Para el Dr. Plinio, al Apóstol San Pablo se debería aplicar la descripción hecha por San Luis Grignion de Montfort sobre los misioneros que serán suscitados por Dios en los últimos tiempos: “Predicarán con gran fuerza y virtud, y tan grande, tan espléndida, que han de conmover a todos los espíritus y a todos los corazones en los lugares en que prediquen; a ellos habéis de dar vuestra palabra, a la cual ninguno de vuestros enemigos podrá resistir”.
Acompañemos los comentarios del Dr. Plinio sobre el episodio de la conversión de San Pablo.
El Apóstol, digno de ese título por su extraordinario celo y heroísmo en la evangelización de los pueblos, sobrepuja tal vez la dedicación de los primeros escogidos por el propio Nuestro Señor. San Pablo se transformó en ese ardoroso discípulo de Cristo después de una espectacular conversión, cuya fiesta la Iglesia celebra el 25 de enero.
En el camino a Damasco
Para recordarlo, creo ser oportuno leer y comentar el siguiente trecho de los Hechos de los Apóstoles:
Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas de recomendación para las sinagogas de los judíos de Damasco, a fin de que si encontrase algunos seguidores de Cristo, los pudiese llevar presos y encadenados a Jerusalén. Y sucedió que yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz resplandeciente venida del cielo; cayó en tierra y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues”. El respondió: “¿Quién eres tú Señor?” Y oyó que le decían: “Yo soy Jesús a quien tú persigues. Te es duro recalcitrar contra el aguijón.” Y él, trémulo y atónito, dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Le respondió el Señor: “Levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tendrás que hacer”.
Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto, pues oían perfectamente la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y aunque tenía los ojos abiertos no veía nada. Lo llevaron de la mano y lo hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin comer y sin beber. Había en Damasco un discípulo llamado Ananías. El Señor le dijo en una visión: “¡Ananías!” El respondió: “Aquí estoy Señor” y el Señor le dijo: “Levántate. Vete a la calle Recta y pregunta en la casa de Judas por uno de Tarso que se llama Saulo; mira: él está en oración y está viendo que un hombre llamado Ananías entra y le impone las manos y le devuelve la vista.”
Respondió Ananías y dijo: “Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los males que ha causado a tus seguidores en Jerusalén, y que ha venido aquí con poderes de los Sumos Sacerdotes para llevar presos a todos los que creen en tu nombre”. El Señor le respondió: “Vete, pues a éste lo he elegido como un instrumento para que lleve mi nombre ante los que no conocen la verdadera religión y ante los gobernantes y ante los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre”.
Fue Ananías, entró en la casa y le impuso las manos y le dijo: “Saulo, hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo”. Al instante se le cayeron de los ojos unas como escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado. Tomó alimento y recobró las fuerzas.
Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco y enseguida se puso a predicar en favor de Jesús, en las sinagogas o casas de oración, proclamando que Jesús es el Hijo de Dios. Todos los que lo escuchaban quedaban admirados y decían: “¿No es éste el que en Jerusalén perseguía a los que invocaban el nombre de Jesús? Y ¿No ha venido aquí para llevarlos encadenados ante los jefes de los sacerdotes?”.
Pero Saulo cobraba cada vez más ánimo y refutaba a los judíos de Damasco, demostrando que Jesús es el Mesías.
Un hombre decidido
Esta historia es tan rica en pormenores agradables, que no hay casi nada que añadir. Sin embargo, para tejer algunos comentarios, sería interesante destacar uno de los trazos curiosos de la narración, presente en sus líneas generales y en los pasajes principales: la fuerza.
Saulo nos es presentado como un hombre decidido. Él toma la iniciativa de pedir a los líderes religiosos cartas de autorización para perseguir a los cristianos. Se nota que tales autoridades estaban un tanto estancadas y él era el celoso, dispuesto a acabar con aquella – en el entender de los fariseos – secta propagadora de una doctrina errada y peligrosa. O sea, él es quien desencadena la acción de exterminar los diferentes núcleos de la pseudo-herejía naciente.
