San Juan Damasceno: La teología vivificada por el amor
Autor : P. Juan Carlos Casté, EP
Teólogo, espiritualista, orador, escritor y, sobre todo, santo. Ése es el perfil de San Juan Damasceno, cuyas obras hacen sentir el frescor de la doctrina patrística oriental.
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Situada en los faldeos del Monte Hermón, a la vera del desierto de Siria, Damasco es considerada la ciudad continuamente habitada más antigua del mundo.
Su origen se pierde en el tiempo y su historia está repleta de vicisitudes. Trece siglos antes de Cristo, esta región había sido un campo de batalla entre hititas y egipcios.
Doscientos años más tarde los arameos la convirtieron en una importante urbe, que el rey David sometió luego haciéndoles que le pagaran tributo (cf. 2 S 8, 5-6). En el siglo IV se apoderó de ella Alejandro Magno y tras su muerte se la disputaron el Imperio seléucida y el ptolomaico, hasta que por fin cayó, en el año 64 a.C., en manos de los romanos.
En la época de Jesucristo, Damasco formaba parte de la Decápolis, y poco después de la Resurrección del divino Maestro, ya encontramos en ella a un grupo de cristianos, cuya Fe provoca el viaje de Saulo de Tarso con la intención de perseguirlos.
Es en esta ciudad legendaria, crisol de razas y culturas, donde vino al mundo el último de los Padres de la Iglesia Oriental: San Juan Damasceno.
Piedad, belleza y la más pura ortodoxia
En el seno de una familia árabe, pero cristiana de religión y socialmente acomodada, nació Juan alrededor del año 675, cuando Damasco ya se encontraba bajo el dominio musulmán.
A los treinta años abandonó las comodidades de su casa paterna e ingresó en el monasterio de San Sabas, situado en el desierto de Judea, cerca de Jerusalén. Poco después, fue ordenado presbítero y elegido por el Patriarca Juan de Jerusalén para predicar en Anástasis (lugar del sepulcro de Jesús) y en otros templos de la Ciudad Santa. De tal manera brillaba por su elocuencia y seguridad doctrinal que fue apodado de Chrysorrohas (río de oro), nombre dado a las aguas que, procedentes del Antilíbano, formabanun fecundo oasis a los alrededores de aquella ciudad.
San Juan Damasceno consiguió hacer una excelente síntesis de la doctrina patrística usando una oratoria de gran belleza. La influencia de su pensamiento se extendió de Oriente a Occidente, donde sus obras fueron objeto de estudio por San Tomás y los escolásticos. Luchó especialmente contra los errores de los iconoclastas, pero en sus homilías y escritos encontramos la refutación de muchas de las herejías que asolaban a las comunidades cristianas de la época.
Tras alcanzar una venerable ancianidad —se calcula que murió a los 74 años— entregó su alma a Dios en el año 749, probablemente el 4 de diciembre. Fue declarado Doctor de la Iglesia por el Papa León XIII el 19 de agosto de 1890.
Como ya ha sido mencionado, saber unir piedad, belleza literaria y la más pura ortodoxia doctrinaria fue uno de los grandes méritos de San Juan Damasceno. De una manera excepcional, supo aliar brillantemente el Verum, el Bonum y elPulchrum (Verdad, Bondad y Belleza) en un lenguaje tan accesible que deleita y al mismo tiempo enseña las más elevadas verdades sobre Nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre.
La obra de este Padre de la Iglesia es tan vasta, sus escritos de tal modo magistrales en la exposición y ricos en conceptos teológicos, cristológicos, apologéticos, pastorales y mariológicos, que seleccionar algunos pasajes para ilustrar este artículo sin sobrepasar sus cortos límites se convierte en un arduo desafío.
Sólida doctrina cristológica
Valiéndose de una terminología perfecta desde el punto de vista teológico, San Juan Damasceno exalta en sus homilías los méritos de Nuestro Señor y refuta los errores cristológicos corrientes en aquellos tiempos.
