En él, todo tenía dimensiones sorprendentes: su influencia, su virtud, su energía. En el silencio de los monasterios que gobernaba germinó uno de los cambios más sorprendentes de la Historia: la aparición de la Europa cristiana.
La noticia causó el efecto de una explosión… Un mensajero acababa de llegar al monasterio de Fleury sur Loire, Francia, anunciando la nominación de un nuevo abad, que ya venía en camino y en pocos días más tomaría posesión del cargo.
¿Qué razón había para el súbito cambio?
Los monjes se reunieron precipitadamente en la sala capitular para conocer los detalles. La indignación sublevó los espíritus. Tras un exaltado debate decidieron rechazar al nuevo abad e impedir su ingreso a la casa; al fin y al cabo, decían, antiguos privilegios todavía en vigor impedían que el monasterio fuera gobernado por un abad de otra casa religiosa.
Por increíble que parezca, situaciones como ésta no eran tan raras en esa época: estamos en pleno siglo X, el “siglo de hierro”. El poder civil se entrometía abusivamente en la vida religiosa, el caos reinaba en toda Europa, guerras e incursiones bárbaras devastaban regiones completas y la disciplina eclesiástica dejaba mucho que desear…
Triunfo de la mansedumbre
Volvamos al monasterio de Fleury. Sus monjes no se limitaron a la retórica para defender sus “derechos”; olvidando la mansedumbre evangélica de la que debían dar ejemplo, se armaron con espadas y cascos para obstruir la entrada del nuevo abad. Mientras tanto, para no comenzar las hostilidades sin la acostumbrada declaración de guerra, enviaron un mensajero a preguntarle cuál era el objetivo de su venida y advertirle que no sería bienvenido.
La respuesta de san Odón causó todavía más alarma: “Vengo en misión de paz, no haré mal a nadie, sólo reformaré la vida monástica de esa abadía”. Reformar la vida monástica… ¡justamente lo que no querían esos monjes! Mantuvieron su determinación de no aceptar innovaciones y enviaron nuevos mensajeros para avisar que si el abad cruzaba las puertas del monasterio, su vida correría peligro.
La amenaza surtió efecto en los cuatro obispos que acompañaban a san Odón, quienes le aconsejaron desistir del proyecto y regresar tranquilo a la abadía de Cluny.
Pero el santo no titubeó, consciente de su misión y de los beneficios que la reforma de la vida religiosa traería a la Iglesia y a la civilización cristiana. Subió a un burro y marchó solitario hacia el monasterio rebelde. Viéndolo llegar, los monjes fueron a su encuentro para expulsarlo. Odón bajó de su montura y saludó a esos hombres enfurecidos:
–La paz sea con ustedes, queridos hermanos.
La serenidad del hombre de Dios, la dignidad de su porte, la paz que irradiaba y la dulzura desbordante de sus palabras desarmaron en un solo instante los temores y odios incubados en los pobres corazones de los monjes. Uno a uno vinieron a postrarse frente al santo, pidieron perdón, lo reconocieron como padre y superior y le rogaron que los llevara por el camino de la virtud.
Había ganado la primera batalla. Poco a poco el ejemplo de su vida, la mansedumbre de su trato y sus dulces exhortaciones permitieron que la gracia de Dios obrara la reforma del monasterio de Fleury, con la implantación de la regla de san Benito.
Pero éste fue sólo un episodio en la inmensa obra emprendida por san Odón. Mientras el continente europeo se sumía en el caos, destrozado por las guerras y las desoladoras incursiones normandas, y mientras la civilización occidental peligraba con desaparecer, el silencio contemplativo del monasterio de Cluny, entrelazado con los esplendores litúrgicos y el canto del Oficio divino, hacía germinar uno de los cambios más sorprendentes registrados por la Historia: la Europa cristiana medieval, fruto de la reforma de Cluny, iniciada por san Odón y llevada adelante por sus sucesores, todos ellos santos canonizados, durante los dos siglos siguientes.
¿Quién fue, pues, Odón?
