San Odilón, el cuarto de los abades de Cluny que mereció la gloria de los altares, pasó a la Historia como siendo la síntesis y el ejemplo vivo del espíritu de esa mítica institución.
A través de la vocación, Dios traza para cada uno de sus hijos un camino específico de santificación y les da aptitudes naturales y sobrenaturales que favorecen el cumplimiento de ese llamamiento individual e irrepetible. Pero también les invita a que pongan esos dones, de uno u otro modo, al servicio de la Iglesia y del prójimo.
Con los mansos y humildes era gentil y afable; con los orgullosos y malvados, no obstante, se volvía terrible Ilustración del libro “Saint Odilon, abbé de Cluny”, de Pierre Jardet
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En una de sus epístolas, el apóstol San Pedro nos exhorta: “Como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido. Si uno habla, que sean sus palabras como palabras de Dios; si uno presta servicio, que lo haga con la fuerza que Dios le concede, para que Dios sea glorificado en todo, por medio de Jesucristo” (1 P 4, 10-11).
Al analizar la trayectoria dos veces milenaria de la Santa Iglesia Católica podemos ver cómo a menudo la Providencia escoge a determinadas almas para la ejecución de misiones de singular importancia. No realizan su propia vocación en el ámbito de sus relaciones, sino que su acción está destinada a alcanzar un campo más amplio, y no raras veces la Iglesia en su conjunto.
Son personas providenciales, escogidas para desempeñar un papel prominente y de esta manera indicarles a sus contemporáneos los designios divinos. Asistidas por luces sobrenaturales, comprenden con particular agudeza los errores difundidos en su época, disciernen las asechanzas del mal y las necesidades de los buenos, señalándoles la dirección a seguir para conseguir la expansión del Reino de Dios. Como corolario, son en muchos casos agraciadas con notables cualidades humanas, acordes con la misión recibida.
En este artículo vamos a considerar una de esas figuras de la Historia de la Iglesia: San Odilón, abad de Cluny. Pero antes, para que podamos apreciar mejor su obra y la de sus monjes, será necesario analizar la difícil coyuntura de los días en los que vivió.
El mundo inmerso en el caos
Las vicisitudes que amenazaban a Occidente en los siglos IX y X dieron lugar a enormes incógnitas y no menores aprensiones. Con la disgregación del imperio carolingio y la intensificación de las embestidas bárbaras, la sociedad se vio debilitada y minada en sus fundamentos.
Llenas de inseguridad y pavor, las poblaciones buscaban refugio en los señores feudales, hombres de armas que se comprometían a protegerlas de los peligros a cambio de sus servicios. No obstante, la mayor parte, a pesar de profesar la fe cristiana, estaban lejos de ostentar una conducta moral según las exigencias del Bautismo. Valiéndose sin escrúpulos de las posibilidades generadas por la anarquía para expandir sus dominios, prorrogaban indefinidamente sangrientas rivalidades.
En el ámbito religioso, los motivos para temer no eran menos graves: la intromisión de los soberanos en los nombramientos eclesiásticos, junto con el relajamiento de las costumbres de los clérigos, abrieron las puertas de la sagrada Jerarquía a candidatos poco dignos, que no tardaron en meterse en intrigas y ambiciones mundanas, y a dar riendas sueltas a sus pasiones desordenadas. El problema llegaría a alcanzar enormes proporciones, culminando en la célebre Querella de las investiduras.
A Europa le faltaba una fuerza capaz de hacer frente a los errores extendidos tanto en la esfera temporal como en la espiritual. Para sorpresa de todos, esa fuerza se irguió en el silencio de un claustro, donde monjes pobres, obedientes y castos comenzaron una osada obra renovadora. Como hijos ejemplares de la Iglesia, que “encarna el único elemento de estabilidad en un Occidente desorientado”,1 ellos “dan un paso adelante y, si se quiere, inician un viraje en el monaquismo occidental, acercándose más y más al pueblo y preocupándose no sólo de su propia santificación, sino de la reforma moral del mundo cristiano”.2
Cluny y sus santos abades
Borgoña, hermosa región vinícola situada en el centro este de Francia, aún alberga en nuestros días la pequeña ciudad de Cluny, donde, en el año 910, el duque Guillermo el Piadoso le regaló un terreno a San Bernón, que deseaba iniciar allí una comunidad monástica bajo la regla de San Benito.
Los monjes cluniacenses entendieron la necesidad de iniciar una obra que destacase por la máxima fidelidad a los preceptos de la vida religiosa Vista del actual monasterio de Cluny
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“Hay lugares bendecidos por una predestinación que nadie puede prever y sobre los cuales sólo Dios se ha reservado los secretos. Cluny es uno de esos lugares”.3 Según las apariencias, la nueva fundación sería únicamente un monasterio más, como tantos otros edificados en la misma época. Sin embargo, cuando sus paredes de estilo románico empezaron a recibir a las jóvenes vocaciones que enseguida llegaron pidiendo su admisión, fue posible notar que un impulso de fervor distinguía a esos hombres de Dios.
