Modelo de mansedumbre y humildad, supo estar siempre atento a la voz del Pastor, que lo instruía en la ciencia divina y en los secretos de la verdadera santidad.
Quien haya tenido la oportunidad de contemplar la encantadora escena de un rebaño de ovejas dispuestas alrededor de su pastor, sin duda se habrá dado cuenta de que hay una especie de diálogo entre esos mansos animales y la persona a la que han sido confiados. De hecho, cuando las llama o les avisa de algo, las ovejas se reúnen en torno suyo, sumisas y atentas, como si entendieran el significado de sus palabras.
Ese episodio, aparentemente tan simple, revela la profunda realidad de esta frase del Evangelio: “Mis ovejas escuchan mi voz” (Jn 10, 27). En la relación pastor-oveja existe un conjunto de símbolos creados por Dios para que comprendamos la relación, consonante e íntima, que se establece entre Jesús y el alma guiada por la gracia. Una sola palabra, es decir, una suave inspiración del Espíritu Santo, es suficiente para que se mueva según la voluntad de Dios, sin temor ni dudas, porque puede reconocer el timbre de la voz del Pastor.
Así son los santos, a lo largo de la Historia, verdaderas “oves manus eius — ovejas en las manos del Señor” (Sal 94, 7), flexibles y obedientes a sus mandamientos. Lo que les distingue de los demás hombres y les hace subir hasta la cima de la virtud, confiriéndoles un inequívoco carisma de atracción, descansa en ese abandono en las manos de Dios y en la docilidad de dejarse llevar según su beneplácito. Ahí reside el auténtico heroísmo, mucho más que en los esfuerzos y trabajos en los que el alma puede cansarse, porque éstos resultan completamente estériles cuando se les priva del auxilio de la gracia.
Por lo tanto, entendemos que la santidad no es tanto el llevar a cabo grandes obras, sino hacer grandes todas las obras, incluso las más insignificantes.
Contemplativo desde su infancia
Se le aparecieron en una ocasión San Francisco y Santa Clara, y le dijeron que debía ingresar en la Orden de los Frailes Menores “San Pascual Bailón con San Francisco y Santa Clara” Basílica de San Pascual, Villarreal (España)
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En 1540, en un jubiloso domingo de Pentecostés, mientras las campanas de la parroquia de Torrehermosa, situada en el límite de la provincia de Zaragoza, en Aragón, repicaban para conmemorar la gran solemnidad del Espíritu Santo, nacía un niño predestinado por Dios a ser un perfecto modelo de mansedumbre e inocencia, como cordero del rebaño del Señor. Dado que en España a ese día se le llama “Pascua de Pentecostés”, sus padres, Martín Bailón e Isabel Jubera, lo bautizaron con el nombre de Pascual.
De condición modesta, el pequeño Pascual empezó a trabajar a los 7 años para ayudar a sus padres, honrados campesinos, pastoreando sus ovejas —único bien que poseían— y, más tarde, ejerciendo el mismo oficio al servicio de otros propietarios.
La soledad de los campos y la serenidad propia de los rebaños constituían un marco ideal para el desarrollo de esa alma austera y contemplativa, de manera a florecer en ella las virtudes. Si, desde sus primeros años, sus padres le habían inculcado una ardorosa piedad, Pascual se comprometió en hacerla cada día más sólida, por medio de la asidua oración, de la mortificación y de la lectura. Imposibilitado de ir a la escuela por la falta de recursos de su familia, el niño aprendió a leer y a escribir por sí solo —enseñado por los ángeles, señalan algunos de sus biógrafos—, tan grande era su deseo de instruirse en la religión. Su zurrón se convirtió en una diminuta biblioteca, en la que llevaba los libros de su devoción y el Oficio Parvo de Nuestra Señora, que rezaba todos los días.
Como no tenía oportunidad de asistir a Misa durante la semana, el pastorcito suplía esa laguna dedicando largas horas a la oración, ya en una ermita de la Virgen situada en los alrededores, ya mirando hacia el lejano santuario de Nuestra Señora de la Sierra, ya simplemente ante su cayado en el que había grabado una cruz y una imagen de María. Quiso Dios premiarlo, concediéndole en diversas ocasiones que los ángeles le llevaran la Hostia resplandeciente para poder verla y adorarla.
