A finales del siglo VI, Roma caía en el caos y con ella agonizaba toda una civilización. Los rumbos de la historia cambiaron drásticamente cuando un monje benedictino fue escogido para Papa. Era Gregorio I, a quien la historia calificó como “El Magno”. Así como las furiosas y rítmicas olas de un mar borrascoso irrumpen con violencia sobre las arenas de la playa, sucesivas hordas de invasores asolaron durante más de 150 años a la península italiana. El año 410, los visigodos del rey Alarico I, después de devastar villas y campos, llegaron hasta Roma, cuyas murallas hacía 800 años que no divisaban ningún ejército extranjero. Y la esplendorosa y ya decadente ciudad de las siete colinas fue saqueada durante tres días. El Papa León Magno en vano intentó detener a los vándalos, que surcaban impunemente en rápidos navíos el Mar Mediterráneo. El santo Pontífice sólo consiguió de su rey Genserico, que la población fuese salvada. Pero durante dos trágicas semanas del año 455, Roma fue minuciosamente sujeta al pillaje de esos terribles bárbaros. El año 472, el suevo Ricinero, apoyado por los burgundios, puso sitio a la capital del imperio, donde uno de los últimos soberanos latinos: Antemio —mera sombra de autoridad en un mundo cada vez más convulsionado— intentó resistir. El día 11 de Julio, la bella urbe fue saqueada una vez más por las tropas del caudillo suevo. Como consecuencia de intrigas políticas, Rómulo Augústulo, un joven de 13 años, fue proclamado emperador de un imperio que ya no existía más. Esa triste comedia duró menos de un año: el año 476, Odoacro, a la cabeza de varias tribus de germanos, ocupó aquellas tierras donde temblaba y lloraba de miedo el último de los emperadores de Roma… Una nueva horda de invasores sumergió a la península el año 489: los ostrogodos. Unos 200 mil hombres, calculan los historiadores. En pocos años eliminaron a los ocupantes de la víspera, se convirtieron en los reyes de Italia y, su rey Teodorico, entró triunfalmente en la ciudad de los antiguos césares. Tras la muerte de este gran jefe, el año 526, la península italiana se transformó durante más de dos décadas en un inmenso campo de batalla, donde godos y bizantinos se chocaban ferozmente, disputando palmo a palmo aquella tierra ensangrentada. La Ciudad Eterna fue varias veces sitiada y conquistada. Sus grandiosos monumentos y palacios se desmoronaron, y la población, otrora más de un millón de habitantes, sumaba ahora menos de cien mil seres desafortunados, en su mayoría oriundos de otras regiones desoladas por la guerra. Finalmente, Belisario y Narses, geniales comandantes del ejército bi zantino, cuyo emperador Justiniano reinaba en la distante y despreocupada Constantinopla, exterminaron al pueblo de los ostrogodos. Un capítulo trágico parecía concluido y el futuro asomaba sereno en el horizonte de los romanos sobrevivientes. Pero lo peor estaba aún por acontecer. El sueño de la restauración de un pasado grandioso se evaporó en el incendio de una nueva convulsión social. El año 568, al modo de una avalancha incontenible, desembocaron 100 mil guerreros en el norte de Italia, seguidos por más de 500 mil ancianos, mujeres y niños: los lombardos. Ese pueblo bárbaro, de religión arriana, rápidamente se reveló como siendo uno de los más crueles y sanguinarios invasores que hasta entonces habían penetrado en la Europa Occidental. “A su llegada, Italia conservaba aún en sus ciudades la forma romana, pero al pasar los lombardos con sus ejércitos, desaparecían hasta los Todo el norte de Italia fue conquistada y hacia Roma acudían los sobrevivientes, huyendo de los horrores que acompañaban la ocupación lombarda. Otoño del año 589. Lluvias torrenciales se precipitaron sobre Italia. Los campos quedaron anegados; se perdieron las cosechas y casi todos los ríos se trasbordaron, destruyendo puentes e inundando muchas villas y ciudades. En Roma, el manso Tíber se transformó en una corriente impetuosa. Saliendo de su lecho y alcanzando un nivel nunca visto, las aguas devastaron la ciudad y sumergieron en el lodo los barrios menos elevados. El invierno y el nuevo año llegaron, y la lluvia no cesaba de caer. La catástrofe alcanzó entonces proporciones apocalípticas: