La conversión asumida con un extraordinario vigor de espíritu, así como la santidad abrazada y llevada hasta sus últimas consecuencias: en la vida de San Ignacio de Loyola la fuerza de voluntad y las actitudes extremas fueron una constante, y su coherencia inflexible constituye, en el decir del Dr. Plinio, la nota más bella de la existencia del gran Fundador de la Compañía de Jesús.
San Ignacio de Loyola nació en 1491, en la Casa-Torre de los señores de Loyola, en Azpeitia, en el norte de España. Fue el décimo tercer hijo del matrimonio y entró a los 19 años como paje en la corte del Rey Fernando V. Dotado de un temperamento ardiente y belicoso, la carrera de las armas lo sedujo. En el cerco de Pamplona fue gravemente herido en la pierna. Durante su larga convalecencia, debido a la falta de libros de caballería que lo apasionaban, le dieron a leer la Vida de Jesucristo y de los santos. Tales lecturas fueron para él una revelación. Comprendió que la Iglesia también posee su milicia, la cual, bajo las órdenes del representante de Cristo, lucha para defender en la Tierra los intereses sagrados del Dios de los ejércitos.
San Ignacio de Loyola – Gruta de Manresa, España. |
Caballero de Cristo y de la Iglesia militante
En la célebre abadía de Montserrat, Ignacio depone la espada a los pies de la Santísima Virgen, y su alma generosa, otrora seducida por la gloria mundana, no aspira a otra cosa que a la mayor gloria del gran Rey, a quien servirá de ahora en adelante. En la noche de la Encarnación, el 25 de de marzo, después de la confesión de sus faltas, hizo vigilia de armas y por la Madre de Jesús fue armado caballero de Cristo y de la Iglesia militante, su esposa. En breve será general de la admirable Compañía de Jesús, suscitada por la Providencia para combatir el protestantismo, el jansenismo y el paganismo renaciente. A fin de conservar en sus hijos la intensa vida interior que supone la actividad militante a la cual los destina, San Ignacio les da una fuerte jerarquía y les enseña, en un tratado magistral aprobado por la Iglesia, sus Ejercicios Espirituales que han santificado millares de almas.
Todo para la mayor gloria de Dios
El lema que San Ignacio escogió para su milicia fue: Ad maiorem Dei gloriam – Para mayor gloria de Dios. He ahí toda su santidad, y la finalidad de la Creación, la finalidad de la elevación del hombre al mundo sobrenatural, la finalidad de los preceptos del Evangelio por los cuales las almas generosas renuncian a las cosas lícitas, para ocuparse más libremente de los intereses de Dios y para darle esa totalidad de gloria accidental de la cual los hombres lo privan por el uso de cosas ilícitas. El 13 de julio de 1556 muere San Ignacio, pronunciando el nombre de Jesús. Su Compañía, esparcida por el mundo entero, contaba entonces con diez provincias y cien colegios.
Un hombre de decisiones extremas
Sobre la vida de San Ignacio de Loyola, cuyos aspectos constituyen un conjunto sobremanera arquitectónico y rico, se podrían tejer innumerables comentarios. No obstante, me gustaría resaltar un lado que me parece ser la nota más bella de su existencia, el punto por el cual él brilló especialmente en el firmamento de la Iglesia.
Me refiero a su fuerza de voluntad y de decisión que lo hacía tomar, en todas sus actitudes, la posición más extrema, más aguda, aquella que llegaba al fin último, sin términos medios.
Imagen de Ignacio en el lugar
donde se convirtió |
Tomemos en consideración, por ejemplo, el conocido episodio de su pierna quebrada en el cerco de Pamplona. No se puede conocer algo más tremendo que un hombre, por ese entonces mundano y vuelto hacia las honras terrenas, viéndose en la contingencia de cojear por el resto de su vida en virtud de un error ortopédico, decidirse a mandar que quebrasen de nuevo un hueso imperfectamente consolidado para que la pierna quedase bien. Y eso porque, según los cánones de la elegancia en aquel tiempo, un hidalgo cojo sería mal visto en la corte y su carrera política y militar se vería perjudicada.
Ahora bien, Ignacio de Loyola encaró de frente el futuro que esa deficiencia le trazaba. Pesó todo crudamente: “Quiero vivir en la corte, deseo seguir la carrera militar. Si quedo cojo de una pierna, no voy a brillar entre mis pares, no tendré ningún valor como soldado. Ora, debo luchar, debo lucir en la corte. Si no me libro de esa carencia física, mi pierna está debilitada. Por lo tanto, ¡quebremos nuevamente esta pierna!”
Imaginemos ahora un cirujano provisto de los instrumentos y métodos ortopédicos de aquel tiempo, dándole golpes a un hueso mal soldado, rompiéndolo y uniéndolo de nuevo. ¡Lo que significaba eso de doloroso y de dramático, sólo quien lo sufrió puede saber!
A seguir, los largos días y las horas interminables de inercia en un lecho, aguardando la soldadura del hueso y la recuperación de los movimientos de la pierna, serían horriblemente fastidiosos para aquel hombre super-activo, acostumbrado a las batallas y a las grandes realizaciones.
Se ve en esta actitud la decisión extrema del hombre que midió todo y resolvió aceptar un sacrificio momentáneo en pro de su futuro brillante. Excluyendo los motivos meramente mundanos que lo llevaron a esa situación, se percibe en aquel Ignacio de Loyola el sentido de la precedencia de lo definitivo sobre lo efímero, una fibra de alma para enfrentar todo lo que fuese necesario y una capacidad de ver los problemas de frente, que nos dejan admirados.
