SAN JUAN DE CAPISTRANO – León de combatividad al servicio de la Iglesia

Publicado el 10/22/2019

Fue infatigable predicador, misionero y apóstol. Se destacó como eximio jurista y hombre de Estado, pero también como místico, teólogo, taumaturgo e incluso como guerrero. Luchó como un león contra sus propios defectos y contra los enemigos de la Santa Iglesia.

 


 

Batalla inminente… Tronar de cañones, movimiento de máquinas de guerra. ¡Doscientos mil hombres! Al frente de las tropas, el mismísimo sultán, Mehmed II, avanza. La destrucción, la carnicería y la barbarie se precipitaban sobre Europa. En vano el Vicario de Cristo había lanzado la voz de alarma: príncipes, señores y caballeros hicieron oídos sordos a su llamamiento. Todos renunciaron a una lucha que se presentaba imposible.

 

Aprendiendo a ser un león contra sí mismo, se

transformó en un apóstol de fuego

San Juan de Capistrano, por Alonso del

Arco – Museo del Prado, Madrid

Tras la conquista de Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente, en 1453, nada presagiaba que se pudiera impedir la embestida turca y la aniquilación de la cristiandad europea, tristemente molificada. Sin duda, barrida y exterminada sería después el próximo golpe que, esta vez, se encaminaba contra Belgrado. Abandonados por las demás naciones cristianas, desalentados en la esperanza, los húngaros estaban decididos a firmar la humillante tregua con los otomanos. Todos estaban desanimados ante tal situación… excepto un hombre.

 

Cuando las apariencias indicaban que estaba todo perdido, Dios envía a un varón providencial que, por el ardor de sus palabras y el calor de su influencia, tendría la misión de aglutinar a los buenos, eliminar sus querellas e intereses personales y llevarlos a defender la fe.

 

Joven y exitoso gobernante

 

Juan nació en Capistrano, en la región de los Abruzos, perteneciente al entonces reino de Nápoles, el 24 de junio de 1386. Perdió a su padre muy pronto, pero vivió una infancia tranquila y pura junto a su virtuosa madre.

 

Cuando llegó a la adolescencia se marchó a Umbría, provincia vecina, y se estableció en Perugia, donde estudiaría Derecho Civil y Canónico durante unos diez años. Dio tales muestras de su capacidad en el ejercicio de la jurisprudencia que incluso sus antiguos maestros no se ruborizaban al consultarle cuestiones espinosas.

 

Con algo más de 25 años, Juan fue nombrado gobernador de aquella ciudad. De natural rectitud, desempeñó su nueva misión de manera eximia: “Los pobres encontraban en él un apoyo; la gente de bien, un protector; los hombres desenfrenados, un juez severo. Bajo su autoridad la provincia entera recobró una seguridad que desde hacía años no se conocía. El pillaje desapareció, los crímenes disminuyeron, las propiedades y las leyes fueron finalmente respetadas. Nada le podía hacer transigir con la injusticia”.1

 

En cierta ocasión, le prometieron una considerable suma de dinero si lograba ganar la causa de un poderoso señor de la región, dictando una sentencia de muerte contra un inocente, enemigo de éste. Incluso amenazado con un puñal, Juan se indignó con la propuesta y examinó seriamente el caso, declarando, por fin, la inocencia del acusado.

 

A pesar de “pequeñas” contrariedades como esa, todo le sonreía al joven gobernador. Éxito en la vida, fama en la sociedad, promesa de matrimonio con la hija única de uno de los hombres más ricos de la ciudad… Pero mayores cosas le había reservado Dios…

 

El fracaso y la conversión

 

Todo empezó a cambiar de color cuando, tras surgir disensiones entre los habitantes de Perugia y algunos gobernantes de su región natal, le incumbieron a Juan que negociara la paz. No escatimó esfuerzos ni viajes para cumplir esta tarea, pero los umbros, juzgando que Juan los había traicionado, decidieron capturarlo.

 

Confinado en lo alto de una torre, atado por pesadas cadenas y teniendo tan sólo pan y agua como alimento, no dejaba de pensar en una manera de escapar de la muerte… Similar a lo que haría pocos años después Santa Juana de Arco, calculó la altura de la construcción, cortó una tela en pequeñas fajas y las ató, formando una especie de cuerda por la cual empezó a bajar, pegado a la pared exterior. Sin embargo, las tiras se rompieron y acabó fracturándose un pie en la caída.