Ofrecido a san Martín
Nació el año 879 en la región de Maine, en Francia. Una noche de Navidad, su padre Abbón –hombre de fe, de noble familia y reconocido jurista–, sin ningún hijo hasta entonces, pidió al Niño Jesús que por los méritos de su nacimiento y por la fecundidad de su Madre virginal le concediera un descendiente. Su oración fue escuchada, pese a que su esposa era de avanzada edad. Cuando cierto día contemplaba a su hijito en la cuna, lo tomó en brazos y lo ofreció a san Martín de Tours, pero sin contar a nadie sobre este voto que hiciera en calidad de padre.
Apenas el niño alcanzó la edad adecuada, Abbón lo confió al cuidado de un sacerdote para que le diera instrucción y formación cristiana. Poco tiempo después, sin embargo, se arrepintió de la ofrenda a san Martín y en lugar de encaminar al hijo al servicio de la Iglesia lo entregó a Guillermo, duque de Aquitania, para que lo iniciara en la carrera de las armas.
El ambiente mundano de la corte ducal hizo que Odón olvidara rápidamente las enseñanzas de sus primeros años. No pensaba sino en el juego, la cacería y los ejercicios militares, dejando de lado las oraciones cotidianas y otros actos de devoción. Pero Dios no le permitió tomar el gusto a esas vanas diversiones. Por el contrario, mientras más se enfrascaba en ellas más sentía un amargo sabor, una tristeza y melancolía cuya causa no lograba descubrir. Al mismo tiempo tenía sueños donde veía representados los peligros de una vida desenfrenada.
En semejante perturbación interior, recurrió a la Santísima Virgen. En la noche de Navidad le pidió que se apiadara de él y lo llevara por el recto camino de la santidad. Tenía dieciséis años. A la mañana siguiente fue acometido por un dolor de cabeza tan fuerte que casi no podía estar de pie, e incluso creyó que su hora había llegado. La enfermedad duró tres años, hasta el día en que su padre le reveló el voto que había hecho. Odón ratificó personalmente aquel ofrecimiento y en seguida recuperó la salud. Se retiró a Tours y se dedicó al servicio de Dios en la iglesia de san Martín.
Germina la vocación monástica
Comenzó entonces para este joven de 19 años una vida de oración y estudios. Dedicaba gran parte del tiempo a la lectura y uno de sus favoritos era Virgilio. Sin embargo, cuando vio en sueños un florero antiguo muy hermoso por fuera, pero lleno de serpientes, comprendió que debía dejar los clásicos paganos y dedicarse al conocimiento de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia.
En esa nueva etapa de su vida leyó la regla de san Benito y decidió ponerla en práctica según las posibilidades de su estado, adoptando una vida penitencial. Como las peregrinaciones hasta san Martín de Tours eran muy numerosas, muchas personalidades buscaban a Odón para solicitar su consejo. Sus palabras llenas de unción divina llegaban al corazón de quien se le acercara.
Leyendo a los Padres de la Iglesia y la regla de san Benito, Odón empezó a sentir deseos de adoptar la vida monacal, y así comenzó a buscar algún monasterio en condiciones de recibirlo. Era una ardua tarea en esos agitados tiempos: hacían sesenta años que las guerras civiles y el pillaje de los piratas normandos arruinaban al país, obligando a los monjes a despoblar monasterios en pos de lugares seguros.
Discípulo de san Bernón
Habiéndose enterado de la existencia del monasterio de Baume, cuyo abad era san Bernón, Odón dirigió sus pasos allá. Tenía treinta años. Iba con sus preciosos libros, alrededor de cien volúmenes, todo un tesoro para esa época de barbarie. Por su ciencia, recibió la encomienda de cuidar la escuela del monasterio.
Los inicios de su vida monástica no fueron pacíficos. Algunos monjes de vida poco ejemplar trataban de torcer el camino del recién llegado, involucrándolo en críticas al abad, dándole severas reprimendas e incluso insultándolo. Su gran arma en tales contiendas era la paciencia, con la que intentaba apaciguar a sus hermanos.
El abad Bernón no tardó en vislumbrar el gran futuro de aquel joven discípulo y lo convenció para que recibiriera la ordenación sacerdotal. Después, viendo acercarse el final de su santa vida, lo quiso como sucesor suyo en el gobierno del monasterio de Baume, pero los monjes le negaron obediencia. Bernón le confió entonces el cuidado de las abadías de Cluny, Massai y Bourdieux.