a la destrucción y el hambre se sumó una epidemia de peste bubónica que se generalizó rápidamente, diezmando a la población. Roma agonizaba y muchos se preguntaban si no había llegado ya el fin del mundo. En el auge del drama, y alcanzado por la peste en su Palacio de Letrán, falleció el Papa Pelagio II. Sintiéndose desamparados en medio de la borrasca, los ojos de todos se volvieron hacia la única luz del mundo: a las iglesias acudían día y noche los sobrevivientes, implorando un rayo de la luz divina para disipar las angustias e incertezas que oscurecían el horizonte. Las palabras del Papa Benedicto XVI en su reciente encíclica “Spe Salvi” iluminan la agonizante situación por la que pasaba Roma en aquella época: “la vida es como un viaje en el mar de la historia, frecuentemente nublado y tempestuoso, un viaje en el cual indagamos los astros que nos indican la ruta […] Ciertamente, Jesucristo es la luz por antonomasia, el sol erguido sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él, necesitamos también de luces vecinas, de personas que dan luz, recibida de la luz de Él”. 3 Así, los romanos de ese fin de siglo VI, percibieron admirados, que la luz divina brillaba ya para ellos en un límpido espejo. Entonces el clero, el Senado y todo el pueblo aclamaron a una sola voz: “Gregorio Papa!” Era Gregorio la “luz de la esperanza” 4 que brillaba en aquel ocaso de una civilización. Vox pópuli, vox Dei. Gregorio fue sin duda el varón escogido por Dios para gobernar a la Iglesia en aquellos tiempos difíciles y decisivos. Había visto la luz el año 540, en una noble y antigua familia romana, profundamente católica y con larga historia de fidelidad a la cátedra de San Pedro. Sus padres eran el Senador Gordiano, que al fin de su vida entraría al estado eclesiástico, y Silvia, dama conocida por su piedad y generosidad, que terminaría sus días retirada del mundo y consagrada al Señor. Ambos, al igual que dos tías de Gregorio, Tarsila y Emiliana, son venerados como santos. La mansión familiar se erguía a uno de los lados del monte Celio, lugar privilegiado en el centro de la Roma antigua. De lo alto de sus ventanas que dominaban la Via Triunphalis, podía Gregorio divisar a la derecha el majestuoso arco de Constantino, que se erguía delante del Anfiteatro Flavio (el Coliseo), y a la izquierda, el ya muy deteriorado Circo Máximo. Al frente, del otro lado de la avenida, se elevaba abandonada la inmensa mole del conjunto de los palacios del palatino, semi-destruidos por temblores de tierra, los incendios y saqueos de los bárbaros. La visión de ese triste y monumental escenario no pudo haber dejado de despertar en el alma romana de Gregorio la esperanza de una restauración de la grandeza perdida. Entre tanto, a lo largo de su infancia y de su juventud, asistió a acontecimientos que marcarían profundamente su vida en sentido contrario. Seguramente presenció en la noche del 17 de diciembre de 546, la terrible entrada de los ostrogodos en Roma, seguida de la deportación de sus habitantes durante 40 días, período en que la ciudad desierta quedó a merced de los invasores. Y quizá contempló desolado, las murallas de la urbe arrasadas por orden de Totila, el rey de los bárbaros. En ese contraste entre la piedad del ambiente doméstico, sólidamente arraigado en las tradiciones romanas y, la inestabilidad de un mundo nuevo que surgía en la violencia, transcurrieron los primeros años de la existencia de Gregorio. Después del aniquilamiento de los ostrogodos por el ejército del emperador Justiniano, reinó en Italia durante varios años una paz relativa que permitió a Gregorio, siguiendo la tradición familiar, cursar la carrera jurídica. Su aguda inteligencia y extraordinaria capacidad organizativa, lo destacaron rápidamente en los medios cultos de la época, y su reputación aumentaba con el paso de los años. Entre tanto, como dos robustas ramas de un mismo árbol, crecían en su espíritu el deseo de emprender grandes obras para ordenar aquella civilización tamboleante, y el anhelo de abandonar el mundo para consagrarse únicamente a la contemplación de las realidades sobrenaturales. Cuando sólo contaba con unos de 30 años fue nombrado Alcalde de Roma, uno de