 

El ruido de los hierros atrajo la atención de los guardias, que lo prendieron nuevamente, arrojándolo, esta vez, a un calabozo subterráneo, donde el agua le llegaba hasta las rodillas. Al verse abandonado por todos y meditando en la inestabilidad de las cosas humanas, es cuando la gracia le toca a fondo: se le aparece San Francisco de Asís y le invita a que ingrese en su Orden. Y Juan da a Dios su fiat.

 

“Tras esta visión sus cabellos se vieron milagrosamente cortados en forma de tonsura y no pensó más que en ejecutar la orden del Cielo”.2 Juan se habría transformado en un hombre nuevo.

 

Ingreso en la Orden Seráfica, duras pruebas

 

Liberado de la prisión después de pagar un voluminoso rescate, para el cual tuvo que empeñar la mayor parte de sus bienes, se dirigió al convento franciscano de Perugia y pidió que fuera admitido en la Orden. Por entonces tenía 30 años.

 

Ahora bien, para asegurarse de la autenticidad de una vocación tan súbita, el guardián de la comunidad creyó necesario someter al candidato a algunas pruebas. Para pisotear el respeto humano, le mandó que atravesara las calles de Perugia, donde hacía poco había recibido tantos honores y alabanzas, montado en un borrico, revestido de andrajos y llevando un cartel en el que se leían sus pecados. Los niños le tiraban piedras, el populacho lo seguía abucheándole, todos lo despreciaban como si se tratara de un loco.

 

En ese período, todavía a título de prueba, llegó a ser expulsado del convento dos veces, y readmitido bajo durísimas condiciones.

 

Triturando su orgullo con tales actos de humildad, no es de extrañar que haya alcanzado, en un vuelo rápido, sublime perfección en la vida religiosa. “La manera como soportó todas esas probaciones le facilitó obtener sobre sí mismo una victoria completa. Después de aquello no hubo nada que le pareciera difícil”.3

 

En las manos de un santo maestro de novicios

 

Una de las alegrías más grandes de un religioso consiste en tener un superior santo. Someterse a alguien que tenga como único objetivo templar las almas de sus subordinados, ora por la alegría de la buena convivencia, ora por la “corrección, gran medio de salvación”,4 es de hecho un gozo incomparable.

 

Así pues, con vistas a elevarlo y unirlo más a Dios, el bienaventurado Onofre de Seggiano trató de enderezarlo por el camino de la modestia dirigiéndole todos los días severas reprimendas. San Juan guardaría siempre un vivo reconocimiento, un profundo afecto y una auténtica veneración a aquel maestro de novicios: “Le doy gracias al Señor, repetía a menudo, por haberme dado tal guía; si él no hubiera usado conmigo semejantes rigores, jamás habría adquirido la humildad y la paciencia”.5

 

El método obtuvo resultados eficaces. Al aprender a ser un león contra sí mismo, se transformó en un apóstol de fuego, cuyas palabras arrebatarían a multitudes. Su simple presencia estremecería a los infiernos, sería motivo de pavor para los malos y de ánimo, entusiasmo y unión para los buenos.

 

Reformador franciscano e inquisidor general

 

La obediencia lo condujo a recorrer Europa entera, predicando el Evangelio y realizando tareas de mayor responsabilidad en el seno de los Frailes Menores o en beneficio de la Iglesia universal. Fue comisario apostólico durante años, visitador general de la Orden, vicario general repetidas veces. Con Martín V, gran lucha libró a fin de armonizar a los Hermanos Menores Observantes y a los Conventuales bajo una misma Regla

 

No era únicamente en su Orden donde se extendía la división. Una marea montante de nuevas doctrinas asolaba la Iglesia, lo que constituía otro campo de batalla. Además de los fraticelli, ya existentes, surgieron los partidarios de John Wyclif, y de Jan Hus, desviándose, cada cual con sus teorías, de las sanas enseñanzas de la tradición eclesiástica. Llegaron a tomar las armas y, a fin de imponer sus creencias a hierro y fuego, sembraban destrucción, pánico y carnicería por donde pasaban.

 

“No obstante, en el seno de esa noche de tinieblas y de sangre, frente a esos fanáticos insurgentes y a esos profetas del Infierno, San Juan de Capistrano se erigió en avanzado centinela del Papado, en el flagelo de la hipocresía y de la rebelión, en el muro inexpugnable de la verdad católica. El Papa lo había nombrado inquisidor general para toda la cristiandad”.6

 

Valiéndose de un método sapiencial, San Juan de Capistrano trataba de esclarecerles la doctrina católica a los opositores, organizaba discusiones públicas que permitían a todos exponer sus ideas y conocer la verdad de la Iglesia, y finalmente perdonaba a todos los que manifestaran arrepentimiento. Extremadamente bondadoso, sabía aliar a la justicia el sentido común.

