La fuerza de la palabra
Hace más de 1.600 años que su voz resuena en todo el orbe dando testimonio de la perennidad de las elevadas enseñanzas legadas por él a la humanidad.
La Palabra de Dios tiene una fuerza irresistible. Es el arma más poderosa que existe; arma de conquista, arma de transformación mucho más poderosa que la bomba atómica. Un orador sacro bien preparado, que transmita la palabra revelada, tiene en sus manos un auténtico tesoro de influencia y de posibilidades para hacer el bien”.1
El comentario anterior, hecho por nuestro fundador y superior general, expresa bien la importancia de la vida de San Juan Crisóstomo. De hecho, pocos predicadores sacros se hicieron tan notables como él a lo largo de la Historia. Su vida y sobre todo su muerte son testimonio de la eficacia de su palabra: los impíos sintieron la necesidad de silenciar esa “boca de oro”, por el riesgo de ver a todo el Oriente en los brazos de la Esposa Mística de Cristo, ya en los primeros siglos del cristianismo.
El sonoro apodo de crisóstomo —“boca de oro”, en griego— es muy adecuado para este gran santo que supo presentar la doctrina católica de una manera inflamada y convincente, para defender la integridad de la fe y de la moral en aquellos conturbados tiempos.
No se podía conocerlo sin amarlo
Nació hacia el año 349 en Antioquía, por entonces la segunda ciudad del Imperio Romano de Oriente; en ella convivían paganos, maniqueos, gnósticos, arrianos, apolinarios, judíos y cristianos. Su padre, Segundo, comandante de las tropas imperiales en Oriente, falleció después del nacimiento de su hijo, y su madre, Antusa, viuda con 20 años, se quedó sola a cargo de la educación del recién nacido.
Pronto el niño demostró tener una gran inteligencia y fue encaminado a dos famosos profesores, uno de ellos Libanio, considerado el mayor orador de su siglo. Recibió educación religiosa del obispo San Melecio que, por su carácter suave, serio y atrayente, cautivó al discípulo al punto de hacerlo desistir de los estudios clásicos y dedicar su vida a la búsqueda de la perfección espiritual. De ese santo obispo recibió Crisóstomo el Bautismo y el lectorado, a los 20 años de edad.
El joven Juan podía haberse dejado llevar por su ilustre cuna y por los raros talentos recibidos de la Providencia, convirtiéndose quizá en uno de los primeros hombres del Imperio. Pero, después de probar “cuán suave es el Señor”, los honores del mundo no le atrajeron y su único deseo era consagrarse a Dios en la soledad. Se entregó a una vida de austeridad y oración, y estudió profundamente la Sagrada Escritura. Dominando su temperamento colérico, adquirió la mansedumbre evangélica, a la que unió una amable modestia, una tierna caridad para con el prójimo y una conducta llena de sabiduría.
Tras cuatro formativos años de convivencia con San Melecio, se retiró a un lugar desierto, donde vivió como anacoreta bajo la dirección de Diodoro, más tarde obispo de Tarso. Allí escribió varias obras de cuño literario y espiritual. Con la salud debilitada por vigilias y ayunos, en el año 381 se vio obligado a regresar a Antioquía, donde reasumió la función de lector junto a su celoso maestro, que le confirió la ordenación diaconal. El joven Juan aún vivía en los albores de su vida espiritual, encontrando gran consuelo y apoyo en la amistad de su compañero de estudios San Basilio de Cesarea.
Fértil actividad pastoral como predicador
Aquel mismo año fallecía San Melecio. El nuevo obispo de Antioquía, Flaviano, enseguida se vio vinculado a Crisóstomo por lazos de santa amistad. En el 386 lo ordenó sacerdote y lo nombró su predicador.
Durante los doce años en los que ejerció esa función se difundió su fama de orador sacro. Sus ardorosos sermones, siempre escuchados con avidez y a menudo interrumpidos por calurosos aplausos, versaban sobre la Sagrada Escritura. Sin embargo, no eran los aplausos su objetivo: se servía del púlpito para conducir a las almas hacia Dios y Dios a las almas. Así pues, no escatimaba críticas a las malas costumbres de la época, tanto del pueblo llano que lo aplaudía como de los poderosos que, al comienzo, lo admiraban.