Como dicen los Hechos de los Apóstoles, “respirando amenazas de muerte”, provisto de esas cartas, se dirige a Damasco, pues quería prender allí a todos los seguidores de la nueva “secta”.
Ese individuo era famoso por su dureza, lo cual se confirma por la respuesta de Ananías a Dios: “he oído a muchos hablar de ese hombre y de los males que ha causado a tus seguidores en Jerusalén”. Saulo era tenido, por lo tanto, como un enemigo capital de los católicos.
Es muy oportuno observar los términos curiosos empleados por la Sagrada Escritura en su narración: “Y sucedió que yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco”. Se trataba de un trayecto un poco largo y se tiene la impresión de que, avanzando en su camino, la rabia de él se hacía cada vez más grande, a medida que se aproximaba a la ciudad. Entonces, a aquel hombre duro le sucede un hecho duro. Envuelto por una luz celestial, él oye una voz que lo interroga: “Saulo, ¿por qué me persigues?”
El orden de las cosas invisibles se abría para él. Y la pregunta contiene una fuerte censura, pues él estaba resistiendo a gracias intensas que anteriormente le fueron concedidas, como se deduce de las siguientes palabras: “Te es duro recalcitrar contra el aguijón”. Es decir, las gracias eran como un aguijón que recaía sobre Saulo, pero éste las rechazaba. Por esa razón, para dar a la punta su máxima penetración, Dios empleó una fuerza aún mayor y lo derrumbó en el camino.
La ceguera, aflicción para el poderoso
¡Y Saulo sintió el impacto!
– Señor, ¿qué quieres que haga?
A esa caída siguió una severidad aún más grande: la ceguera. Para un hombre de un temperamento como el de San Pablo, ser privado de la visión es lo peor que le puede suceder, pues una de las carencias humanas más incompatibles con el vigor es la ceguera. Y él, otrora repleto de agilidad y emprendimiento, tenía que ser llevado de la mano para caminar. No había otro remedio…
Seguramente la noticia de ese acontecimiento circuló céleremente en la comunidad católica de Damasco, y muchos fueron a ver y a hablar con Saulo. Se comprende que el episodio haya producido esa efervescencia, mientras el protagonista pasó a tratarse de un modo vehemente: durante tres días se entregó a un ayuno riguroso, sin comer ni beber. Poco después se le cayeron las escamas de los ojos y él recuperó la vista, se alimentó e igualmente recobró las fuerzas. O sea, no estaba nada debilitado: tan pronto le dieron lo necesario, se enderezó, se levantó de nuevo y se dispuso para la lucha.
En él se obró una mudanza completa y estrepitosa, pues de líder anticristiano pasó a predicar en las sinagogas y lugares públicos el nombre de Jesús, contra el cual se había levantado.
El premio del buen combate
Ese hombre de una importancia capital para el desarrollo de la Iglesia naciente, actuará en el mundo mediterráneo, posición llave de aquella época. Tomando la palabra de Dios como una espada de dos filos – para usar su propia expresión – que penetra hasta la unión del alma y del espíritu, obraba conversiones extraordinarias, ya sea por la calidad, ya sea por la cantidad de personas atraídas a la Fe cristiana. De tal modo que él abrió un surco sobre el cual la Iglesia Católica prosperó, además de dar el primer paso esencial para el derrumbe del paganismo en el Imperio Romano.
Y al final de su vida, él hizo una oración que tiene algo de santamente fuerte con relación a Dios Nuestro Señor. Él se dirige a Jesús con palabras que ciertos hagiógrafos medrosos calificarían de falta de humildad, pero no objetan nada al tratarse de una afirmación de San Pablo. Aproximándose a la muerte, sería tan legítimo que él dijese: “Señor, tened piedad de mí y según la multitud de vuestras misericordias, borrad mis pecados”. Sin embargo, su oración fue otra: “¡Señor, combatí el buen combate, ahora sólo me resta recibir de Vos la corona de la justicia!”
Tales palabras constituyen una especie de testimonio brillante de su propia fidelidad, como si declarase: “Señor, el cheque está listo y estoy cerca de la ventanilla. Pagadme. Mi vida valió el premio que vuestra justicia me prometió.” Y con su conciencia tranquila, se presentó delante de Dios.