Santidad llevada hasta las últimas consecuencias
Él empleará el mismo vigor de espíritu, la misma fuerza de decisión y de voluntad en el momento de convertirse y de abrazar el llamado de Dios. Hombre mundano y militar vanidoso, olvidado de las cosas del Cielo, se siente conmovido de un modo irresistible por la gracia y, así como había procedido con relación a su defecto físico, medita también en sus lagunas morales: “Tengo que encarar de frente las verdades eternas, el Cielo, el infierno, la salvación o la condenación. Recibí gracias, comprendí cómo el ser un auténtico católico significa dedicarse al servicio de Dios y amarlo sobre todas las cosas en esta Tierra y en la eternidad. No ser así es buscar apenas la felicidad transitoria del mundo, así como también el infortunio y la injuria a Dios. Esa es la verdad y tengo que encararla.”
Espada de San Ignacio, depositada
por él a los pies de la Virgen de Montserrat – Santuario de Loyola, Guipúzcoa, España. |
“Debo sacar todas las consecuencias que de ahí resultan para mí, Ignacio de Loyola, y éstas consisten en seguir la voz de la gracia que me pide, en vista de esas consideraciones, una completa mudanza de vida, viviendo al contrario de como viví hasta ahora, construyendo para mí mismo una existencia hecha de abnegación, de humildad, pero, ante todo, de coherencia. Seré coherente hasta el fin en la verdad que consideré y abracé por entero.”
Y así tenemos el programa de vida magnífico de San Ignacio de Loyola. Él no retrocedió delante de nada y emprendió todo cuanto fue necesario para llevar esa coherencia hasta los últimos límites. Recordemos, por ejemplo, el hecho de él haberse puesto como un mendigo sucio y desarrapado, por las calles de su ciudad, siendo reconocido por sus antiguos amigos hidalgos que lo interpelaban con risas sarcásticas en los labios:
– ¿Sois vos, Ignacio? ¿Qué pasó? – Hago esto por amor a Dios y en reparación por mis pecados.
Los otros se reían más alto y se alejaban. Si cada uno de nosotros se pusiese en la piel de San Ignacio en semejante situación, en una calle de nuestra ciudad natal, tal vez podremos aquilatar lo que esa actitud representaba en cuanto victoria sobre el amor propio y los apegos mundanos.
Poco después, él funda la Compañía de Jesús, obra minúscula, constituida por media docena de discípulos, con la intención de detener la avalancha de la reforma protestante en la Europa del siglo XVI. San Ignacio decide realizar algo extraordinario: una orden militar, en el sentido más elevado de la palabra, para oponer barreras al enemigo de la Iglesia.
Una vez más, es la eterna coherencia llevada hasta las últimas consecuencias. Él emprende la obra jesuítica, levanta diques a la Revolución y, al fin de cuentas, consigue salvar y preservar vastos territorios del mundo católico.
Tratado de la coherencia humana
Ese espíritu coherente llevado hasta el fin, ese tratado de la más genuina coherencia humana se encuentra expresado en los célebres Ejercicios Espirituales escritos por San Ignacio. Desde la primera hasta la última línea, todo en ellos no es sino ver los problemas de frente, sin ninguna mitigación cobarde.
Se podría distinguir, en los Ejercicios Espirituales, dos gamas de coherencia llevadas hasta el último punto: una, que constituye el polo de todas las otras coherencias, se expresa en el derecho soberano de Dios, de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santa Iglesia Católica, de ser amados sobre todas las cosas por los hombres; la segunda se traduce en la desconfianza con respecto a nosotros mismos, en la consideración de la maldad de toda criatura humana concebida en el pecado original, en la falta de lealtad que cada uno tiene para consigo mismo, y nuestra deshonestidad en asumir buenos propósitos – todo lo cual debe ser visto igualmente de frente y hasta el fin.
el santo redacta los Ejercicios Espirituales,
Santuario de Loyola, Guipúzcoa (España). |
En la unión de esas dos gamas de coherencia tenemos una obra característica del alma de San Ignacio. Ahí se encuentra una super-coherencia que sólo poseen las almas auténticamente virginales, y constituye un modelo indecible de pureza de intención, aliada a la pureza del cuerpo.
Pedir la gracia de ser coherentes en la santidad
Así siendo, para concluir estos comentarios creo ser oportuno que invoquemos la intercesión de San Ignacio de Loyola, rogándole que nos obtenga la gracia de imitarlo en su extraordinaria coherencia. Que tengamos, como él, el coraje de ver nuestros defectos de frente, por peores y por más desagradables que sean, y, como él, tengamos una coherencia sin términos medios para abrazar la verdad entera, la virtud completa, el camino de la santidad llevado hasta las últimas consecuencias.
Evidentemente, sin la gracia divina nada alcanzamos. Sin la protección infalible de María Santísima, difícilmente vencemos nuestra maldad y nuestras flaquezas. Sin embargo, rezando y confiando en el patrocinio de nuestra Madre celestial, nuestras defecciones y debilidades serán sobrepujadas y obtendremos de Dios los dones necesarios para corresponder a la plenitud de lo que Él desea de nosotros.
Puede incluso parecer milagroso que alguien, considerando sus miserias, llegue al grado de virtud de San Ignacio de Loyola. Pues debemos pedir ese milagro de la misericordia divina, una vez que a todos los hombres son franqueadas las gracias necesarias para alcanzar la perfección.
Sea esa nuestra ardiente súplica al gran San Ignacio de Loyola en su fiesta.
(Revista Dr. Plinio, No. 184, julio de 2008, p. 24-29, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 30.7.1966).