Por otra parte, como las tierras de los alrededores de la ermita eran muy secas y los pastos escasos, Pascual fue avisado por su amo de que si seguía yendo con frecuencia por allí los animales perecerían. Al no querer abandonar su lugar predilecto, el niño argumentó, con mucha fe, que María, la Divina Pastora, jamás permitiría que le faltara la comida al rebaño. Y al cabo de algún tiempo el dueño se dio por vencido al constatar que sus ovejas eran las mejor alimentadas de toda la comarca.
En la vida religiosa
Como Pascual deseaba ardientemente entregarse a Dios en el estado religioso, se le aparecieron en una ocasión San Francisco y Santa Clara, y le dijeron que debía ingresar en la Orden de los Frailes Menores. Tal designio iba al encuentro de sus sentimientos más recónditos, pues alimentaba un amor especial a la virtud de la pobreza. Cuando su patrón, Martín García, hombre rico y poderoso, le prometió dejarle sus bienes, ya que no tenía hijos, el joven pastor rechazó la oferta diciéndole que prefería ser heredero de Dios y coheredero de Jesucristo.
Aos A los 20 años se fue en busca de esa herencia incorruptible y se mudó al reino de Valencia. Deseaba ingresar en el convento de Nuestra Señora de Loreto, recién reformado por San Pedro de Alcántara. Sin embargo, su timidez en el momento de hablar con el superior lo retuvo durante cuatro años, trabajando ese tiempo, una vez más, cuidando ovejas en las proximidades del monasterio. Su piedad y sus virtudes lo hicieron conocido en toda la región con el apodo de “santo pastor”.1
Finalmente se decidió a solicitar su admisión en el convento y fue acogido con alegría por la comunidad. El superior quiso darle el hábito de hermano corista, pero la humildad de Pascual le llevó a suplicar que lo dejasen sólo como hermano profeso, pues únicamente anhelaba ser “la escoba de la casa de Dios”.2
Humildad e intrepidez
El nuevo fraile no tardó en transformarse en un modelo de observancia religiosa, al punto de ser disputada su presencia en los diversos conventos de su Orden. Ejercía con despretensión y sencillez los oficios más variados: cocinero, hortelano, portero, limosnero. No obstante, al procurar humillarse delante de los hombres, crecía en estatura espiritual ante Dios. De trato afable y bondadoso con los demás, el hermano Pascual era duro e intransigente consigo mismo. Se consideraba un gran pecador, motivo por el cual se sacrificaba continuamente, privándose del pan para dárselo a los pobres, durmiendo sobre la tierra desnuda y flagelándose con frecuencia.
Uno de sus contemporáneos así decía de él: “Nunca pensaba en satisfacer el menor capricho. Siempre ponía estudio en mortificarse a sí propio. Yo he visto brillar en él la humildad, la obediencia, la mortificación, la castidad, la piedad, la dulzura, la modestia y, en suma, todas las virtudes y no puedo decir a ciencia cierta en cuál de ellas llevaba ventaja a las demás”.3
Nutría tiernísima devoción a María Santísima, a quien dedicaba todos sus trabajos. Una vez, pensando que se encontraba a solas en el refectorio mientras montaba la mesa, cayó de rodillas ante la imagen de la Virgen; después, tomado de sobrenatural transporte de alegría, ejecutó un gracioso baile para esa Madre que con tantas consolaciones lo agraciaba. Este episodio fue visto por otro fraile, que más tarde lo relató, añadiendo que el recuerdo del rostro radiante de júbilo de fray Pascual lo animó durante mucho tiempo en la práctica de la virtud.
En 1576 sus superiores le enviaron a París para que llevara un importante documento destinado al P. Chistophe de Cheffontaines, superior general de su Orden. En aquella época Francia ardía en guerras de religión y atravesar las ciudades vistiendo el austero sayal de San Francisco constituía un auténtico peligro. A pesar de ello, el intrépido fray Pascual se lanzó a la aventura lleno de confianza en la Providencia, alegre de arriesgar su propia vida por la obediencia. En algunos lugares fue apedreado por los hugonotes, al punto de conservar una lesión en el hombro hasta el final de su vida.
Una vez en su convento, daba respuestas lacónicas a las preguntas de sus hermanos sobre los riesgos que había enfrentado, omitiendo todos los detalles que pudiesen redundar en elogios a su persona.