Valiéndose de su extraordinaria facilidad de expresión, de su profundidad de pensamiento, de la manera noble y brillante de presentarlo, Crisóstomo formaba a su rebaño con sólidos principios. Sin ninguna preocupación mundana, se oponía fuertemente a las interpretaciones excéntricas, místicas y alegóricas de la denominada Escuela de Alejandría, por entonces de moda.
En ese período de actividad pastoral como predicador desarrolló su más intensa producción teológica literaria. A juzgar sólo por esos años, del 386 al 398, San Juan Crisóstomo ya podía ser considerado digno de figurar entre los primeros doctores de la Iglesia. No obstante, mayores honores le estaban reservados y, para alcanzarlos, debía aceptar la cruz del divino Redentor sobre sus hombros.
Reformando el clero de Constantinopla
Inmersa en los abundantes placeres que la prosperidad económica le proporcionaba, Constantinopla abrigaba la faustuosa corte de los emperadores romanos de Oriente. Como en todas las épocas, muchas veces, donde hay riquezas, lujo y ostentación, escasean las virtudes cristianas. Habiendo fallecido el arzobispo Nectario, quiso el emperador Arcadio elevar al santo predicador a esa dignidad. De este modo, el 28 de febrero del 397 recibió de Teófilo, el Patriarca de Alejandría, la ordenación episcopal y tomó posesión de la sede constantinopolitana.
El presbítero Juan se vio inesperadamente en la arrogante metrópolis, puesto a la cabeza del episcopado bizantino, en un ambiente en que predominaban las apariencias y el poder, conquistado con frecuencia a base de maquinaciones secretas.
Según Paladio de Galacia, uno de sus biógrafos más importantes, San Juan inició su gobierno barriendo la escalera desde arriba, es decir, “primero derribando el edificio de la mentira y luego estableciendo las bases de la verdad”.1 Y tuvo un encontronazo con el mismo Patriarca Teófilo que al observarlo tan íntegro y franco en sus homilías se llenó de antipatía por él.
Registra Paladio en su Diálogo que Teófilo “tan hábil en discernir los pensamientos e intenciones ocultas”,2 al no encontrar en Crisóstomo algo que armonizase su propio modo de ser relativista y relajado, promovió toda clase de hostilidad contra el nuevo arzobispo, porque creía que “era mejor dominar a los de carácter débil en lugar de escuchar a los sabios”.3
Sin embargo, San Juan, fiel a su conciencia, comenzó moralizando las costumbres del clero, desde las relativas a la práctica de la castidad hasta las concernientes a la posesión y uso de bienes materiales. Muchos de los numerosos monjes de la diócesis preferían pasar más tiempo fuera que dentro de sus monasterios. Crisóstomo los convenció a regresar al recogimiento.
Bondadoso con los ricos y con los necesitados
Al igual que había hecho en Antioquía, predicó contra las costumbres mundanas y la ridícula extravagancia de las modas, sobre todo a las viudas, a las que les recomendó vivamente que viviesen de acuerdo con las leyes del decoro impuestas por su peculiar situación. Estas advertencias provocaron resentimientos en algunas damas de la corte que se quejaron a la emperatriz.
El pueblo, no obstante, oía admirado las palabras nobles, bellas y, al mismo tiempo, severas de Boca de oro, porque veían en su conducta personal la práctica ejemplar de lo que predicaba. Preocupado con los más necesitados, construyó varios hospitales para los pobres y extranjeros; sus limosnas eran tan abundantes que fue llamado Juan, el limosnero.
Con los pecadores, herejes y paganos era bondadoso, al punto de que algunos, con falso celo por la religión, lo censuraban; sin embargo, actuando con paternal dulzura exhortaba a todos a la penitencia y a la conversión: “Si caéis mil veces en el pecado, venid a mí, y seréis curados”. 4 Pero cuando se trataba de mantener la disciplina, era firme y pertinaz, evitando siempre la rudeza en la palabras. Organizó a las viudas y a las vírgenes consagradas para que vivieran en comunidad, bajo la dirección de Santa Olimpia, joven viuda que empleó su enorme fortuna y su vida para el servicio de Dios y del prójimo.