Todo eso es exactamente lo contrario de una de las facetas que el amedrentamiento manifiesta. Pues éste no se complace con conversiones vehementes, ni le agrada pensar en la mudanza de vida de hombres sabios o de los que alteran el rumbo de los acontecimientos. Él no considera el cuerpo de la Iglesia ni la sociedad temporal como un conjunto en el cual hay hombres-llave. Tan sólo aprecia unas conversiones pequeñas, individuales, narradas así: “Fulano estaba con el alma muy agitada. Y, en un momento de suavidad, a las seis de la tarde, cuando oía en la radio el Ave María acompañada de una música melosa, se convirtió. Se quedó entonces en paz, se recogió, se alejó del bullicio, se desinteresó por todas las cosas humanas y ahora no hace sino rezar…”
No discuto la autenticidad y la oportunidad de una conversión así, dado que son muchos los caminos de Dios para las almas. No obstante, no me parece legítimo presentarla como la única digna de consideración.
Volvamos nuestra mirada al ejemplo de San Pablo: inmediatamente después de haberse convertido, asestó golpes a los adversarios de la Iglesia, primero en los ambientes que él mismo frecuentaba cuando era un perseguidor de los cristianos, y en seguida por las vastedades del Imperio Romano. Muy al contrario de lo que le recomendaría uno de esos medrosos…
El espíritu de los apóstoles de los últimos tiempos
Sería el caso, entonces, de preguntarnos qué debemos pedir a San Pablo en esta fiesta de su conversión.
Nuestra Señora le obtuvo el don de una santa firmeza, porque frente a él se erguían muchos obstáculos que debían ser derrumbados. Era una época de lucha, en la cual se hacía necesario extirpar el paganismo. Creo que sería muy conveniente pedir ese santo vigor, en todos los sentidos de la palabra, a fin de batallar contra nuestros defectos morales y malas inclinaciones, así como para enfrentar a la Revolución 1 , hoy en su auge y mucho más poderosa de lo que fue el paganismo en el tiempo del Imperio Romano.
De donde se puede comprender que los apóstoles de los últimos tiempos tengan una rigidez a la San Pablo. A propósito, es curioso, pero bajo algunos aspectos él puede ser considerado una prefigura de ellos. Al leer la Oración Abrasada de San Luis Grignion de Montfort y aplicarla al Apóstol de los Gentiles, se percibe que las analogías son inmensas y una serie de cosas se reportan, unas a las otras, admirablemente.
Ahí tenemos algunas consideraciones con respecto a San Pablo, y nos sería lícito añadir una más.
Es significativo que, en una ciudad fundada en el día de su conversión y bautizada con su nombre, haya surgido nuestro movimiento y que de aquí se irradie para otros países. Se tiene la impresión de que es un deseo del Apóstol San Pablo de que los nacidos en esta ciudad tomen tal iniciativa.
Por otro lado, lo que otrora se llamó “espíritu paulista”, poseía algo del vigor, de la fuerza, intrepidez, iniciativa, del sentido organizador propio de aquellos que deben desarrollar una acción amplia y firme en un cierto sentido universal. Los auténticos paulistas manifestaban cualidades naturales, símbolos de las que un miembro de nuestro grupo debe tener en el plano sobrenatural.
No conviene sacar grandes conclusiones de ahí, porque tales coincidencias no son raras en la Historia. Pero, en todo caso, se puede hacer un interrogante o conjetura: ¿no habrá en eso un poco más que una coincidencia? Es muy posible.
Acordémonos, por lo tanto, de rezar de un modo muy particular a San Pablo en su fiesta, rogándole que nos obtenga su espíritu, o sea, el espíritu de los apóstoles de los últimos tiempos.
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1) (N. del T.): El término “Revolución” es aquí empleado en el sentido que le da el Dr. Plinio en su obra “Revolución y Contra-Revolución”, escrita en abril de 1959.
(Revista Dr. Plinio, No. 82, enero de 2005, p. 26-30, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)