San Francisco Javier

Publicado el 12/02/2013

San Francisco Javier

Misionero como ninguno, realizador de los más espectaculares milagros para convertir pueblos enteros a Jesucristo, Francisco Javier imitó al Divino Maestro hasta el final.

 


 

Soplaba con persistencia el frío viento del norte y las olas del océano rompían cada vez más violentas en esa playa que parecía desierta. El cielo cubierto de nubes grises se oscurecía rápidamente, presagiando una larga y tormentosa noche.

 

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No muy lejos de la orilla se levantaba una mísera cabaña, hecha con algunas planchas de madera carcomida, cuya cubierta de paja seca era agitada por el aire gélido. En su interior, un hombre agonizaba tendido en una estera. Su cuerpo extenuado se consumía en los ardores de la fiebre, pero su mirada profunda y viva revelaba un espíritu de fuego, reflejaba la eternida… Moría el Apóstol de Oriente, Francisco Javier.

 

Inicio promisorio

 

El 6 de mayo de 1542, luego de un azaroso viaje de trece meses, hacía puerto en la remota y legendaria India el hijo predilecto de san Ignacio de Loyola. Las puertas de Asia se abrían frente a ese sacerdote de tan sólo 35 años de edad.

 

Su primer campo de operaciones fue la ciudad de Goa, principal colonia portuguesa en Oriente, donde los europeos, olvidados de su misión civilizadora, se dedicaban a un lucrativo comercio y se dejaban arrastrar por la sensualidad y los vicios del mundo pagano.

 

En pocas semanas la ciudad pudo sentir los benéficos efectos de la acción de presencia, los sermones y el activo celo del nuevo misionero:“Tantos eran los que venían a confesarse que, si me dividieran en diez partes, cada una debería atender confesiones”, escribió en septiembre de 1542 a los jesuitas de Roma.

 

 

En un mes bauticé a más de diez mil personas

 

Después de pasar algunos meses en esa ciudad, marchó Francisco a tierras todavía más distantes. Recorrió toda la costa sur de la península india. A partir de entonces, su vida se convirtió en un ininterrumpido peregrinaje por tierras, mares e islas lejanas, ensanchando sin cesar las fronteras del Reino de Jesús. En carta de enero de 1544 dijo a sus hermanos de vocación: “Tanta es la multitud de los que se convierten a la fe de Cristo en esta tierra por donde camino, que muchas veces ocurre que se me cansan los brazos de tanto bautizar […]. Hay días en que bautizo a todo un poblado“.

 

Un año después relata nuevas maravillas realizadas por Dios en esos parajes: “Noticias de estas partes de la India: les hago saber que Dios nuestro Señor movió a muchos, en un reino en el cual estoy, para hacerse cristianos, de modo que en un mes bauticé a más de diez mil personas. […] Después de bautizarlos, mando derrumbar las casas donde tenían sus ídolos y ordeno que rompan las imágenes de los ídolos en pequeñas partes. Acabado de hacer esto en un lugar, me dirijo a otro, y de este modo voy de lugar en lugar haciendo cristianos”.

 

 

En el Imperio del Sol Naciente

 

Así, infladas las velas de su alma por el soplo del Espíritu Santo, con heroica generosidad Francisco Javier hizo de su existencia un continuo “fiat mihi secundum verbum tuum”, arrojándose siempre de osadía en osadía a la conquista de más almas, para la mayor gloria de Dios.

 

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 Luego de recorrer el Lejano Oriente por diez años, san Francisco Javier murió frente a las puertas de China. Ruta de los viajes de San Francisco Javier

Cierto día, estando en la ciudad de Malaca, le presentaron un hombre de ojos rasgados y mirada inteligente, que había recorrido centenares de leguas con el único propósito de encontrar al célebre y venerable occidental que perdonaba los pecados… Su nombre era Hashiro y su tierra natal, Japón.

 

Inmediatamente vislumbró Francisco la riqueza que significaría para la Iglesia si el pueblo representado en ese intrépido neófito fuera santificado por las aguas del Bautismo. Escribió entonces a su fundador en enero de 1549: “No dejaría yo de ir al Japón por lo mucho que he sentido al interior de mi alma, aunque poseyera la certeza de que debería pasar los mayores peligros de mi vida, porque tengo gran esperanza en Dios nuestro Señor de que en esas tierras ha de crecer mucho nuestra santa fe. No podría describir cuánto consuelo interior siento en hacer este viaje al Japón”.

 

Francisco, luchando contra adversidades de todo orden, pasó más de dos años en el remotísimo Imperio del Sol Naciente, fundando iglesias, anunciando la verdadera fe a príncipes y nobles, a pobres campesinos e inocentes niños. En carta de noviembre del mismo año, declaró a sus hermanos residentes en Roma: “Por la experiencia que tenemos de Japón, les hago saber que su pueblo es el mejor de los descubiertos hasta ahora”.