Nuestro santo tenía otros grandes amigos entre los ricos. Brison, oficial de justicia al servicio de la emperatriz Eudoxia, le ayudaba en las instrucciones a los fieles y siempre le manifestó verdadera amistad. La misma emperatriz le daba muchas muestras de admiración e incluso de devoción: asistía a sus sermones, seguía las procesiones, ofrecía piezas ornamentales para el culto y hacía otras demostraciones de consideración. Del emperador consiguió la promulgación de leyes favorables a la cristianización de todo el Imperio.
Desavenencias con la corte imperial
Para destruir la influencia de este hombre de Dios, el demonio se valió astutamente de pequeños incidentes en los que trasparece la envidia, el egoísmo y la intriga organizada. Primero se sirvió de Eutropio, ayudante de cámara del emperador. Este hombre, que al principio admiraba de corazón al santo obispo, cometía enormes abusos de poder, persiguiendo a todos los que parecían amenazar su posición. San Juan intentó varias veces disuadirlo de esa mala conducta, pero sin resultado. Cuando Eutropio, finalmente, cayó en desgracia, procuró refugio en la catedral, para escapar de sus numerosos enemigos. Ignorando todas las ofensas y desconsideraciones recibidas de ese oportunista, San Juan intercedió por él una vez más, lo que no agradó a la corte.
Poco después la emperatriz Eudoxia, cuya influencia sobre el emperador Arcadio había aumentado mucho tras la caída de Eutropio, cometió una grave injusticia contra una viuda y Crisóstomo tomó partido por la más débil, lo que dejó a la soberana ofendida. A esto se sumó las desavenencias con el arriano Gainas, comandante de los mercenarios godos del ejército imperial, que exigió una iglesia en Constantinopla para alojar a sus soldados. Crisóstomo se opuso enérgicamente a esa insolente pretensión.
Se estableció entonces entre la corte imperial y el palacio episcopal una actitud de distanciamiento que presagiaba una catástrofe. Situación grave para San Juan Crisóstomo, sobre todo porque la camarilla de los cortesanos se sentía reforzada por la llegada de nuevos aliados, entre ellos algunos eclesiásticos: Severiano, Obispo de Gabala, que se jactaba de rivalizar con Crisóstomo en elocuencia; Antíoco, Obispo de Ptolemaida; y, durante algún tiempo, Acacio, Obispo de Beroea. Todos éstos preferían la vida llena de los atractivos de la corte a la sencillez de sus diócesis. Pero la fama de santidad, el fervor apostólico, la prudencia y la sabiduría del varón de Dios le granjeaban la confianza de las regiones vecinas. Y fue invitado por varios obispos a presidir un sínodo regional en Éfeso, con el objetivo de indicar a un nuevo arzobispo y deponer a algunos obispos acusados de simonía.
El Sínodo de la Encina y el primer exilio
Durante su ausencia estuvo al frente de la Iglesia de Constantinopla su rival, Severiano, a quien el mismo Crisóstomo había confiado algunas funciones eclesiásticas, con la intención de conquistar su amistad. Pero, siempre prepotente y ambicioso, el obispo de Gabala entró en conflicto con el ecónomo de la catedral.
La situación se complicó cuando Teófilo, Arzobispo de Alejandría, fue llamado a la capital por el emperador para defenderse de ciertas acusaciones ante un sínodo —más tarde conocido como “Sínodo de la Encina”, en referencia al suburbio de Calcedonia donde fue realizado—, el cual sería presidido por Crisóstomo. Teófilo compareció acompañado por veintinueve obispos, sus sufragáneos y otros siete más. Iniciada la asamblea, presentó una larga lista de ridículas acusaciones contra San Juan, el cual, repentinamente pasaba de juez a reo. Obviamente, el santo rechazó reconocer la legalidad de esa maniobra y dejó de comparecer a las reuniones. A la vista de su ausencia tras tres convocaciones, fue declarado depuesto de la sede episcopal y condenado al exilio.