 

A título ilustrativo, dos hechos nos permiten conocer mejor ese modo de proceder.

 

Se encontraba en Breslavia, Polonia, cuando algunos herejes, para burlarse de él, montaron una parodia: fingieron ser católicos y pusieron a un joven vivo dentro de un ataúd, con el objetivo de que hiciera el milagro de resucitarlo. Instruido divinamente, les dijo en un tono terrible: “Que su herencia sea para siempre con los muertos…”. Intentaron en vano reanimar al joven: la venganza divina lo había golpeado.

 

Muy diferente fue lo que ocurrió en el pueblo de Lach, Moravia, a cuatro días de distancia de Viena, donde en cierta ocasión estaba predicando el santo. Un matrimonio tuvo la infelicidad de perder a su hija Catalina, encontrada después de dos días de búsqueda ahogada en un pozo. Al oír los rumores de los prodigios obrados por el taumaturgo, no dudaron en emprender el viaje, llevando consigo al cadáver. Cuando llegaron ante el hombre de Dios, se postraron a sus pies implorándole misericordia. Bastó que Juan la tocara para que la niña regresara a la vida.

 

La infatigable acción apostólica de este verdadero “heraldo de la divina palabra”7 era tal que, “cuando predicaba y cuando actuaba, todos imaginaban ver a otro San Pablo”.8 No obstante, todo su poder de palabra y de atracción, toda su capacidad de unir, armonizar y arrastrar, demostrados a lo largo de los años, parecía que habían sido concedidos por la Providencia con vistas a un momento auge de la historia de la cristiandad: el sitio de Belgrado.

 

“El espíritu de nuestros príncipes tambalea”

 

A principios de 1455, los húngaros estaban decididos a firmar una tregua con los otomanos que amenazaban invadir Europa. Se sentían abandonados por el resto del continente y ante esta grave situación el legado pontificio Eneas Silvio Piccolomini, futuro Papa Pío II, le escribe a San Juan: “El espíritu de nuestros príncipes tambalea; nuestros reyes duermen, los pueblos languidecen y la barca de Pedro, golpeada por las tormentas, está a punto de ser sumergida… Cedemos a la tempestad. El fuego sagrado de vuestra palabra es el único que puede animarnos y encendernos. Los jefes de las naciones son tímidos y están divididos; hacedles oír vuestra voz”.9

 

La petición venía al encuentro de una visión profética, en la cual Dios le revelaba a Capistrano que su vida no sería coronada por el martirio de la sangre, sino por el del trabajo y del sufrimiento. Cierto día, “mientras celebraba la Misa y le pedía al Señor que le hiciera conocer en qué país surgirían, para la salvación de Europa, los nuevos Macabeos, oyó unas voces misteriosas que le gritaban: ‘¡En Hungría! ¡En Hungría!’. Esas mismas voces habían resonado en el ambiente mientras predicaba en una plaza pública”.10

 

En mayo de 1455 partía hacia Budapest, donde consiguió atraer a su causa a uno de los más valientes capitanes de la época: el vaivoda11 de Transilvania, Juan Huníades.

 

Un abigarrado ejército lo acompaña

 

Habiéndose difundido la noticia de que una formidable flota invasora se dirigía contra Belgrado, Juan de Capistrano fue en su defensa acompañado por Huníades y por una multitud de gentes del pueblo: campesinos y labradores, pobres y estudiantes, monjes y ermitaños.

 

Un abigarrado ejército lo rodeaba. No poseían caballos, lanzas o corazas. “Uno llevaba una espada, otro la guadaña y el rastrillo o un palo chapado de hierro; pero en todos había abnegación y desprecio de la muerte”.12

 

Depositaban toda su confianza en el santo fraile, el cual los exhortaba a la constancia, a la lucha por la fe y al martirio: “Sea avanzando o siendo derrotados, sea golpeando o siendo golpeados, invocad el nombre de Jesús; porque sólo en Él está la salvación”.13

 

Aquel abigarrado ejército depositaba toda su

confianza en el santo fraile

Batalla de Belgrado, por Joseph Brenner – Museo de

Historia Militar, Belgrado

Teniendo a Juan Huníades por cabeza y brazo fuerte, y al santo fraile como corazón y alma, la peculiar milicia consiguió vencer la primera batalla en el Danubio, pero enseguida los otomanos se reagruparon y atacaron con redoblado esfuerzo las murallas de la ciudad de Belgrado.

