Con asombrosa fortaleza de espíritu, un adolescente desafiaba al detentor del mayor poder temporal de la época. No eran dos hombres los que se enfrentaban, sino dos creencias. Era el Cuerpo Místico de Cristo el que arrostraba al paganismo.
Pierre Corneille, famoso dramaturgo francés del siglo XVII, en su tragicomedia Le Cid pone en la boca del personaje principal, don Rodrigo, las siguientes palabras: “Soy joven, es verdad; pero para las almas bien nacidas el valor no espera el número de años”.1
Esta bella y altiva afirmación bien describe el estado de espíritu de un santo que, aún en su corta edad, selló con su propia sangre la fe que había abrazado y cuyo nombre significa, en griego, “el invencible, el victorioso, el vencedor en todo” 2: San Pancracio.
Primeros contactos con los discípulos de Jesús
“Para las almas bien nacidas el valor no espera el número de años”
San Pancracio – Oratorio del s. XIII, Museo Bode, Berlín
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Nació en Frigia, Asia Menor, en torno al año 289, y aunque su memoria nos haya llegado algo desvanecida con el paso del tiempo, no hay duda de la devoción despertada hacia él en la Iglesia de los primeros siglos, pues su nombre y la fecha de su martirio ya figuraban en el Martirologio Jeronimiano, en los Sacramentarios Gelasiano y Gregoriano, así como en otros textos antiguos.3
La familia en la que vino al mundo era rica y, a pesar de ser pagana, muy honesta. Su madre, Ciriada, falleció al darle a luz, y cuando nuestro mártir tenía tan sólo 8 años, también su padre, Cleonio, dejó esta vida. Antes de morir, no obstante, lo entregó a los cuidados de su hermano Dionisio, que asumió la tutoría de su sobrino y se esforzó por darle una primorosa educación.
Con el objetivo de alejarlo de los dolorosos recuerdos de la pérdida de sus progenitores y proporcionarle la oportunidad de conocer a otros parientes, su tío decidió llevarlo, sobre el año 299, a la Urbe, centro de la cultura y de las ciencias de aquel tiempo, donde podría además “prepararse para una carrera militar o política”.4 Sin embargo, la Providencia le había reservado allí bienes bastante más valiosos: “La verdad del Evangelio, el Bautismo y la corona del martirio”.5
La embarcación en la que viajaba hizo escala en varias ciudades portuarias de Grecia y de la península itálica, a la vista de las cuales los horizontes de Pancracio se ampliaban:
¡el mundo era mucho más grande de lo que imaginaba! A cierta altura el niño se sorprendió al ver a un grupo de chicos y chicas encadenados, siendo vendidos como esclavos. Sus rostros eran de sufrimiento y parecían no haber hecho ningún mal… Asombrado ante tan triste espectáculo, vio que alguien se acercaba a los prisioneros para darles comida y ropa; su tío le explicó que aquel debía ser un cristiano, cuya religión considera la esclavitud una injusticia.
Al observar a los pasajeros del barco, vio que algunos, al atardecer, cenaban juntos, después oían una lectura, rezaban, hacían sobre sí la señal de la cruz, daban muestras de quererse muy bien y ayudaban a los pasajeros más necesitados. Dionisio los identificó como discípulos de Jesucristo, que murió en Jerusalén y, según ellos, resucitó, subiendo al Cielo y haciéndose presente a través del Espíritu en sus discípulos.
Pancracio deseó conocer algo más sobre esas personas y, al percibir la admiración de su tío por ellas, le pidió que le hablara de Jesús, su vida, sus enseñanzas. Dionisio, no obstante, es quivó hacerlo, contándole únicamente que en su juventud había vivido en Roma y allí tuvo amigos cristianos, de los cuales varios fueron condenados a muerte por el emperador Valeriano, junto con Sixto II, el Sumo Pontífice de entonces, y el famoso diácono Lorenzo. Al regresar a Frigia, había perdido todo contacto con ellos, pero le garantizaba que cuando llegaran a la Ciudad Eterna, no faltaría ocasión para encontrarlos.
Tío y sobrino se hacen cristianos
Finalmente, arribaron a Ostia y se dirigieron hacia el sur de la Urbe, donde estaba la mansión de la familia, en el elegante barrio de Monte Celio, una de las siete colinas sobre las cuales había sido fundada.