los más altos cargos del gobierno de la ciudad. Desempeñó esa función con habilidad suprema, enfrentando dificultades de todo orden, creadas por el drama de la invasión de los lombardos. Sin embargo, en medio de las más absorbentes ocupaciones, resonaba siempre en su alma el llamado a una vida contemplativa: “Por largo tiempo retrasé la gracia de la conversión, o sea, de la profesión religiosa, y aún después de haber sentido la inspiración de un deseo celeste, creía ser mejor conservar el hábito secular. En este período se manifestaba en mí en el amor a la eternidad, aquello que yo debía buscar, pero las ocupaciones asumidas me encadenaban”. 5 —confesaba él, años después, en una carta dirigida a San Leandro de Sevilla. En el año 575 se cumplió el tiempo prescrito, y Gregorio aliviado dejó el más prestigioso cargo de la ciudad. Tres años transcurridos tratando de solucionar casos y situaciones irremediables lo convencieron de la inutilidad de cualquier esfuerzo humano para salvar aquella civilización: Sí, la grandeza temporal de la urbe de los césares había naufragado. Esperar, sólo en Dios… La gracia operó entonces la definitiva conversión de aquella alma hecha para volar en los horizontes infinitos de la fe. Junto con las esperanzas terrenas, Gregorio dejó para siempre la púrpura del patriciado, y se revistió de las insignias de una nobleza más alta: el hábito monacal. Pero, en lugar de abandonar la conturbada Roma y partir para algún claustro distante, transformó el palacio senatorial del monte Celio en un monasterio benedictino, bajo la invocación de San Andrés. Entregando el gobierno de la casa a un experimentado abad llamado Valencio, comenzó como humilde súbdito su vida religiosa. Fueron los años más felices de su existencia. En este período pudo Gregorio saciar sus anhelos de aislamiento, y le fueron concedidas abundantes gracias místicas. Con añoranzas indecibles escribió décadas después: “Cuando vivía en el monasterio podía tener, de modo casi continuo, la mente fija en la oración“.6 Entre tanto “no se enciende una luz para colocarla debajo del celemín, sino para ser puesta en el candelero” (Mt. 5, 15). La sabiduría divina iba lentamente preparando a ese varón fuera de lo común, por vías no imaginadas por él, para que fuese una verdadera luz del mundo brillando en el firmamento de la Iglesia y de la Civilización Cristiana. Después de cuatro años de paz monacal fue ordenado diácono regional, por orden del Papa Benedicto I. Su función era encargarse de la administración de una de las regiones eclesiásticas que en ese entonces dividían la ciudad de Roma. Y poco después, el nuevo Papa Pelagio II, quien reconocía en Gregorio una larga experiencia en asuntos seculares y una probada virtud, lo envió como apocrisiario (nuncio) a la capital del imperio del Oriente, Constantinopla. “Como sucede a veces a una nave, atada al muelle de modo descuidado, ser arrastrada por las olas para fuera del puerto cuando sobreviene una tormenta, así me encontré súbitamente en el océano de los asuntos del siglo” 7, escribía él narrando su nueva situación. Seis años de intensa labor en la corte imperial le proporcionaron a Gregorio un útil contacto con la cultura y la grandeza bizantinas, pero también con la sinuosa y ambigua política de sus soberanos. Las tendencias heterodoxas de monofisismo y nestorianismo que aún crepitaban allí, fueron combatidas con valentía por el apocrisiario , el cual sabía aliar a los argumentos teológicos una fina habilidad diplomática. Siempre acompañado por algunos monjes de San Andrés del Monte Celio, Gregorio mantuvo la sagrada vida de un religioso, hijo de San Benito, en el bello palacio a la orilla del Bósforo, donde residían los apocrisiarios del Papa. A pesar de las múltiples ocupaciones, allí rezaban, cantaban y estudiaban las Escrituras, en la entera observancia de la disciplina monástica. Próximo del año 585 pudo Gregorio regresar a Roma. Su mayor deseo era retirarse definitivamente del mundo y enclaustrarse en su amado monasterio de San Andrés. Sin embargo, los deberes del apostolado y la voz de la obediencia lo llamaron una vez más para otros caminos. Una antigua tradición refiere que cierto día, caminando por