De hecho, los monjes cluniacenses entendieron la necesidad de iniciar una obra que destacase por la máxima fidelidad a los preceptos de la vida religiosa. Con enorme entusiasmo se dedicaron a la oración, al trabajo, al estudio, a las obras de caridad y, sobre todo, al oficio litúrgico, pudiéndose afirmar que “la vida en Cluny fue la vida benedictina total”. 4
Digno de mención era su amor a la Santa Misa, que los llevó a promover diariamente celebraciones ininterrumpidas desde el amanecer hasta el medio día y la asidua recepción de la Eucaristía por parte de todos los monjes. El secreto del dinamismo de Cluny viene siendo cuestionado desde hace siglos, pero podemos atribuir a esos dos factores la razón más profunda de la fuerza que la abadía llegó a adquirir.
También cabe recordar que durante dos siglos el monasterio tuvo al frente a grandes abades, verdaderas figuras de proa que supieron delinear y conducir con sabiduría el nuevo estilo de consagración a Dios. Los gobiernos de San Bernón, San Odón, San Maïeul, San Odilón y San Hugo proporcionaron un amplio reconocimiento a Cluny, lo que llevó a numerosos monasterios a unirse a él, hasta el punto de contar con casi 1.500 unidades hermanadas, esparcidas por Europa.
“La expansión de Cluny se debió a la calidad monástica de algunas personalidades eminentes que estaban al frente y que pudieron, desde el principio, imponerse a una comunidad realmente necesitada de reformas. A esto se añadió la superioridad de los estatutos bien definidos, la brillante organización de orientación internacional y una posición central en el corazón del Occidente latino”.5
San Odilón, el cuarto de los abades que mereció la gloria de los altares, es el que mejor parece que sintetiza el espíritu de la mítica institución, al que San Fulberto, Obispo de Chartres, su amigo y admirador llamaba el “Arcángel de los monjes”.6
Curado por la Santísima Virgen
Nació en Auvernia, alrededor del año 962, en el seno de una familia de elevado linaje y ascendencia principesca por parte materna. Pero su ilustre nacimiento no libró al bebé de las desdichas de este valle de lágrimas: tercer hijo de Bérau, conde de Mercoeur, y de la no menos noble Gerberge, fue víctima de una grave enfermedad que lo dejó paralítico. A duras penas podía mover las manos y los pies.
Cuando San Maïeul falleció, la pesada cruz del gobierno de Cluny recayó sobre los jóvenes hombros de Odilón, que sería abad durante 55 años Tumbas de San Maïeul y San Odilón Iglesia prioral de San Pedro y San Pablo, Souvigny (Francia)
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No obstante, un alto designio se proyectaba sobre aquel niño. Se encontraba aún en los primeros años de su infancia cuando, durante un viaje, su familia —mientras se proveía de víveres— lo dejó con el equipaje delante de una iglesia dedicada a la Virgen María. En ese momento sintió una misteriosa inspiración de entrar en el recinto sagrado y se arrastró como pudo hasta la puerta y, con emocionante tenacidad, consiguió llegar hasta el altar dedicado a la Reina de los Cielos. Entonces se agarró al mantel que lo cubría, con la intención de ponerse de pie, y de pronto he aquí que siente que una fuerza misteriosa penetra en él. ¡Se había curado!
Este prodigio fue el principio de una entrañada y filial relación con la Madre de Dios, que perduró toda su vida. Más tarde, tal vez para confirmar su gratitud, se consagró a Ella como esclavo, ciñéndose al cuello una cuerda, cuyo extremo depositó a los pies de una imagen de María, y rezando una piadosa fórmula de oferecimiento: “Desde entonces —comenta Dom Jacques Hourlier— Odilón ya no era un hombre libre: acababa de ‘darse’ a Nuestra Señora, al igual que otros enajenaban su libertad en las manos de un señor”.7 Se adelantaba así, en cierto sentido, la esclavitud a la Santísima Virgen que siglos después enseñaría San Luis María Grignion de Montfort.
Su frágil salud no le permitió seguir la carrera de armas, como era costumbre entre los nobles de aquella época. Ingresó, pues, en la ilustre escuela de Saint-Julien de Brioude, de cuyo capítulo se hizo canónigo. Sin embargo, un encuentro casual con San Maïeul, abad de Cluny, determinaría su destino: sería monje de esa abadía. Dios bendijo desde el primer momento ese feliz encuentro y una profunda amistad los unió en la vida y en la muerte. El joven Odilón, de tan sólo 26 años, se inclinaba como hijo ante la venerable figura del abad octogenario, del que se convirtió en discípulo.