Roma era una de las ciudades más atrayentes del mundo antiguo. Poseía escuelas de retórica, de filosofía, medicina, arte y oficios. Y, como en la imaginaria mentalidad romana no faltaban dioses, estaba repleta de templos. Los sacerdotes paganos, sin embargo, veían con preocupación que disminuía el número de sus fieles, en la misma proporción en la que aumentaba el de los adoradores de Cristo.
Al ver que en el corazón de Pancracio crecía la aspiración de conocer a los discípulos de Jesús, su tío procuró informarse acerca de las personas de más categoría entre ellos, del lugar donde se reunían y de cuál sería el momento más indicado para trabar contacto.
Marcelino, vigésimo nono sucesor de Pedro, era el Pontífice de la época. Devoto, piadoso y casto, había ampliado el cementerio cristiano más importante de Roma, la catacumba de San Calixto, y allí construyó tumbas para él y su familia, evidenciando la etapa de paz en la que vivían los seguidores de Jesús. Pero ésta no iría a durar mucho…
Dionisio y su sobrino fueron llevados hasta él. El Papa los acogió con benevolencia y los introdujo en el catecumenado. Encantado con lo que iba conociendo cada día sobre el Señor Jesús y su Evangelio, Pancracio sentía que sus más profundos anhelos estaban siendo atendidos, y se quedaba cada vez más horrorizado con la idolatría de los romanos.
El Pontífice no escatimó esfuerzos para catequizarlos y les enseñaba a servirse de sus abundantes bienes para multiplicar las obras de misericordia. Tío y sobrino aprendieron, así, lo mucho que los cristianos deben amarse y ayudarse mutuamente en sus necesidades.
Completado el período preparatorio, recibieron el Bautismo con admirable devoción y fervor, “probablemente en la Pascua del 301”,6 convirtiéndose en miembros queridísimos del Cuerpo Místico de Cristo, enriquecido ahora con estos dos héroes que irían, en breve, a revelar los quilates de sus almas, obteniendo para la Iglesia militante un gran triunfo.
Empieza la persecución en Oriente
En el año 285, Diocleciano había dividido el Imperio romano en dos partes. Se reservó para sí la de Oriente, con capital en Nicomedia, actual Izmit, en Turquía, y confió a Maximiano la de Occidente, con capital en Milán. Ambos gobernantes se intitularon “Augusto” y se apoyaban en el ejercicio de sus funciones, si bien que a Diocleciano le correspondiera la primacía.
Pasados algunos años, alrededor del 293, la diarquía se transformó en tetrarquía: Constancio Cloro fue nombrado “César” por Maximiano, y Diocleciano hizo lo mismo con Galerio, en Oriente. Esta forma de organizar el poder —dos emperadores “Augustos” y dos “Césares” subordinados a ellos— permitía dividir el Imperio en cuatro regiones, facilitando las maniobras militares.
A Galerio le cupo gobernar la región balcánica. Pagano férreo, profesaba una hostilidad absoluta contra todas las religiones monoteístas, en particular contra el cristianismo, y después de un tiempo logró convencer a Diocleciano, algo menos intolerante, para que pusiera fin a la religión de Cristo.
El 23 de febrero del 303 se proclamó el primer edicto imperial que imponía pesadas penas a los cristianos, si no abjuraban de su fe. En él se prohibían las reuniones, se prescribían la destrucción de los lugares de culto y la quema de los libros santos. Las penas incluían la confiscación de los bienes, la pérdida de cargos y privilegios, y la prisión para los funcionarios del Estado. Y, de inmediato, al día siguiente fue quemada la primitiva iglesia cristiana vecina del palacio imperial, dando lugar al inicio de una sangrienta persecución en todo Oriente.
Transcurrieron los meses y una rebelión en Siria y dos intentos de incendiar el palacio imperial de Nicomedia le proporcionaron a Galerio el pretexto ideal para acusar nuevamente a la Iglesia e inducir a Diocleciano a publicar un segundo edicto, más riguroso que el anterior.
