San Lorenzo de Brindis: Ardoroso defensor de la fe

Publicado el 07/23/2018

Dotado por la Providencia de muchos dones, la luz de su vocación brillaba en el púlpito, en las misiones diplomáticas, en el campo de batalla o en sus obras escritas, por las que fue proclamado Doctor Apostólico de la Iglesia.


En medio al fasto y las alegrías superficiales del Renacimiento pagano y a los errores del protestantismo que minaban la cristiandad, verdaderas multitudes acudían ávidas para ver, oír e incluso tocar a un austero fraile capuchino de nombre Lorenzo.

En su semblante trasparecían las marcas de la mortificación, lucía en su mirada la sabiduría propia de los que contemplan las realidades sobrenaturales, y su hábito, gastado y sobrio, proclamaba la renuncia a los placeres y frivolidades mundanas.

Pequeño y prodigioso predicador

Vino al mundo el 22 de julio de 1559 -día de Santa María Magdalena, por quien nutrió profunda devoción durante toda su vida-, en la ciudad italiana de Brindis, recibiendo en el Bautismo el nombre de Julio César. Se cuenta que, poco antes de su nacimiento, una luz celestial envolvió muchas veces a su madre, lo que parecía ser presagio de un futuro glorioso para el nasciturus.

Desde tiernísima infancia manifestó poseer un alma singularmente piadosa. Con 4 años fue puesto bajo la tutela de los frailes del convento franciscano de San Pablo Eremita, en su ciudad natal, a fin de recibir una sólida formación. La seriedad y compenetración de su comportamiento causaban admiración hasta en los religiosos más observantes.

Enseguida inició el estudio de la Sagrada Escritura y, habiendo sido dotado por la Providencia de una memoria espectacular, repetía con exactitud y viveza los sermones que oía. Maravillados, los frailes se reunieron para escucharlo y no era raro que lo convocaran para predicar en los Capítulos del convento.

Contaba con tan sólo 6 años de edad cuando el arzobispo, Mons. Francisco Alcander, quiso oírlo predicar, atraído por su fama. Para dejarlo más a voluntad, el prelado se camufló entre los fieles y quedó encantado con la sabiduría de aquel niño, que hablaba con la desenvoltura del Apóstol. Concluida la predicación, “lo estrechó tiernamente entre sus brazos, le dio su bendición y, con ella, licencia amplia para predicar en todo su arzobispado, y muy en particular en el púlpito de su iglesia catedral, tocando la campana para llamar al pueblo”.1

A los sermones del jovencísimo predicador acudían no sólo los niños, sino también muchos adultos. Con modesto desembarazo discurría sobre las verdades de la fe, repitiendo enseñanzas aprendidas en varias ocasiones, y arrastraba a las almas a la conversión.

Preparándose para las arduas luchas venideras

El futuro fray Lorenzo tenía experimentados formadores. Aunque consideraban en alto grado su talento, nunca lo elogiaron en su presencia. Supieron iniciarlo tanto en las ciencias humanas como en la divina, de modo que si el niño sobresalía en aquellas, debía alcanzar también el pináculo de ésta. La práctica de la virtud, las mortificaciones y la humildad le eran exigidas igualmente. Con naturalidad salía del púlpito para dedicarse a los humildes quehaceres del convento: barrer el patio, limpiar el entarimado y cosas del género.

A los 14 años aún vivía con los frailes conventuales de San Pablo Eremita, y pensaba permanecer allí el resto de sus días. Sin embargo, las circunstancias lo obligaron a mudarse a Venecia, donde continuó sus estudios en una escuela regentada por su tío, Pedro Rossi, hombre de virtud y doctrina, y en los capuchinos encontró Julio César su verdadera vocación.

Con el objetivo de ingresar en esta rama de la seráfica Orden Franciscana, intensificó su vida de piedad y penitencia: se disciplinaba con frecuencia, dormía poco y sobre tablas, ayunaba tres veces a la semana y usaba silicio. Como un auténtico guerrero, se fortalecía para las arduas luchas que habría de librar en los diversos y arriesgados campos que la Divina Providencia le había reservado.