Abad de Cluny
San Odón se estableció como abad de Cluny a los 48 años de edad. Desde ese momento, el monasterio empezó a distinguirse de los demás por la observancia de la regla de san Benito, la emulación de virtud entre los monjes, el estudio de la religión y la caridad con los pobres, a los que el nuevo abad daba abundantes limosnas sin preocuparse del día siguiente. Durante la Cuaresma era especialmente pródigo con los indigentes, llegando a distribuir alimento a más de siete mil pobres.
La virtud de san Odón atrajo un gran número de hombres a Cluny, tanto clérigos como laicos, muchos de alto rango, e incluso a obispos que dejaban sus diócesis para vivir como simples monjes. Otros muchos monasterios se sometieron a la autoridad del gran reformador de la vida monástica, dando origen a la célebre Congregación de Cluny, de grandísima influencia sobre la Europa cristiana de los siglos venideros. Directamente vinculado al Papa y libre de las ingerencias del poder temporal, san Odón fue el primero de una sucesión de abades santos que gobernaron durante doscientos años la nueva institución religiosa, esparciendo el buen aroma de Jesucristo en todo el Occidente cristiano.
El gran aumento en el número de monjes obligó a ampliar las instalaciones de Cluny y a edificar una nueva iglesia. Terminada la construcción, el abad invitó a los obispos de la región y a numerosos dignatarios locales para la ceremonia de inauguración. El día de la fiesta hubo una sorpresa embarazosa: los víveres del monasterio no daban abasto a tanta gente… Ante el asombro general, un feroz jabalí se acercó al edificio y se dejó atrapar, contribuyendo con su sabrosa carne al banquete de los invitados.
Un rasgo particularmente importante de la reforma introducida por san Odón era la regla del silencio en horas convenidas. Un pequeño episodio muestra la exactitud de los monjes cluniacenses en su cumplimiento, aunque estuviesen lejos del monasterio: una noche, para no hablar a una hora en que la regla prescribía silencio absoluto, uno de ellos prefirió dejar que un ladrón le robara el caballo. Acto de virtud que no lo perjudicó, porque a la mañana siguiente el ladrón fue descubierto inmóvil sobre el caballo cerca del sitio del robo. Era el hijo de un molinero del monasterio. Lo llevaron donde san Odón que, en lugar de castigarlo con la merecida pena de prisión, mandó darle cinco monedas de plata en pago a su “trabajo de cuidar el caballo” durante la noche”. Y dejó ir al joven en paz.
San Odón fue llamado tres veces a Roma por los Papas, para reconciliar a dos enemigos mortales que vivían en guerra continua – Alberico, patricio romano, y Hugo, rey de Italia– y para reformar distintos monasterios, entre ellos el de san Pablo Extramuros.
En uno de esos viajes, un hombre impresionado con la santidad que relucía en el rostro del abad se postró a sus pies, implorándole que lo recibiera como monje. Era un ladrón famoso… no podía ser admitido. Pero insistió, argumentando que su salvación eterna corría peligro y san Odón debería prestar cuenta de su alma a Dios. El santo lo envió a Cluny… y ese “buen ladrón” se convirtió en uno de los religiosos más ejemplares de la comunidad. Murió al cabo de poco tiempo en olor de santidad.
San Odón, además de gran escritor, fue considerado el músico más grande del siglo décimo, y dejó una profunda huella en el canto litúrgico de su tiempo. Sus biógrafos dicen que en este gran santo todo tenía proporciones sorprendentes: su influencia, su virtud, su energía.
Último peregrinaje a la tumba de san Martín
Llegado al final de su larga vida, san Odón había acogido bajo su paternal autoridad a los principales monasterios de Italia y del territorio francés, restaurando en todos ellos la observancia primitiva de la regla de san Benito. Con motivo de su tercera visita a Roma, una grave enfermedad le anunció la cercanía de su muerte. Pidió entonces a san Martín que le consiguiera la gracia de visitar por última vez su tumba. Su oración fue escuchada: se curó y de inmediato se puso a camino de Tours, donde llegó a tiempo para participar en la fiesta de su santo patrono. Tres días más tarde volvió a enfermar y entregó su alma a Dios en brazos de su discípulo Théotolon, arzobispo de Tours, el 18 de noviembre del año 942.