 

La vista del inmenso ejército reunido por el enemigo era tan aplastante que el propio Huníades tuvo un momento de vacilación: “Padre mío, estamos vencidos… Vamos a sucumbir infaliblemente”.14 Pero el capuchino, interrumpiéndole, le contesta con voz indignada: “No temáis, ilustre señor; Dios es todopoderoso”.15

 

El enemigo huye del campo de batalla

 

En la madrugada del 22 de julio de 1456, tras reñidos combates, había llegado el momento decisivo. Los cristianos, que hasta entonces defendían la ciudad con piedras y flechas, fueron asumidos por una inspiración súbita: recogieron madera y matorrales, les prendieron fuego y lanzaron paquetes incandescentes sobre los asaltantes. Éstos, cegados por el humo y quemados por las llamas, retrocedieron espantados, huyendo y cayendo en fosos.

 

Entonces, al mando de Capistrano, todos aclamaron el nombre de Jesús y se precipitaron en dirección a las filas enemigas, mientras el fraile repetía su grito de guerra: “¡Victoria! ¡Jesús, victoria!”. Herido y viendo a su ejército dispersado, el sultán huyó del campo de batalla, dejando tras de sí veinticuatro mil muertos, trescientos cañones y muchos despojos.

 

Poco tiempo después San Juan enferma. Un sábado, el 23 de octubre de 1456, en entera serenidad, con los ojos fijos en el cielo, entrega su alma al Dios de las victorias con 70 años. Siglos después, ya elevado a la honra de los altares, la Iglesia lo declararía patrón de los capellanes castrenses.16

 

Santo de la combatividad marial

 

“Humanamente hablando, ¿qué hombre fue en su siglo mayor que San Juan de Capistrano?”, se preguntaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira. Y a continuación respondía: “Santo, orador, estadista, diplomático, general de una Orden religiosa importantísima y, finalmente, guerrero, fue eximio en todo. Y el secreto de su grandeza está precisamente en la santidad, en el auxilio de la gracia que le permitió vencer los defectos de su naturaleza y aprovechar admirablemente todos los dones sobrenaturales y naturales que Dios le había dado”.17

 

Santo de la combatividad marial, Juan de Capistrano fue un excelente reflejo de aquella que es calificada por las Escrituras como “terribilis ut castrorum acies ordinata” 18 (Cant 6, 3). Trabajando contra el relajamiento interno en su Orden, se convirtió en su reformador; enfrentando las herejías que asolaban la Iglesia, se hizo teólogo e inquisidor; contra el peligro del Creciente invasor, intrépido luchador. Impugnando, con su ardiente palabra, los vicios de la sociedad, fue como un nuevo Apóstol. Y, sobre todo, luchando contra sí mismo, venció una pelea superior a todas las demás: la Iglesia hoy lo reconoce como santo, y los fieles junto a María, lo honrarán por toda la eternidad.

 

1 KERVAL, Léon de. Saint Jean de Capistran: son siècle et son influence. Bordeaux-Paris: Chez les Soeurs Franciscaines; Chez Haton, 1887, p. 7.

2 Ídem, p. 10.

3 ROHRBACHER, René François. Vidas dos Santos. São Paulo: Editora das Américas, 1959, v. XVIII, p. 417.

4 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. La corrección fraterna: ¿Opción o deber? In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 62 (septiembre, 2008); p. 11.

5 KERVAL, op. cit., p. 12.

6 Ídem, p. 70.

7 Ídem, p. 47.

8 ROHRBACHER, op. cit., p. 417.

9 KERVAL, op. cit., p. 133.

10 Ídem, p. 134.

11 Título que se daba a los gobernadores y soberanos de Moldavia, Valaquia y Transilvania.

12 WEISS, Juan Bautista. Historia Universal. Barcelona: La Educación, 1929, v. VIII, p. 76.

13 KERVAL, op. cit., p. 138.

14 Ídem, p. 139.

15 Ídem, ibidem.

16 Cf. SAN JUAN PABLO II. Servandus quidem.

17 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Catolicismo e “carolice”: reflexões para a festa de São João de Capistrano. In: Catolicismo. Campos dos Goy tacazes. Año II. N.º 15 (marzo, 1952); p. 4.

18 Del latín: “terrible como ejército ordenado en batalla”.

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