las calles de la ciudad, se encontró con un grupo de esclavos anglos, provenientes de la lejana Britania. Entristecido al ver gente tan llena de cualidades, sumergida en las tinieblas del paganismo, exclamó: “No son anglos, son ángeles!” Providencial encuentro que lo movería a hacer todo lo posible para llevar la luz del Evangelio a ese pueblo y, más tarde, a promover la conversión de todos los nuevos y temidos habitantes de Europa, los bárbaros. Pidió licencia al Papa para dirigirse al país de los anglos, con el objetivo de traerlos al seno de la Iglesia, pero atendiendo a las súplicas del pueblo romano, que no quería verse privado de un varón cuya santidad ya era notoria, Pelagio II lo detuvo en la ciudad eterna, y además lo llamó a sí para servirse de él como experimentado consejero. Después del fallecimiento de Pelagio II, fue Gregorio escogido por aclamación para ocupar el trono de San Pedro. Considerándose, sin embargo, indigno y sobrecogido delante de la inconmensurable responsabilidad, huyó de Roma y se escondió en las montañas y bosques vecinos. Allí fue hallado por el pueblo y se sometió humildemente delante de las inequívocas señales de la voluntad divina. A su amigo Juan, Obispo de Ravena, quien lo censuró por no haber aceptado inmediatamente la elección, escribiría después asumiendo la reprensión: “¡Con benigno y humilde afecto, desapruebas hermano carísimo, el hecho de haber yo huido, escondiéndome del peso del gobierno pastoral!“.8 Fue solemnemente consagrado en la Basílica de San Pedro, el día 3 de septiembre de 590. Sin embargo, teniendo siempre delante de sí la propia insuficiencia e indignidad, manifestaba sinceramente su consternación: “Me siento de tal modo aplastado por el dolor, que difícilmente consigo hablar. Todo lo que contemplo me causa tristeza, y aquello que para los otros es motivo de consuelo, a mí me parece aflictivo“.9 Pero si la humildad lo hacía temblar, la fe en la invencibilidad de la Cátedra de Pedro lo llenaba de una sobrenatural fortaleza: “Estoy dispuesto a morir antes de ser causa de ruina para la Iglesia de Pedro. Me acostumbré a sufrir con paciencia, pero una vez decidido, me lanzo con ánimo resuelto en dirección a todos los peligros“.10 Gregorio I subía al supremo Pontificado en una ciudad desmantelada, símbolo de una civilización en agonía, y en una Iglesia convulsionada por las invasiones, por cismas y relajamientos. Entre tanto, la inspirada clarividencia que lo caracterizaría hasta el fin, se manifestó desde el primer momento de su gobierno. Delante de una sociedad devastada por crisis aparentemente insolubles, él presentó el ideal de la vida cristiana en toda su radical integridad. El inmenso vacío dejado por el desaparecimiento del ius civitatis sólo podría ser llenado por eldonum caritatis cristiano. 11 El objetivo principal del Papa-monje sería, pues, elevar continuamente los espíritus a la consideración de las realidades sobrenaturales, para vivir entonces los acontecimientos temporales bajo una perspectiva eterna. Ese programa lo dejó bien delineado en su primera homilía al pueblo romano en el segundo domingo de Adviento del año 590.12 Procediendo así, San Gregorio cerraba para siempre la última puerta que unía a Europa con el mundo antiguo nacido del paganismo, y plantaba la semilla de una nueva civilización que crecería bajo la luz del Evangelio, regada por la preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Durante los primeros años de su Pontificado, la península italiana pasaba por una de las peores fases del conflicto lombardo. Así describió San Gregorio aquellos días calamitosos: “Por todos lados vemos luto y escuchamos gemido, las villas fueron destruidas, los castillos demolidos, los campos se volvieron desiertos, la tierra está desolada y ya no hay quien la cultive; pocos habitantes aún ocupan las ciudades. Estamos contemplando a qué extremo fue reducida Roma, ¡la misma que otrora parecía ser la señora del mundo! Muchas veces quebrantada por dolores inmensos, por la desolación de sus ciudadanos, por los ataques de sus enemigos y las ruinas frecuentes… En ella desapareció todo el esplendor de las glorias terrenas. Despreciemos con toda el alma este mundo casi