Como era de esperar, el pueblo se rebeló y exigió su regreso. Con supersticioso temor de un castigo divino, la emperatriz Eudoxia, que entre bastidores conducía los acontecimientos, ordenó que volvieran a investirlo. Retornó y Teófilo se vio obligado a huir de Constantinopla. Pero la derrota de Eudoxia tuvo como resultado aumentar aún más su profundo rencor.
La “Boca de oro” se silenció para los oídos humanos
Habiendo transcurrido tan sólo dos meses, un nuevo incidente vino a agravar la situación. Enfrente de la iglesia de Santa Sofía había sido erigida una estatua de plata de la emperatriz. Los juegos públicos promovidos en los festejos de su inauguración perjudicaron las funciones litúrgicas y arrastraron al pueblo a desórdenes y a extravagantes manifestaciones de superstición.
Con el celo y el valor que lo caracterizaban, el arzobispo alzó la voz desde el púlpito contra tales abusos, perpetrados bajo la dirección del inspector de los juegos, un maniqueo. Pero la emperatriz, en un acceso de vanidad, lo tomó como un ultraje a su persona. Enfurecida, convocó de nuevo a los enemigos de San Juan Crisóstomo para destituirlo. Basados en unos cánones de un sínodo arriano realizado en el 341, los obispos partidarios de la emperatriz obtuvieron del emperador un decreto de destierro para San Juan Crisóstomo. Así pues, en el 404 fue llevado a su segundo exilio.
Inicialmente las tropas lo condujeron a un lugar solitario y rudo, en la frontera oriental de Armenia, donde, no obstante, consiguió mantener correspondencia con discípulos y amigos. Desde aquí le escribió al Papa Inocencio I que, indignado por el procedimiento traicionero de aquellos obispos, depuso a varios de ellos y dirigió reconfortantes palabras de apoyo al que fue blanco de una injusticia.
Ante el temor de un posible regreso del molesto hombre de Dios, sus enemigos decidieron trasladarlo, en el 407, a Pythius, un lugar en el límite extremo del imperio, cerca del Cáucaso. Los crueles sufrimientos de la caminata bajo un fuerte sol y lluvias, agravados por los malos tratos de la soldadesca, lo llevaron al agotamiento total de su ya debilitado cuerpo. Así pues, el 14 de septiembre de aquel año la “Boca de oro” se silenció a los oídos humanos y se abrió para cantar glorias y alabanzas a su Creador y Redentor en el Cielo.
Una parte importante del tesoro de la Santa Iglesia
“Desde el siglo V en adelante, San Juan Crisóstomo fue venerado por toda la Iglesia cristiana, tanto oriental como occidental, por su valiente testimonio en defensa de la fe eclesial y por su generosa entrega al ministerio pastoral. Su magisterio doctrinal y su predicación, así como su solicitud por la sagrada liturgia, le merecieron muy pronto el reconocimiento de Padre y doctor de la Iglesia”,5 escribía el Papa Benedicto XVI.
De hecho, su vasta obra —dividida en opúsculos, homilías y cartas— representa una importante parte del tesoro inapreciable de la Santa Iglesia. Hace más de 1.600 años que su voz resuena en todo el orbe. La amplísima bibliografía existente a su respecto y las incontables ediciones de sus escritos dan testimonio de la perennidad de las elevadas enseñanzas legadas por él a la humanidad. San Pío X lo proclamó, en 1907, patrón de los oradores sacros. ?
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Homilía del XV Domingo del Tiempo Ordinario. Caieiras, 13/7/2008. 2 PALADIO DE GALACIA. Dialogus cum Theodoro. c. 5: MG 47, 21. 3 Ídem, MG 47, 20. 4 Ídem, MG 47, 21. 5 Saint Jean Crysostome, Archevêque de Constantinople – Sa vie et extraits de ses écrits. Lille: Lefort, 1852, p. 41. 6 BENEDICTO XVI. Carta con ocasión del XVI centenario de la muerte de San Juan Crisóstomo, n.º 3, 10/8/2007. |
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