Entrega a su vocación

Todos sus ratos libres los dedicaba a estar con los capuchinos de Venecia, hasta que fue admitido como novicio en Verona. El 18 de febrero de 1575 recibió el hábito y el nombre que, por su santidad, refulgiría en el firmamento de la Iglesia: fray Lorenzo de Brindis.

En el tiempo del noviciado pasó por grandes pruebas, tanto de alma como de cuerpo. Fue acometido por varias enfermedades, pero las sufría contento, por amor a Dios y a la Santísima Virgen, a quien se había consagrado. En 1576 hizo la solemne profesión de votos y únicamente deseaba ser hermano lego. Sus superiores, no obstante, le aconsejaron que abrazara la vida sacerdotal, para lo cual lo enviaron a Padua, a fin de que cursara Filosofía. En 1582, a los 23 años, recibió la ordenación presbiteral y pronto acumuló los encargos de predicador, maestro de novicios y profesor de Teología. Veinte años después sería elegido además superior general.

 

Ardiente devoción a la Santa Misa

Celebraba la Sagrada Eucaristía con un recogimiento y una devoción fuera de lo común, y no era raro encontrarlo en éxtasis durante el Santo Sacrificio, por lo que, con frecuencia, su celebración tardaba varias horas. Respecto a esto el P. Juan Semproni atestigua en el proceso de canonización del santo: “No es posible expresar sus manifestaciones de afecto durante la Misa y sus suspiros, como ebrio de amor divino. Prorrumpía en palabras como si

estuviera hablando con Jesucristo o con su Madre Santísima. Vi algunas veces transformarse su cara como en fuego”.2

En las embajadas apostólicas y diplomáticas, una de sus inquietudes era la de garantizarse un lugar donde se pudiera celebrar, como recuerda el P. Gaspar de Gasparotti, su compañero en varias de ellas: “Siempre se preocupaba por la Santa Misa, y en sus viajes solía comprobar con mucha diligencia dónde podría celebrarla”.3

El P. Gasparotti se acuerda especialmente de un viaje que hicieron pasando por Suiza, en el que fray Lorenzo, al hallarse en tierras protestantes, no dudó en andar unos 30 kilómetros en una tarde y otros tantos a la mañana siguiente hasta llegar a un pueblo católico donde finalmente “celebró la Santa Misa con su devoción habitual, contagiándonosla a los demás”.4

En sus últimos años muchos sufrimientos acometieron a fray Lorenzo, causados, por ejemplo, por la gota. Ésta se agravó hasta el punto de que no se podía mover ni ser tocado por otro sin sentir gran dolor. Incluso en ese estado, narra otro de sus compañeros, el P. Juan María de Monteforte, “siempre quiso celebrar la Santa Misa. Yo ayudaba a llevarlo hasta el altar, donde adquiría fuerzas a medida que se revestía de los paramentos sagrados, y acabando de vestirse, le venían las suficientes energías como para superar su enfermedad y celebrar de pie la Santa Misa. […] Terminada ésta y retiradas las vestimentas sacras, le volvía la indisposición, haciéndose necesario transportarle de nuevo hasta la cama”.5

Milagros operados en vida

El P. Semproni revela que “tenía el don de las lágrimas en la Misa, hasta el punto de empapar los pañuelos con los que se enjugaba. Muchos fieles conservaron esos pañuelos por devoción, y aplicados sobre algunos enfermos recibían la gracia de la curación”. 6

No sólo esas reliquias tenían el poder de curar, sino también sus bendiciones. Las personas iban a su encuentro para verse libres de las molestias, tanto de alma como de cuerpo, siendo por eso llamado por el pueblo de “padre santo”.7

En su proceso de canonización constan “noventa y siete milagros de los que hizo en vida”.8 Uno de los beneficiados, Giacomo delle Perlefalse, se quedó ciego durante más de un año cuando era niño. Tras haberlo llevado a varios médicos, sin resultado, su madre decidió recurrir al santo capuchino. Y el que fue objeto del milagro declara: “Sentí que con sus dedos me tocó los ojos y de pronto empecé a ver, y cesó el dolor de los ojos”.9

Valentía en defensa de la Iglesia

Sin embargo, la mayor gloria de San Lorenzo no fue la de realizar milagros, que sólo los hacía para unir más las almas a Dios. Su gran mérito fue el de predicar con valentía en defensa de la Santa Iglesia.