Monje de eminente santidad
Al entrar en el noviciado, el único deseo de Odilón era dedicarse por completo a la vida contemplativa. Sus anhelos fueron coronados con las bendiciones de la Providencia, porque no había en esa casa de oración monje más humilde que él, más aficionado a los trabajos arduos, a los sacrificios penosos, a la oración y al recogimiento con mayor compenetración. El que se acercaba a él, incluso sin dirigirle ninguna palabra, se sentía enseguida invitado a crecer en el amor a Dios.
El alma de ese modesto cluniacense parecía que había sido modelada desde su nacimiento de acuerdo con los preceptos de la regla y en ella relucía todo el ideal benedictino. Sus hermanos de hábito, admirados y contentos por el privilegio de gozar de su compañía, eran unánimes en reconocer en él la perfección de la vida monástica.
Esta opinión era compartida por San Maïeul, que lo eligió como su sucesor. Cuando éste falleció, en el año 994, la pesada cruz del gobierno de la abadía recayó sobre los jóvenes hombros de Odilón.
San Odilón, según un discípulo y contemporáneo suyo
Los estudiosos de la vida de San Odilón terminan recurriendo, más tarde o más temprano, a la pluma del monje Jotsald,8 contemporáneo suyo, discípulo y biógrafo. Sensible a la riqueza de la personalidad de su superior, nos dejó varios relatos. Los sencillos pliegues de su ropa manifestaban su elevada dignidad, así como el respeto para consigo mismo y para con los demás. En él había algo de luminoso que invitaba a imitarlo y venerarlo. La luz de la gracia presente en su interior relucía en su fisonomía, dejando trasparecer su hermosa alma.
Era de mediana estatura y porte elegante. Su fisonomía expresaba, al mismo tiempo, autoridad y benevolencia. Con los mansos y humildes era gentil y afable; con los orgullosos y malvados, no obstante, se volvía terrible, hasta el punto de que éstos no podían fijar su mirada en él. Su delgadez acentuaba su vigor y, más tarde, su palidez no le quitó el frescor de su noble distinción. De toda su persona emanaba una especie de gravedad y de paz.
Cuando guardaba el silencio, era con el Señor con quien se entretenía; cuando hablaba, su tema era el Señor. “Al examinar sus sermones, y muchas de sus cartas, es como si se degustase un manjar dulce y sabrosísimo, se sintiese la fragancia de la prudente elocuencia y el encanto del decoro y de la gracia”.9
Espejo de virtudes para toda la sociedad
El período de su gobierno fue extenso: cincuenta y cinco años. Un fenómeno curioso se pudo constatar tanto en esas décadas como durante la administración de otros abades. Por un lado, los poderes temporales se desgastaban con luchas intestinas. Por otro, Cluny iba conquistando almas para la práctica de la caridad cristiana; en los monasterios cluniacenses reinaban la paz y el orden, todos se entregaban a fecundos trabajos, imitando el ejemplo de dedicación dado por Odilón. El contraste entre esas dos situaciones atraía, naturalmente, las esperanzas de los habitantes hacia el santo abad y sus hijos espirituales, y éstos nunca los decepcionaron.
Cuando los afligidos, o incluso los desesperados de sus causas, ya no tenían a quien recurrir, bastaba llamar a la puerta de la abadía para recibir un sabio consejo; los hambrientos obtenían una ración de alimento que muchas veces los libraba de la muerte; los enfermos tenían tratamiento y hospedaje garantizado; y los muertos se beneficiaban de las Misas y plegarias ofrecidas en sufragio de sus almas. Gracias a ese celo de Odilón se inició en la Iglesia la conmemoración de los fieles difuntos, el 2 de noviembre. Dentro de las paredes de aquellos monasterios se forjaba una nueva era histórica que impediría la disgregación total de Occidente.
Su venerable figura demostró que la santidad era la solución para los graves problemas de la sociedad. Con el transcurso del tiempo, los soberanos fueron dándose cuenta de esta verdad y empezaron a beber de la fuente de su sabiduría. Podemos decir que San Odilón está vinculado a todas las grandes cuestiones de su tiempo e influenció, directa o indirectamente, las principales decisiones que por entonces se tomaron, tanto en la Santa Sede como en los reinos cristianos.
La consumación de una santa carrera
El fallecimiento del abad es descrito con piadosa unción por Jotsald. Éste narra que, incluso sintiéndose debilitado, el anciano de 87 años emprendió en octubre de 1048 un viaje hasta el monasterio de Souvigny, donde continuó ejerciendo sus funciones a la perfección, a pesar de su creciente fragilidad.
El último día de ese año, su salud daba muestras de estar llegando a su fin. Incluso estando ya postrado en cama, pidió que lo llevaran hasta la iglesia para rezar Vísperas con la comunidad y aún encontró aliento para cantar los Salmos. El santo abad avanzaba al encuentro de la muerte con su natural y noble firmeza. Horas después, en la madrugada del 1 de enero de 1049, entregaba su alma a Dios. “Sin sobresaltos, sin agonía, sus ojos se cerraron dulcemente y durmió en paz”.10