 

No obstante, con el objetivo de conseguir más misioneros para esa prometedora tierra, se fue de vuelta a India, dejando en Japón, que no lo vería más, una robusta y floreciente cristiandad.

 

 

¡Siempre más!

 

Luego de recorrer el Lejano Oriente en todas direcciones durante diez años, y habiendo levantado la Cruz en el archipiélago nipón, el corazón de Francisco, insaciable de gloria para Dios, se lanzó a la conquista de nuevos pueblos para su Rey y Señor: en adelante, su gran meta sería China. Por la importancia del imperio chino, por su incalculable población y, sobre todo, por su prestigio y riqueza cultural, comprendió que, si hacía correr las aguas bautismales en él, toda el Asia se postraría a los pies del Divino Redentor.

 

En enero de 1552 le escribió a su padre, Ignacio de Loyola: “Este año espero ir a China, por el gran servicio a nuestro Dios que allá podrá obtenerse”. Y refiriéndose a esa nación, aquel mismo año comunicó a sus hermanos de vocación los anhelos y esperanzas de su alma de misionero: “Vivimos con mucha esperanza en que, si Dios nos diera diez años más de vida, veremos grandes cosas en estas regiones. Por los méritos infinitos de la Muerte y Pasión de Dios nuestro Señor, espero que Él me dará la gracia de hacer este viaje a China”.

 

 

El último viaje

 

Habiendo regresado de Japón, poco tiempo se detuvo el Padre Francisco en India; sólo lo suficiente para atender las necesidades de la Compañía de Jesús en esas tierras y preparar el ansiado viaje a China.

 

Un dedicado amigo del infatigable misionero, llamado Diogo Pereira, aplicó toda su fortuna fletando un navío, cargándolo de espléndidos regalos para el emperador de China y adquiriendo magníficos paramentos de seda y de damasco, junto a toda clase de ricos ornamentos para celebrar la misa con gran pompa, y así dar a los chinos una noción de la grandeza de la verdadera religión que iba a serles anunciada.

 

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 Rostro de san Francisco pintado en vida (Iglesia del Gesù, Roma)

Antes de viajar, el santo escribió al rey de Portugal, en abril de 1552: “Parto de aquí a cinco días a Malaca, que es el camino a China, para ir desde allá, en compañía de Diogo Pereira, a la corte del emperador de China. Llevamos ricos obsequios comprados por Diogo Pereira.

 

Y de parte de Su Alteza llevo uno que nunca fue enviado por ningún rey ni señor a ese emperador: la Ley verdadera de Jesucristo nuestro Redentor y Señor”. Así, el 17 de abril de 1552 se embarcó en la nave Santa Cruz para conquistar el imperio de sus sueños.

 

 

Desamparado de todo humano favor

 

Sin embargo, a los pocos días de navegación se desencadenó una terrible tempestad. La tripulación del navío, espantada con la violencia de los elementos y habiendo perdido toda esperanza de salvación, pedía a grandes voces el sacramento de la Penitencia. Francisco Javier, imperturbable, se re cogió en profunda oración; e inmediatamente –como otrora las aguas del Lago de Genezaret se calmaron ante la voz del Divino Salvador– el viento dejó de soplar y las olas se hicieron suaves y tranquilas, por la fe y las plegarias de ese humilde conquistador de imperios.

 

Pero a partir de ese momento, los infiernos no cesaron de poner obstáculos y de contrariar el viaje. “Ten- por cierto y no duden que de modo alguno quiere el demonio que los de la Compañía de Jesús entren a China”, escribió en noviembre de 1552 a los padres Francisco Pérez y Gaspar Barzeo.

 

Llegando a la ciudad de Malaca, última escala antes de ingresar en aguas chinas, inesperadamente el capitán portugués de dicho puerto – que, por si fuera poco, debía su cargo a los buenos oficios y recomendaciones de Francisco– impidió la continuación del viaje, alegando ser el único al que cabía comandar una expedición a China…

 

Habiendo sido inútiles todas las súplicas y ruegos, Francisco Javier empleó un último recurso: presentó la bula papal que lo nombraba legado pontificio, la que hasta entonces nunca había utilizado, y exigió la plena libertad de viajar a China en nombre del Papa y del Rey de Portugal.

 

Además, anunció al obstinado capitán que caería en excomunión si acaso seguía impidiendo la partida del navío. Pero también eso fue inútil; la ambición y la codicia de aquel infeliz lo llevaron al extremo de insultar y maltratar al peregrino de la gloria de Dios.

 

Finalmente, luego de varias semanas de retraso, la nave Santa Cruz pudo surcar las aguas en dirección a China, pero bajo el comando de hombres nominados por el capitán portugués, el mismo que murió poco tiempo después, excomulgado y corroído por la lepra.

 

Con el corazón partido, Francisco reveló al P. Gaspar Barzeo en julio de 1552: “No podríais creer cuán perseguido fui en Malaca. Voy hacia las islas de Cantón, en el imperio de China, desamparado de todo humano favor”.