En uno de sus sermones, en Praga, arriesgó públicamente su vida al decir que “estaba preparado para dar su cabeza, y cien más si las tuviera, por la fe católica; y que jamás dejaría de propagarla con todas sus fuerzas, incluso a costa de su sangre”.10

Por todas partes donde iba, predicaba con ardor contra los pecados, conmoviendo los corazones y convirtiendo multitudes en diversas ciudades italianas, como Nápoles, Mantua, Génova, Padua, Verona, Milán, entre otras. Defendía con tanto amor las verdades de la religión, que el arzobispo de Pavía llegó a llamarlo de “el nuevo San Pablo”.11

Pero su capacidad no provenía únicamente de cualidades humanas. En cierta ocasión, el P. Semproni le preguntó cómo lograba predicar sin preparación previa y él le respondió: “Cuando comienzo la predicación, la inteligencia y la memoria se abren”.12 Y con un gesto de manos indicó que era como si leyera en un libro abierto. A otro capuchino, fray Andrés de Venecia, le dijo confidencialmente que lo que sabía “era por una gracia especialísima de Dios, que le había infundido toda la doctrina de su divina Majestad, en particular la lengua griega, hebrea y caldea”.13

Desde su ordenación sacerdotal hasta su muerte, San Lorenzo ejerció las más diversas misiones. Recorrió a pie casi todas las naciones católicas de Europa, ora como superior general de la Orden, ora como embajador de paz, ora como enviado por el emperador o por el Papa para coordinar a los príncipes católicos en la lucha contra la herejía y la invasión turca.

Tan importante fueron esas misiones para la cohesión de la fe que el Papa Pablo V le otorgó en 1606, por medio de una bula personal, “las más amplias facultades para predicar en todas partes sin necesidad de pedir la autorización de los obispos diocesanos”.14

 

Fe heroica en el campo de batalla

De día y de noche nuestro santo llevaba al cuello una cruz de madera, de más o menos un palmo, en la cual había incrustado varias reliquias. Era ese su único instrumento para bendecir a las personas o defenderse, cuando se veía obligado a actuar en situaciones de guerra. Su participación en la batalla de Alba Real, hoy Belgrado, primera de las que le tocó estar presente, así la describe un testigo ocular de nombre Carlos de Vicecones: “No llevaba ningún tipo de armadura, ni tampoco se defendía, sino que con su simple hábito capuchino y una cruz en la mano se movía por todas partes, ejerciendo sin temor su oficio.

La ciudad de Belgrado fue conquistada con facilidad y de manera muy feliz; no obstante, poco después regresó el ejército turco atacando con gran ímpetu. El P. Brindis, que andaba de un sitio para otro animando siempre, y no sólo predicando en particular, sino en voz alta, nos alentaba a permanecer firmes, a no ceder terreno, anunciando que la victoria sería nuestra”.15

En esa misma batalla, el P. Ambrosio de Florencia recuerda que el caballo de San Lorenzo se metió entre los enemigos y que sólo no murió porque el animal dio la vuelta. Entonces acudieron en su auxilio dos oficiales cristianos y le pidieron que se alejara, pues estaba en una zona de mucho riesgo. Y les respondió: “Señores, ¡adelante, adelante! Este es mi lugar. ¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria!”.16 Y el P. Juan María de Monteforte cuenta que, en otro momento, fray Lorenzo “llegó a sentir el golpe de una cimitarra”, pero que “por la gracia de Dios y de la Santísima Virgen” no le hizo ninguna herida.17

En diversas ocasiones benefició a los soldados del ejército católico con su presencia. Fray Juan Bautista de Mantua narra que vio, en una batalla librada en Hungría, al P. Brindis haciendo la señal de la cruz y las balas de la artillería enemiga dando la vuelta de forma que “regresaban hacia los tiradores o caían al suelo a mitad de camino, sin lesionar a los cristianos”.18

Estos y otros hechos fueron narrados por testigos oculares y constan en el proceso de canonización de nuestro santo. En ellos se vislumbra el grado de virtud alcanzado por San Lorenzo y su plena convicción de que el divino Redentor nunca abandona a sus hijos, incluso en las circunstancias más difíciles.

