Hombre pobre y poco inteligente, San Juan María Vianney se convirtió en un ejemplo de la Omnipotencia Divina por la santidad de su vida y eficacia de su acción.
La vida de San Juan María Vianney, uno de los mayores santos del siglo XIX, presenta muchos aspectos dignos de comentarios.
El fue, en las primeras décadas del siglo XIX, un seminarista muy pobre y de inteligencia notablemente pequeña. Hizo sus estudios de seminario con un esfuerzo extraordinario y durante algún tiempo se llegó a dudar de su vocación sacerdotal, por causa de esa insuficiencia de inteligencia. Se graduó a duras penas – se puede decir que consiguió el diploma de fin de curso de seminario apenas en el límite de lo mínimo suficiente –, y por ser un hombre tan apagado, de tan pocos predicados naturales, fue enviado por el Obispo a un minúsculo pueblo del sur de Francia: la pequeña aldea de Ars.
Allí comenzó su actuación sacerdotal, que llenó de luz a Europa entera y después se propagó al nuevo mundo; posteriormente fue proclamado modelo y patrono del clero.
Modelo de sacerdote
¿Qué distinguía a este santo?
Aunque no tuviese ninguna de las cualidades naturales para ejercer un sacerdocio extraordinario, fue sin embargo un magnífico sacerdote, un apóstol estupendo, un confesor dotado de un rarísimo discernimiento, un predicador que ejercía una influencia profunda sobre las almas y, por encima de todo, con un título que constituye la arquitectura de todo el resto: fue el propio modelo de sacerdote.
¿Cuál fue la razón de la eficacia de su apostolado?
Como bien dijo Santa Teresita del Niño Jesús, para el amor nada es imposible, y quien ama verdaderamente a Dios Nuestro Señor y a Nuestra Señora, obtiene los medios para hacer aquello a lo cual lo llama la Divina Providencia.
Enseñanza dotada de potencia
El era un predicador extraordinario. Estudiaba sus sermones, procurando prepararlos con cuidado. No subía a las altas regiones de la Teología, pues sus homilías trataban a respecto de las nociones catequéticas comunes con las cuales un sacerdote instruye al pueblo. Sin embargo, el santo Cura de Ars enseñaba con tanta unción, compenetración, fe y amor, que todo lo que él decía se volvía atrayente. Muchas veces, teniendo una voz débil – en esa época en que no había micrófonos –, no conseguía hacerse oír por las multitudes que se acumulaban en la puerta del templo y hasta del lado de afuera. Pero sólo con verlo y con escuchar una u otra frase que pronunciaba, las personas se convertían.
Dios en un hombre
Don Chautard, en “El alma de todo apostolado”, cuenta este hecho muy característico: curioso por la fama de San Juan María Vianney, un abogado de París fue a visitar la pequeña ciudad de Ars para conocerlo. Cuando el abogado volvió a París, le preguntaron:
– ¿Qué vio Ud. en Ars?
El dio esta respuesta, que constituye la mayor gloria que un hombre puede tener:
– Yo vi a Dios en un hombre.
Es decir, se notaba que Dios estaba en él.
Era sólo comenzar a hablar, que las almas se conmovían y se modificaban; las conversiones que él hacía eran sorprendentes y muy numerosas.
Confesionario utilizado por San Juan María Vianney
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Don Chautard se pregunta: ¿por qué el Cura de Ars conseguía convertir, siendo poco dotado intelectualmente, mientras otros padres tan inteligentes, muchas veces no convierten a nadie? Y responde: él tenía una gran vida de pensamiento, de meditación, una intensa vida interior. Por el hecho de tener esa vida interior, estaba persuadido y compenetrado de las doctrinas que enseñaba. Y cuando hablaba, las personas tenían la sensación de tener un contacto vivo con las verdades de las cuales él era heraldo.
El poseía la unción, el carisma de la prédica, y Ars se convirtió en un centro de peregrinación: a semejanza del abogado hace poco mencionado, personas de toda Francia y también de otras regiones de Europa iban a Ars, con el fin de ver y oír a ese sacerdote.
Verdadero mártir del confesionario
El fue además un verdadero mártir del confesionario, donde permanecía horas enteras oyendo confesiones. Podemos imaginarnos qué representa para un padre quedarse sentado en una verdadera cabina de oscuridad, oyendo los pecados de las personas, y dándoles consejos durante horas y horas. ¡Qué tremenda penitencia eso representa!