 

 

A la espera del barco, mirando sin cesar hacia la meta

 

La inhóspita isla de Shangchuan (que los ibéricos llamaban Sancião o Sancián), a 180 kilómetros de la ciudad de Cantón, recibía la visita habitual de las naves europeas, en busca del comercio con los chinos. Ahí desembarcó el santo misionero en octubre de 1552.

 

Los portugueses se afanaron buscando entre los numerosos mercaderes chinos, a alguno que se dispusiera a llevar a Francisco hasta Cantón. Pero todos se excusaban; estaba prohibido por las leyes imperiales, y los transgresores se exponían a perder todos sus haberes e incluso la propia vida. Pero finalmente uno de ellos, decidido a correr el riesgo, accedió a transportar a Francisco en una pequeña embarcación, a cambio del pago de 200 cruzados.

 

“Los peligros que corremos en esta empresa son dos, según la gente de la tierra: el primero es que el hombre que nos lleve, luego de recibir los doscientos cruzados, nos abandone en una isla desierta o nos arroje al mar; el segundo, que al llegar a Cantón el gobernador nos envíe al suplicio o al cautiverio”, escribió Javier al P. Francisco Pérez.

 

Tales peligros, sin embargo, no eran algo que temiera el infatigable apóstol, seguro como estaba de que “sin el permiso de Dios, los demonios y sus secuaces nada pueden contra nosotros”.

 

En la sola compañía de dos auxiliares, un indio y un chino, se quedó en la Isla de Shangchuan aguardando el regreso del comerciante, que se había comprometido a transportarlo. Celebraba diariamente ahí el santo sacrificio del altar, mirando sin cesar al continente por el que suspiraba con tanto ardor. Pero pasaron los días y las semanas, y Francisco esperó en vano el regreso del chino: infelizmente, nunca más volvió.

 

Últimas palabras de un santo

 

Las fuerzas físicas del ardoroso misionero llegaron entonces a su fin. Una altísima fiebre lo obligó a buscar cobijo en su improvisada cabaña, en donde –desamparado por los hombres y padeciendo frío, hambre y toda clase de privaciones– habría de pasar los últimos días de su existencia terrenal.

 

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 De Francisco, Dios no quería la conversión de China; quería su alma. (Muerte de san Francisco, iglesia de san Pedro, Lima)

A ese varón que no sabía de cansancio, a ese apóstol que con su palabra arrastraba a las multitudes, a ese taumaturgo que había superado grandes obstáculos realizando milagros prodigiosos, el Señor del Cielo y la Tierra había reservado la más heroica y gloriosa de las muertes: a ejemplo de su Maestro Divino, Francisco Javier moría en el colmo del abandono y de la aparente contradicción.

 

Algunos días antes de entregar su espíritu comenzó a delirar, revelando entonces la magnitud del holocausto pedido por la Providencia: continuamente hablaba de China, de su vehemente deseo de convertir ese imperio y de la gloria que se ganaría para Dios si se atrajera ese pueblo a la Santa Iglesia Católica…

 

Y en las primeras horas de la madrugada del 3 de diciembre de 1552, Francisco Javier expiró dulcemente en el Señor, sin una sola queja ni reclamo, divisando a lo lejos aquella China que no pudo conquistar y que tanto quiso depositar a los pies de su Rey, Nuestro Señor Jesucristo.

 

Sus últimas palabras fueron estas frases de un canto de gloria: In te Domine, speravi. Non confundar in æternum . “En ti espero, Señor. ¡No me abandones para siempre!”

 

 

La mayor gloria de Dios

 

A primera vista, y sobre todo para el que no está habituado a contemplar los ilimitados horizontes de la fe, la vida de san Francisco Javier parece, en cierto sentido, frustrada.

 

¡Cuántas almas no se habrían salvado y cuánta gloria no habría recibido la Santa Iglesia si el inmenso y superpoblado imperio chino hubiera sido evangelizado por ese apóstol de fuego! Sin embargo, cuando finalmente se hallaba ante las puertas de esa nación, después de haber pasado dificultades y combates de todo orden, se hizo oír el llamado de Dios: “Francisco, hijo mío, acaba tu lucha y ven a Mí”. ¡Oh misterio del Amor Infinito! De Francisco, Dios no quería China… sino a Francisco.

 

Y el intrépido conquistador respondió sin titubeos, al igual que Jesús en el Huerto de los Olivos: “Señor, hágase tu voluntad y no la mía. ¡Sí, Redentor mío, que se cumplan, antes que nada y por encima de todas las cosas, tus perfectísimos designios y así, sólo así, se te dará la mayor gloria en esta tierra y por toda la eternidad!”.

 

(Revista Heraldos del Evangelio, Nov/2005, n. 47, pag. 20 a 23)

 

San Francisco Javier

 

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