Al afirmar la plena unión del Verbo Encarnado con Dios Padre y Dios Espíritu Santo, descalifica al monofisismo , que pretende ver la naturaleza humana de Cristo absorbida por la divinidad; al nestorianismo , que considera a Jesús como una persona humana en la que el Verbo habría establecido su morada como en un templo o mansión, sin asumir de hecho la naturaleza de hombre; o al monotelismo, que niega la existencia de la voluntad humana en Él. Así, por ejemplo, en su homilía sobre la Transfiguración del Señor, resuenan las enseñanzas antimonofisistas del Concilio de Calcedonia, realizado en el 451: “¿Cómo puede ser que unas cosas incomunicables se mezclen y permanezcan sin confundirse?
¿Cómo pueden juntarse unos elementos inconciliables, sin perder las características propias de su naturaleza? Esto es precisamente lo que se efectúa en la unión hipostática, de tal manera que los elementos que se unen forman un solo ser y una sola persona, pero conservando la unidad personal y la duplicidad de naturalezas, en una diversidad indivisible y en una unión sin confusión, que se realizan mediante la encarnación del Verbo inmutable y la incomprensible y definitiva divinización de la carne mortal. Como consecuencia de este trueque, de esta recíproca comunicación sin confusión y de la perfecta unión hipostática, los atributos humanos vienen a pertenecer a Dios y los divinos llegan a pertenecer a un hombre. Uno solo es, en efecto, aquel que, siendo Dios desde siempre, después se hace hombre”. 1
Con igual Fe y profundidad teológica, el santo de Damasco no teme abordar un tema poco tratado por teólogos más recientes: ¿qué pasó con el alma de Cristo después de su muerte? ¿La divinidad se separó del alma humana y del Cuerpo del Señor?
Explica él: “Aunque el alma santa y divina se separó del cuerpo incontaminado y vivificante, la divinidad del Verbo, sin embargo, no se apartó de ninguno de los dos elementos, o sea, ni del cuerpo ni del alma, por efecto de la indivisa unión hipostática de las dos naturalezas, que se realizó en la concepción efectuada en el seno de la santa Virgen María Madre de Dios.
Así resulta que, incluso al producirse la muerte, continúa habiendo en Cristo una sola persona, que es el Verbo divino, y después de la muerte del Señor, en esta persona siguen subsistiendo el alma y el cuerpo”. 2
Homilías sobre la Virgen
No son menos bellas y esplendorosas las homilías del Damasceno sobre la Ssma. Virgen. Nos muestra cómo la devoción a la Santísima Virgen viene desde los primeros tiempos del cristianismo, cómo el amor a Ella era muy patente ya en la época de San Ignacio de Antioquía (que fue discípulo del Apóstol Juan), de San Justino mártir (fallecido en el año 165) y de San Irineo (fallecido en el 202).
En esas homilías se encuentran en germen los elementos doctrinarios que, siglos después, hicieron posible la proclamación de diversos dogmas marianos, como el de la Inmaculada Concepción y el de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los Cielos.
Cabe resaltar en ellas, además de la profundidad teológica, el entusiasmo y el amor de su autor a la Santísima Virgen. “La raison parle, mais l’amour chante” (la razón habla, pero el amor canta), escribió el novelista Alfred de Vigny. En San Juan Damasceno, la razón diserta y el amor canta, al tratar sobre Aquella que fue hallada digna de ser la Madre del Redentor.
He aquí las alabanzas que entona a la virginidad perpetua de María: “¡Oh Joaquín y Ana, pareja bienaventurada y en verdad irreprochable!
[…] Vosotros habéis llevado una vida agradable a Dios y digna de Aquella de quien habéis sido padres. Habiendo vivido con pureza y santidad, habéis producido la joya de la virginidad, o sea, Aquella que fue virgen antes del parto, virgen en el parto y virgen después del parto, aquella que es virgen por excelencia y virgen para siempre, la que es virgen perpetua en el espíritu, en el alma y en el cuerpo”. 3
Y con cuánta belleza literaria, sirviéndose de figuras extraídas del Antiguo Testamento, nos enseña que María es Madre de Dios: “Oh Virgen, claramente prefigurada en la zarza, en las tablas escritas por Dios, en el arca de la ley, en la vasija de oro, en el candelabro, en la mesa, y en la vara de Aarón que floreció.