San Juan María Vianney era un sacerdote que seguía el consejo dado por San Alfonso de Ligorio: oía cada confesión sin prisa, como si tuviese sólo a esa persona para atender, y luchaba cuerpo a cuerpo con los pecados de ese individuo.
El aconsejaba, insistía. Y cuando la persona no tenía el propósito serio y verdadero de enmendarse de sus pecados, le negaba la absolución.
Eso llegaba a tal punto, que había parroquianos que se iban a confesar en otras parroquias para recibir la absolución. El les decía: “si otros padres los quieren mandar al infierno… yo soy su párroco y no les doy la absolución”.
Después de un día entero en la Iglesia, comenzaba la batalla nocturna contra el demonio
Este padre extraordinario pasaba el día entero en la iglesia: en el púlpito, en el confesionario, en el altar. Se podría pensar que cuando él iba en la noche a su casa, gozaría de un buen reposo. Sin embargo, ahí comenzaba una de las más extrañas facetas de su vida: la batalla nocturna con el demonio.
Cuentan los biógrafos de San Juan Bautista Vianney que en cierta ocasión él tuvo un sueño en el cual se vio siendo juzgado por Dios, y el demonio decía contra él: “es necesario castigarlo, porque en tal ocasión él estaba muy cansado, y al pasar al lado de una cerca, se comió dos racimos de uvas.” De hecho, él estaba huyendo del servicio militar, porque Napoleón obligaba a los seminaristas a servir en la guerra. Y el demonio añadió: ¡Ladrón! ¡Se comió dos racimos de uvas, debe ser castigado!”
Y San Juan María Vianney respondió: “Tú mientes, no soy ladrón, porque dejé en tal lugar el dinero correspondiente al precio de los racimos de uvas, para que el dueño lo cogiera cuando pasara por ahí.”
Cuando venía a confesarse un alma particularmente dominada por el demonio, éste comenzaba a atormentar a San Juan María Vianney en la noche anterior. En cierta ocasión le prendió fuego a su cama, habiendo quedado una parte del colchón toda tiznada por las llamas. Felizmente, él no se hirió. El demonio lo odiaba porque sentía que una de sus víctimas iba a serle arrancada por el santo.
El Santo Cura de Ars hacía penitencias, se flagelaba y rezaba por esas almas, para conseguir que sus palabras fuesen portadoras de las gracias necesarias para operar sus conversiones. Llevó además una vida de intenso ayuno, e hizo de su confesionario un largo martirio de su existencia.
Atribuía sus milagros a Santa Filomena
Para acentuar aún más su apostolado, la Providencia le dio el don de hacer milagros.
En su iglesia había una reliquia insigne de Santa Filomena, mártir. Antes de hacer algún milagro, él decía: “¡recemos a Santa Filomena!” Y cuando el milagro era realizado, decía que Santa Filomena lo había hecho, para que no le tocase a él la gracia y la gloria de haberlo obrado.
Revelando el pasado milagrosamente
Termino recordando un hecho extraordinario, contado por una penitente suya.
Una joven fue a confesarse y San Juan María Vianney le preguntó:
– Hija mía, ¿Ud. se acuerda de que estuvo en un baile en tal ocasión?
Podemos imaginarnos la sensación que ella tuvo.
– ¿Se acuerda de que, en determinado momento entró en la sala de baile un joven muy bien apersonado, elegante, correcto, y bailó con varias jóvenes?
– Sí, me acuerdo.
– ¿Se acuerda de que Ud. tuvo mucho deseo de que él bailara con Ud.?
– Me acuerdo.
– ¿Se acuerda de que el joven no lo hizo y por eso Ud. lo miró con cierta tristeza? Y en el momento en que él salió de la sala, viendo accidentalmente sus pies, ¿notó una luz azul que salía de sus pies?
– Me acuerdo.
– Aquél hombre era el demonio, que tomó forma humana y bailó en esa fiesta con varias jóvenes. El no le pidió a Ud. que bailara con él, porque Ud. es Hija de María y estaba con la Medalla Milagrosa en el pecho.
El le estaba revelando un pasado que no podía conocer. Por lo tanto, no podía dejar de ser verdad. Se trataba de una revelación impresionante.
Podemos imaginarnos la atmósfera creada en la pequeña iglesia de Ars cuando los peregrinos salían, unos convertidos, otros con su pasado desvendado, todos regenerados y cantando alabanzas a San Juan María Vianney.
(Revista Dr. Plinio No. 173, agosto de 2012, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias de 10.7.1968, 22.5.1976 y 6.10.1990)