Al estar las cárceles abarrotadas, Diocleciano promulgó un tercer edicto mediante el cual concedía la libertad a quien abjurara y condenaba a la pena capital a quien permaneciera fiel a Cristo. Y como él era el exponente máximo en la tetrarquía romana, sus órdenes vigoraron en todo el Imperio, por tanto, también en Roma, donde enseguida surgieron las denuncias contra los cristianos.
Implacable cacería de cristianos
Diocleciano raramente iba a Roma, pues sabía que los romanos no le perdonaban que hubiera cambiado la capital del Imperio… Sin embargo, allí permaneció durante un mes a finales del año 303, a invitación de Maximiano, para recibir los homenajes por sus veinte años de gobierno.
Pancracio y su tío presenciaron el desfile triunfal de los dos emperadores, sentados en imponentes tronos en lo alto de un carruaje tirado por cuatro elefantes, seguidos por un cortejo compuesto de enemigos vencidos, trofeos de guerra, portaestandartes, oficiales de las legiones victoriosas y magistrados. El pueblo, boquiabierto por el fausto de la ceremonia, aplaudía.
Al mismo tiempo empezó, con saña implacable, la cacería de cristianos. Dionisio y Pancracio no pertenecían al clero ni tenían especial relevancia como laicos. A pesar de ello, en la primavera del 304 se presentó en su mansión de Monte Celio un oficial de justicia, con una escolta de soldados, con la orden de detención de ambos. Habían sido denunciados como seguidores de Cristo y bienhechores de su Iglesia.
Delante del tribunal se comportaron con la dignidad de hijos de Dios. En la primera audiencia, abierta al público, el juez preguntó si era real la acusación que se les hacía y ellos respondieron con ufanía: “¡Somos cristianos!”.7
Bien conscientes del contenido de los decretos imperiales, que prescribían penas gravísimas a quien no quemara incienso a los dioses, Dionisio declaró que eran injustos y se reafirmó en la fe. La sentencia fue inmediata: por impiedad y hostilidad al emperador era condenado a la decapitación.
Dos creencias que se enfrentan
Enseguida el juez se volvió hacia Pancracio y, a la vista de su joven edad y condición social, se sintió inseguro. Sospechando que manifestaría sus convicciones cristianas tan sólo por influencia de su tío, decidió suspender la audiencia y someter el caso al propio Diocleciano.
La mañana del 12 de mayo Pancracio fue llevado a la presencia del emperador. Impresionado con su apariencia noble y juvenil, lo trató al principio con benevolencia. Le recordó que sus padres habían rendido culto a los dioses, y argumentó que los cristianos constituían una secta hostil al Imperio instándole a que se aprovechara de su nobleza y riqueza para conquistar una prestigiosa función. Podría recibir muchos honores, gozar de la vida, en fin, ser feliz… bastaba que abjurara de su fe.
Sin la menor vacilación, Pancracio respondió que jamás lo haría. Diocleciano intentó intimidarlo con las penas previstas para los infractores: secuestro de sus bienes, condenación a trabajos forzados o la pena de muerte. Sin embargo, tomado por una fuerza sobrenatural, el joven reafirmó que se mantendría siempre cristiano.
Emocionante escena: con asombrosa fortaleza de espíritu, un adolescente desafiaba al detentor del mayor poder temporal de la época, que poco antes había visto entrar en Roma con tanta pompa. No eran dos hombres los que se enfrentaban, sino dos creencias. Era el Cuerpo Místico de Cristo el que arrostraba al paganismo. Asumido por la fuerza comunicada por Él a su Iglesia, Pancracio actuaba como si fuera ella misma; por sus labios hablaba la Esposa Mística del Cordero, contra la cual jamás prevalecerán las puertas del Infierno.
Grandes milagros se obraron junto a su tumba
Diocleciano quedó admirado ante tanta firmeza, tal como Pilato se había quedado ante Jesús en el pretorio, pero su orgullo no le permitía reconocer la evidencia. Humillado y vencido en su intento de doblegar la fe y la alegría de un joven de tan sólo 14 años, el emperador lo condenó a muerte. En el atardecer de ese mismo día, Pancracio fue decapitado en la Vía Aurelia.
