntimo de su ser abrigaba el sueño de poder mezclar un día su propia sangre con aquella otra, Preciosísima, que fue derramada hasta la última gota en lo alto del Calvario.

 

Los enemigos de Cristo no podían soportar mucho tiempo la presencia del intrépido joven que les recordaba pública y continuamente la imagen del Crucificado. Deseosos de reducir al silencio al predicador inoportuno, “se pusieron a disputar con Esteban; pero no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (Hch 6, 9-10). Enfurecidos de su propia impotencia, “le prendieron y le condujeron al sanedrín” (Hch 6, 12). Pero Esteban no se acobardó: calmo y sereno, enfrentó al populacho amotinado y las falsas acusaciones de testigos sobornados, que le imputaban el crimen de blasfemar contra Moisés y contra Dios. La alegría de poder ofrecer su vida por el Señor impregnaba su alma y se reflejaba exteriormente, de modo que “fijando en él la mirada todos los que estaban sentados en el sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel” (Hch 6, 15).

 

“Se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él”

 

Esteban, interrogado por el Sumo Sacerdote, respondió con un largo y apasionado discurso, en que manifestó su filial respeto y veneración por los antiguos patriarcas, encomió la piedad de Abrahán, la paciencia de José y las grandiosas proezas de Moisés; y mostró cuán injustas e infundadas eran las acusaciones en su contra. Después, inflamado por una santa osadía, exclamó: “¡Hombres duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, a quien vosotros acabáis de traicionar y asesinar; vosotros, que recibisteis la Ley por mediación de ángeles y no la habéis guardado.” (Hch 7, 51-53).

 

El valiente diácono no pudo concluir su inspirado testimonio. Esas palabras eran demasiado ciertas como para ser soportadas por los enemigos de la fe, que “se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él” (Hch 7, 54). Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, permanecía de pie al medio de aquella hostil asamblea. Los insultos no significaban nada para él; o bien, eso sí, eran un estímulo para creer en los coros angélicos que, tras la muralla de las realidades aparentes de esta vida, lo esperaban con una palma y una corona. Elevando los ojos al cielo, vio aparecer al propio Jesús refulgente de gloria, sosteniéndolo con su divina mirada en ese instante supremo. Y llenándose de gozo, exclamó: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie, a la diestra de Dios” (Hch 7, 56).

 

A estas palabras, los miembros del sanedrín se rasgaron las vestiduras y se taparon los oídos, mientras pedían a gritos la muerte del “blasfemo”. Una turba rugiente y sedienta de venganza rodeó a Esteban y lo arrastró violentamente fuera de la ciudad, donde comenzó a apedrearlo. En medio de horribles sufrimientos, el atleta de Cristo oraba así: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hch 7, 59). Ni siquiera una escena tan sublime pudo conmover a algunos de esos corazones endurecidos; ciegos de odio, siguieron arrojando enormes piedras sobre la inocente víctima.

 

“Señor, no les tengas en cuenta este pecado…

Y dicho esto, expiró” (Hch 7, 60)

Esteban, puesto de rodillas, paseó por última vez su mirada sobre la horda criminal. Su visión, ya nublada por la inminencia de la muerte, se detuvo algunos instantes en un joven de Tarso que guardaba los mantos de los apedreadores. Saulo, el fanático adepto de los fariseos, el adversario irreconciliable de Jesucristo, se sintió perturbado con la insistencia de esos ojos que se le clavaban con gesto severo y compasivo. Luego, el angelical diácono exclamó en alta voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado… Y dicho esto, expiró” (Hch 7, 60).

 

En la derrota aparente, la victoria suprema

 

Todo se había consumado. El primer mártir acababa de regar con su propia sangre la semilla de santidad que una cálida tarde de verano el Hombre Dios había puesto en su corazón infantil. El grano de trigo yacía por tierra, muerto bajo los golpes de un odio brutal e injusto. Los labios del joven predicador no se abrirían de nuevo para bautizar ni para servir; su noble presencia, insufrible para los malos y dulce para los buenos, no se sentiría otra vez; todo se reducía ahora a un pobre cuerpo ensangrentado, sin vida.

 

No obstante, los enemigos no festejaron con alegría su victoria homicida. Ante la demostración de fe y de nobleza que habían presenciado, la asistencia se retiró pesarosa y frustrada, escapando del trágico espectáculo que incomodaba su conciencia.

 

¡Esteban, el derrotado, había vencido! Su testimonio de fe alentaría a los cristianos hasta el fin de los tiempos, y su generoso holocausto no tardaría en fructificar en el alma del infame joven que aprobó su muerte, pues de Saulo brotaría Pablo, el infatigable Apóstol de los Gentiles, gracias al sacrificio y las oraciones del primer mártir. El mismo niño al que Jesús había mirado.

 

 

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