De ti, en efecto, procede la llama de la divinidad, el Verbo y manifestación del Padre, el maná suavísimo y celestial, el nombre inefable que está sobre todo nombre, la luz eterna e inaccesible, el celeste pan de vida. De ti ha brotado corporalmente aquel fruto que no se debe al trabajo de ningún cultivador”. 4
Esta capacidad de unir doctrina, poesía y fervor, es ejemplo típico de lo que Hans Urs von Balthasar llama “teología de rodillas”, en oposición a la “teología de escritorio”, tan habitual en los días actuales. 5
Prenuncia el dogma de la Asunción
San Juan Damasceno comparte una opinión generalizada entre los Santos Padres, de que hay una estrecha relación entre la virginidad perpetua de María y la incorrupción de su cuerpo virginal después de la muerte. Al punto de que, en pasajes como los mencionados a continuación, anticipa el dogma de la Asunción de María al Cielo, en cuerpo y alma.
“Era necesario que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en los tabernáculos divinos. […] Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios”. 6
Este pasaje del Damasceno fue reproducido literalmente por Pío XII cuando definió el Dogma de la Asunción, en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus . En ella el Papa elogia también la “vigorosa elocuencia” del santo “que se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición”. 7
El “Santo Tomás de Oriente”
San Juan Damasceno decía de sí mismo que nada tenía de original, tan sólo compilaba pasajes de antiguos escritores. No obstante, la luz de su pensamiento atravesó los siglos e ilumina hasta hoy los horizontes de los estudios teológicos.
El propio Papa Benedicto XVI, tomándolo como tema de la Audiencia General del 6 de mayo de 2009, pone de relieve la originalidad de su argumentación en defensa del culto a las imágenes y a las reliquias de los santos y lo califica como “un personaje destacado en la historia de la teología bizantina, un gran doctor en la historia de la Iglesia universal”.
San Juan Damasceno fue adecuadamente apodado de “el Santo Tomás de Oriente”. Feliz equiparación porque esas dos lumbreras de la Iglesia se asemejan a un título muy superior: ambos refulgen por la santidad de vida tanto o más que por su ciencia. De ellos bien se puede decir: “Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento que adquiere la razón se ensancha. La verdad se busca con humildad, se acoge con estupor y gratitud: en una palabra, el conocimiento sólo crece si ama la verdad.
El amor se convierte en inteligencia y la teología en auténtica sabiduría del corazón, que orienta y sostiene la Fe y la vida de los creyentes”. 8
1 SAN JUAN DAMASCENO. Homilía sobre la Transfiguración. In: PONS, Guillermo (Intr. y notas). Homilías Cristológicas y Marianas . Madrid: Ciudad Nueva, 1996, p. 24.
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El “tránsito” de María a los Cielos
En verdad, ¿podemos designar con el nombre de muerte el misterio que se realizó en Ti, oh María? […]
Al igual que cuando te hicisteis Madre tu virginidad permaneció incólume, tu cuerpo fue preservado de la descomposición al emigrar de este mundo, quedando transformado en un tabernáculo más ilustre y excelso, ya no sujeto a la muerte, sino destinado a perdurar por los siglos sin fin. […] A tu sagrado tránsito no lo llamaremos muerte, sino sueño o emigración y, con más propiedad aún, lo designaremos como permanencia en la patria, pues, al dejar este mundo, obtienes una morada mucho más excelente.
Los ángeles y arcángeles te trasladaron. Ante tu tránsito los espíritus inmundos que vuelan por los aires, se estremecieron de espanto. Con tu paso el aire quedó bendecido y el éter santificado.
El Cielo, con gozo recibe tu alma. […]
Tú no subiste al Cielo a la manera de Elías, ni al modo de Pablo fuiste transportada al tercer Cielo, sino que llegaste junto al trono real de tu Hijo, al que contemplas con tus propios ojos y con quien habitas en un clima de gran felicidad y confianza.
(SAN JUAN DAMASCENO. Homilía sobre la Dormición de María. In: PONS, Guillermo (Intr. y notas). Homilías Cristológicas y Marianas . Madrid: Ciudad Nueva, 1996, pp. 158 a 160). |