Una ilustre patricia cristiana, Ottavilla, presenció la ejecución e hizo que trasladaran a una catacumba cercana la cabeza y el cuerpo del mártir, perfumados con bálsamo y envueltos en precioso lino. Coronado en el Cielo con las glorias de la inocencia y del martirio, Pancracio fue, en la tierra, considerado santo desde su sepultura. Una inscripción latina señala el lugar de su ejecución: “Hic decollatus est Sanctus Pancratius – Aquí fue decapitado San Pancracio”.8
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Cosas maravillosas y grandes milagros empezaron a obrarse junto a su sepulcro o en el contacto con sus reliquias
Fachada de la basílica menor de San Pancracio, Roma; columna sobre la cual fue decapitado y un busto con sus reliquias
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Cosas maravillosas y grandes milagros empezaron a obrarse junto a su sepulcro o en el contacto con sus reliquias. Menos de dos siglos después el Papa Símaco mandó que se construyera una iglesia en el lugar de su sepultura, actualmente llamada basílica menor de San Pancra
cio. La devoción a él se extendió por todo el mundo, sobre todo en Italia, Francia, España e Inglaterra, donde, a finales del siglo VI, San Agustín de Canterbury transformó un antiguo templo pagano en un monasterio, cuyo patrón es San Pancracio. Ese convento dio nombre a una importante estación de tren londinense: Saint Pancras.
La actitud noble, intrépida y coherente de Pancracio caló a fondo en los espíritus de sus contemporáneos, fortaleciendo a unos y transformando a otros. Por la inocencia de tan valiente hijo, la Iglesia manifiesta su propia inocencia; su fuerza, por encima de la flaqueza del joven; su veracidad, por la determinación de voluntad del mártir. Pancracio moría por la Iglesia, a la cual pertenecía por el Bautismo de agua, y la Iglesia se expandía por el Bautismo de sangre de Pancracio.
Sangre de mártires, semilla de cristianos
Historiadores modernos estiman en 15 000 el número de cristianos martirizados durante el gobierno de Diocleciano. Inés, Lucía, Sebastián y Pancracio son, sin duda, algunos de los más célebres.
Paradójicamente, esta grande y última persecución tuvo un efecto opuesto al deseado por sus autores. La sangre de los mártires es “semilla de cristianos”,9 diría con toda propiedad Tertuliano. En vez de apagar la llama del amor a Jesucristo, esas tremendas brutalidades hicieron crecer la admiración hacia los campeones de la fe, sea en el corazón de los que ya eran cristianos, sea en el de los no bautizados, en cuyas mentes las convicciones paganas se debilitaban cada vez más.
Tanto en medio de las persecuciones como en la libertad, el suave olor de Cristo se difundía por todos los rincones del Imperio romano y las conversiones eran incontables. Hasta tal punto que, tan sólo nueve años después del martirio de Pancracio, los emperadores Constantino y Licinio firmarían, en el 313, el famoso Edicto de Milán, en el que se concedía libertad a la Iglesia.
El paganismo antiguo quedó desprestigiado para siempre y fue derrotado, como las tinieblas de la noche al despertar de la aurora. Es interesante recordar que, transcurrido menos de un año de la muerte de Pancracio, Diocleciano, enfermo y debilitado, abdicaría de su trono, siendo el primer emperador que dejaba voluntariamente el cargo. ¡Pancracio había vencido! El futuro le dio la razón con la victoria del cristianismo, que dividió la Historia en dos eras: antes y después de Cristo
1 CORNEILLE, Pierre. Le Cid. Acte II. Scène II. Paris: Augustin Courbé, 1639, p. 23.
2 BURRAGATO, Giuseppe; PALUMBO, Antonio. Sulle orme di San Pancrazio, martire romano: culto, basilica, catacombe. Roma: OCD, 2004, p. 20, nota 5.
3 Cf. LEONI, Roberto. S. Pancrazio, martire romano del IV secolo. Roma: Chiesa di S. Pancrazio all’Isola Farnese, 1999, pp. 8-9.
4 PESENTI, Graziano. San Pancrazio, giovane martire romano. Gorle: Velar, 2013, p. 10.
5 SAN JUAN BOSCO. Vita di S. Pancrazio Martire. Torino: G. B. Paravia, 1856, p. 13. 6 PESENTI, op. cit., p. 17.
7 Ídem, p. 24.
8 Ídem, p. 26.
9 TERTULIANO. Apologeticus. C.L: ML 1, 535.