Doctor Apostólico de la Iglesia y amor a María

Merece especial mención también la vasta y proficua producción escrita de San Lorenzo. Después de examinarla durante diez años, la Sagrada Congregación de Ritos la aprobó, haciendo este significativo elogio a su autor: “Verdaderamente puede ser contado entre los Santos Padres”. 19 En 1959 fue proclamado, por la Santa Sede, Doctor Apostólico de la Iglesia.

No menos digno de nota es el profundo amor a la Santísima Virgen que deja traslucir en sus obras. Imbuido de la máxima “de Maria nunquam satis” [María nunca será lo suficientemente exaltada], repetida por numerosos santos, teólogos y predicadores a lo largo de los siglos, San Lorenzo no perdía la oportunidad de ensalzarla y cantarle alabanzas. A fin de cuentas, ¿no es nuestra Señora la excelsa morada de Dios entre los hombres?

En cualquier altar en que celebrara la Santa Misa, no podía faltar una imagen de la Virgen Madre con el Niño Jesús en los brazos. Por privilegio personal siempre lo hacía en su memoria, salvo en los días solemnes o en la conmemoración de algún santo de su particular devoción, como su patrón, el mártir San Lorenzo, o Santa María Magdalena, en cuyo día de su fiesta había nacido y luego vino a entregar su alma a Dios.

En efecto, se encontraba en Lisboa, a donde había viajado como embajador del rey de Nápoles ante Felipe III, que había ido a Portugal a asumir aquel reino, cuando, después de una corta enfermedad, vino a fallecer el 22 de julio de 1619.

 

Su austera vida de capuchino puede ser sintetizada en el refulgir de una constelación de virtudes, opuestas a los defectos de la época, y fue María Santísima -llamada por él Virgen de la Plenitud, por haber depositado Dios en Ella una infinitud de gracias- quien lo animó durante toda su existencia. Y con respecto a Ella, entre otros, nos deja este consejo: “Sea María siempre para nosotros ejemplo de paciencia invencible, de virtud invicta, de ánimo inconmovible, de modo que ninguna tribulación o criatura alguna nos separe de la caridad de Cristo”.20

1 AJOFRÍN, Francisco de. Vida, virtudes, y milagros del Beato Lorenzo de Brindis. Madrid: Joachîn Ibarra, 1784, p. 9.

2 SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS. Summarium super dubio. In: Beatificacionis et canonizationis Ven. servi Dei P. Laurentii a Brundusio. Positio super dubio. Romæ: Reverendæ Cameræ Apostolicæ, 1756, p. 74.

3 Ídem, p. 261.

4 Ídem, ibídem.

5 Ídem, p. 71.

6 Ídem, p. 74

7 Ídem, p. 182.

8 PEÑA, Ángel. San Lorenzo de Brindis. Luchador contra los turcos. Lima: Libros Católicos, 2017, p. 31.

9 SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, op. cit., p. 161.

10 SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS. Informatio super dubio. In: Beatificacionis et canonizationis Ven. servi Dei P. Laurentii a Brundusio. Positio super dubio, op. cit., p. 14.

11 RELIGIOSO CAPUCHINO. Vida de San Lorenzo de Brindis. Salamanca: Librería del Sagrado Corazón, 1911, p. 14.

12 SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Summarium super dubio, op. cit., p. 51.

13 Ídem, p. 54.

14 ARMELLADA, Bernardino de. Introducción. In: SAN LORENZO DE BRINDIS. Marial. María de Nazaret, “Virgen de la Plenitud”. Madrid: BAC, 2004, p. XII.

15 SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Summarium super dubio, op. cit., p. 85.

16 Ídem, p. 93.

17 Cf. Ídem, p. 86.

18 Ídem, p. 83.

19 AJOFRÍN, op. cit., p. 84.

20 SAN LORENZO DE BRINDIS, op. cit., María, la Mujer del Apocalipsis. Sermón sexto, n.º 5, p. 74.

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