extinto e imitemos la conducta de los santos“.13 Abandonada casi totalmente por los bizantinos, la antigua urbe fue dos veces sitiada por los feroces lombardos. Pero en ambas, gracias a la fortaleza y habilidad del nuevo Papa, el cerco fue levantado y ellos se retiraron. Empeñado no en la destrucción sino en la conversión de los invasores, San Gregorio firmó una tregua con ellos y procuró por todos los medios atraerlos a la verdadera fe. Después de no pocas tentativas, fue posible —gracias al fervor y a la influencia de la princesa Teodolinda, hija del rey católico de Baviera y esposa del caudillo de los lombardos— bautizar al hijo del matrimonio preparando así la conversión de todo el pueblo. La sed de alma del Sumo Pontífice hizo reflorecer para la Iglesia todo el occidente de Europa. En España apoyó eficazmente a San Leandro en la evangelización de los visigodos arrianos. Cuando al fin, el monarca de esa nación abrazó la religión verdadera, San Gregorio escribió, lleno de júbilo: “No puedo expresar con palabras la alegría que siento porque el glorioso rey Recaredo, nuestro hijo, adhirió a la fe católica con sincera devoción“.14 La Galia mereció especial atención del Papa santo. Estableció buenas relaciones con los soberanos francos, renovó el clero decadente y simoníaco, ordenó la convocación de sínodos y buscó enérgicamente poner fin a las crueles prácticas paganas que aún perduraban. Donde San Gregorio pudo manifestar todo su ardor misionero, fue en la conversión de la Gran Bretaña. Otrora provincia del imperio, esta isla había sido ya evangelizada en los comienzos del cristianismo. Sin embargo, invadida y dominada por las tribus de los bárbaros anglos y sajones, la luz de la fe casi se había apagado. El Pontífice no ahorró esfuerzos en la conversión de ese pueblo: estableció una casa de formación en Roma para los jóvenes anglosajones. Consiguió que uno de sus reyes contrajese nupcias con una princesa católica de Francia, y, sobre todo, envió para allá un gran número de misioneros. Entre ellos se destacó Agustín, que más tarde sería arzobispo de Canterbury, y que según narran las crónicas, bautizó más de 10 mil neófitos el día de Pentecostés del año 597. Sin duda, la conversión de este pueblo constituyó el episodio culminante de la obra evangelizadora de San Gregorio. El año 604, Gregorio, en la paz de los justos, entregaba el alma al Pastor de los Pastores. A pesar de varias molestias que le causaban sufrimientos terribles, permaneció firme y vigilante hasta el fin. El centinela de Israel partía, pero la luz por él encendida “brillará delante de los hombres” (Mt. 5, 16) hasta la consumación de los siglos. Todo fue grande en ese varón providencial gracias a su humilde docilidad delante de los designios del Espíritu Divino que gobierna a la Esposa de Cristo. Cuando todo un mundo parecía desembocar en el caos, San Gregorio supo confiar ciegamente en el triunfo de la Iglesia y por el don de sabiduría que el Espíritu Santo le concediera, discernir nuevos rumbos y metas para el pueblo de Dios. Se puede afirmar sin la menor duda que, por el vastísimo horizonte abierto por su mirada contemplativa pasaron todos los problemas del tiempo, y no hubo obra que él dejase de emprender para ampliar el Reino de Cristo. La vida de este Papa admirable, constituye un marco fundamental en la historia de la Iglesia. Publicó la “Regla Pastoral”, un verdadero manual de santidad para los pastores del rebaño del Señor; reformó la liturgia, creando el estilo de canto que hoy lleva su nombre, e hizo del conjunto de su Pontificado, el punto de partida de una nueva civilización, enteramente cristiana. No obstante, su único y ardiente deseo era servir incondicionalmente, como simple esclavo, a Jesucristo el Rey Eterno. Por eso, en cuanto de lo alto de la Cátedra de Pedro regía los destinos del mundo, no quiso recibir otro título sino el de servus Servorum Dei —siervo de los siervos de Dios. Y la Santa Iglesia con maternal gratitud, unió la grandeza al nombre del esclavo: para siempre será llamado San Gregorio el Magno. 1 Obras de San Gregorio Magno, BAC: Madrid, 1958. pag. 6. (Revista Heraldos del Evangelio, Septiembre/2008, n. 81. pag. 32 – 57) | ||||||||||