A lo largo de sus muchos fatigosos paseos por villas y aldeas de la comarca, pidiendo limosnas para el convento, su palabra tenía para todos el valor de una predicación, y los milagros que realizaba contribuían aún más para ganarse la admiración y estima del pueblo. Numerosas veces obtuvo la curación de enfermos haciéndoles una simple señal de la cruz. En cierta ocasión, su superior le mandó que curase a un fraile que estaba gravemente atacado por una hemorragia. Aunque esa orden magullase su humildad, nuestro santo se vio obligado a obedecer: le trazó una cruz a su compañero y enseguida dejó de sangrar.
Singular devoción eucarística
La humildad le llevó a suplicar que lo dejasen sólo como hermano profeso “San Pascual Bailón adora la Eucaristía” Convento de San Pedro de Alcántara, Arenas de San Pedro (España)
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Sin embargo, lo que distinguía a nuestro santo con un brillo muy especial era su devoción al Santísimo Sacramento. Siempre que sus deberes se lo permitían, allí se iba el humilde hermano, a los pies del sagrario, ora rezando con los brazos en cruz, ora abismado en profunda adoración, ora acolitando con fervor la Misa privada de algún sacerdote del monasterio. Junto a Jesús Eucarístico su alma se expandía y sacaba nuevas fuerzas para enfrentar los combates de la vida. Allí el divino Maestro le revelaba los misterios del Reino, escondidos a los sabios y doctores. Sin haber hecho ningún estudio, el humilde profeso franciscano entendía de teología más que muchos maestros, porque el ardor de su corazón le explicaba lo que no había aprendido mediante el raciocinio.
Esto se hizo patente una vez cuando se encontraba en Francia y fue interpelado por unos herejes sobre la presencia real de Jesús en el Santísimo Sacramento. Enfrentó con tanta sabiduría los sofismas de los enemigos de la religión y les dio tan perfecta explicación acerca de la doctrina eucarística que se sintieron acorralados y sin saber qué responder. También se quedaron boquiabiertos los que acompañaban a fray Pascual, pues sabían que no era hombre versado en letras, mucho menos en las sagradas enseñanzas.
Incluso durante los oficios más corrientes, su corazón estaba puesto en el sagrario. Por ejemplo, cultivando la tierra o cocinando verduras, rezaba acordándose de la Comunión matutina: “Oh luz sin mancha, ¿qué delicias puedes encontrar en hombrecillo como yo? ¿Por qué has querido entrar en mi pecho y hacer de él un templo de tu majestad?”.4
Toda atención a la voz del Pastor
San Pascual murió en 1592, a la edad de 52 años, en el monasterio de Villarreal, tras una prolongada enfermedad que le hizo sufrir durante cinco años, dándole la oportunidad de edificar con su paciencia a todos los que le rodeaban.
Poco antes de fallecer, le preguntó al hermano enfermero: “¿Han dado ya la señal para la Misa mayor?”. 5 Al recibir una respuesta afirmativa, su rostro se iluminaba con una sonrisa de júbilo, pues sabía de antemano la hora de su partida. En el momento de la elevación, cuando la campanilla anunciaba la presencia real de Jesús sobre el altar, el humilde hermano exhaló su último suspiro y su alma voló para unirse definitivamente a ese mismo Jesús a quien tanto había buscado a lo largo de toda su existencia.
Ya se había difundido tanto su fama de santidad que fue imposible celebrar el funeral antes de tres días, debido a la afluencia de gente que acudió al convento para darle la despedida. En la Misa de exequias, para sorpresa de la concurrencia, sus ojos se abrieron dos veces, una en la elevación de la Sagrada Hostia y otra en la del cáliz, para reverenciar por última vez, en esta tierra, a la Santísima Eucaristía.
Como manso cordero del rebaño de Cristo, San Pascual Bailón supo estar con toda su atención puesta en la voz del Pastor, que lo instruía en la ciencia divina y en los secretos de la verdadera santidad. En el cumplimiento de su vocación de hermano lego, su vida transcurrió en la paz del claustro y en la mendicidad, de manera apagada, humilde, pero valiente, en la búsqueda continua y exclusiva de la gloria de Dios. Y le estaba reservada gran gloria y renombre en todo el mundo, al punto de ser canonizado por Inocencio XII a menos de un siglo después de su muerte, el 15 de julio de 1691, y declarado por el Papa León XIII, a tan justo título, Patrón especial de los Congresos Eucarísticos y de todas las asociaciones que tienen por objeto la divina Eucaristía, el 28 de noviembre de 1897.
(Revista Heraldos del Evangelio, Mayo/2013. n. 118, pag. 32 a 35)