San Pedro Claver – El esclavo de los esclavos

Publicado el 09/01/2015

“Esclavo de los africanos para siempre” fue el programa de vida de un joven misionero jesuita, que bautizó a más de 300,000 esclavos a lo largo de 35 años de labor apostólica.


Cierto día de la segunda mitad del año del Señor de 1610, las amplias y amarillentas velas del galeón “San Pedro” eran arriadas mientras el ancla tocaba fondo en una hermosa bahía. Toda la tripulación estaba asomada en la cubierta para contemplar, curiosa y admirada, la ciudad de Cartagena en la provincia de Nueva Granada (actual Colombia), que deslumbraba sus ojos con las enormes murallas de piedra blanca brillando bajo el candente sol tropical. El azul profundo del cielo se reflejaba en las aguas mansas y cálidas del puerto, donde se mecían graciosamente un sinnúmero de embarcaciones de todo género y tamaño.

En medio de la pintoresca multitud de marineros y pasajeros que se apuraba en desembarcar del galeón recién llegado, destacaban singularmente las negras sotanas de cuatro religiosos: tres sacerdotes y un novicio de la orden no hace mucho fundada por Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús.

La Historia no conservó los nombres de los tres presbíteros. Al igual que cientos de miles de religiosos anónimos que inmolaron su vida tras las pisadas del Maestro Divino, son desconocidos para los hombres e hijos predilectos de Dios. El novicio, sin embargo, de rostro austero, callado, algo retraído y casi inadvertido para los demás, dejó huella en la historia de Sudamérica y brillará por siempre en el firmamento de la Iglesia: era san Pedro Claver.

La aurora de una vocación

Nacido en Verdú, pequeña ciudad de Cataluña, en 1580, Pedro Claver se sintió llamado a la vida religiosa desde la más tierna infancia. Ya con 22 años de edad golpeó la puerta del noviciado de la Compañía de Jesús.

Dos años más tarde, sus superiores lo enviaron al Colegio de Monte Sión, en la isla de Mallorca, a fin de completar sus estudios de filosofía. Entonces se produjo un encuentro providencial, que marcaría de forma indeleble la vida de Pedro y afianzaría definitivamente su vocación.

En el colegio vivía un venerable anciano, simple hermano coadjutor y portero de la casa, que siglos más tarde sería canonizado y llegaría a ser una de las glorias de la Orden: san Alonso Rodríguez.

Desde el primer instante en que el santo portero posó sus limpios ojos en el novicio, entendió la vocación de éste, y las dos almas se unieron con un vínculo profundo y sobrenatural.

“¿Qué debo hacer para amar verdaderamente a Nuestro Señor Jesucristo?”, preguntaba el estudiante. Y san Alonso no se conformaba con un simple consejo, sino que descubría los ilimitados horizontes de la generosidad y el holocausto: “¡Cuántos ociosos que viven en Europa podrían ser apóstoles en América! ¿No podrá surcar el amor de Dios esos mismos mares que la codicia humana supo cruzar? ¿Acaso esas almas no valen también la vida de un Dios? ¿Por qué no recoges tú la sangre de Cristo?”

Las ardorosas palabras del anciano portero despertaron llamaradas de ímpetu que acabarían consumiendo el corazón de Pedro Claver.

En esa época, el hermano Alonso fue favorecido por Dios con una visión: se sintió arrebatado hasta el Cielo, en donde contempló incalculables tronos ocupados por los bienaventurados, y entre ellos, uno vacío. Escuchó una voz que le decía: “Este lugar está preparado para tu discípulo Pedro como premio a sus muchas virtudes, y por las innumerables almas que convertirá en las Indias con sus trabajos y sufrimientos”.

Misionero y sacerdote

Fachada de la iglesia de san Pedro Claver,en Cartagena; bajo el altar mayor se veneran hoy los restos del santo

El 23 de enero de 1610, el superior provincial, en atención a sus pedidos, lo envió como misionero a la tan anhelada Sudamérica. A fines del mismo año, después de una larga travesía, arribó a Cartagena, una de las más importantes ciudades del imperio español en ultramar.

Terminada su instrucción teológica en la casa de formación de los jesuitas en la provincia de Nueva Granada, recibió finalmente el Sacramento del Orden el 19 de marzo de 1616 y celebró su primera misa ante una imagen de la Virgen de los Milagros, a la que siempre profesaría una ardorosa y filial devoción.

El campo de batalla

La ciudad de Cartagena era uno de los principales enclaves para el comercio entre Europa y el Nuevo Mundo. Era además –con excepción de Veracruz, en México– el único puerto autorizado para la internación de esclavos africanos en la América Española. Se calcula que cerca de diez mil esclavos llegaban anualmente a la ciudad por mano de los mercaderes, generalmente portugueses e ingleses, que se dedicaban a tan vil y cruel negocio.

Esos pobres seres, arrancados de las costas de África, donde vivían en el paganismo y la barbarie, eran traídos al fondo de las bodegas de carga para ser vendidos como simples objetos, destinados al trabajo en las minas y las haciendas, donde luego de vivir sin esperanza, morían míseramente sin el auxilio de la religión.

Convertir a esos miles de infelices cautivos y abrirles las puertas del Cielo fue la misión a la que Pedro Claver consagró toda su existencia.

Así, cuando llegó el grandioso y esperado momento de emitir los votos solemnes, con que se comprometía a ser obediente, casto y pobre hasta la muerte, firmó el documento con la fórmula que sería en adelante la síntesis de su vida: Petrus Claver, æthiopum semper servus – “Pedro Claver, esclavo de los africanos para siempre”.

Tenía 42 años de edad.

El esclavo de los esclavos

Cuando un navío cargado con esclavos llegaba al puerto, el Padre Claver acudía inmediatamente en una pequeña embarcación, llevando consigo una gran provisión de dulces, pasteles, frutas y aguardiente.

San Pedro Claver (gruta de Manresa, España)

Aquellos seres, embrutecidos por una vida salvaje y exhaustos por un viaje realizado en condiciones inhumanas, lo miraban con temor y desconfianza. Pero él los saludaba con alegría y por medio de sus auxiliares e intérpretes negros –tenía más de diez– les decía: “¡No tengan miedo! Vine aquí para ayudarlos, para calmar sus dolores y enfermedades”; y muchas otras frases consoladoras. Pero sus acciones hablaban más que las palabras: primero que nada bautizaba los niños moribundos; luego recibía en sus brazos a los enfermos, distribuía bebidas y alimentos para todos y se convertía en siervo de esos desdichados.

Ardua catequesis

Todos los días Pedro Claver salía para catequizar a los esclavos, llevando en su mano derecha un bastón coronado por una cruz y un hermoso crucifijo de bronce colgado al pecho.

Calores extenuantes, lluvias torrenciales, críticas e incomprensiones hasta de sus propios hermanos de vocación; nada mermaba su caridad.

Con frecuencia llamaba a las puertas señoriales de la ciudad pidiendo dulces, obsequios, ropas, dinero y almas decididas que lo ayudaran en su duro apostolado. No pocas veces nobles capitanes, caballeros y damas ilustres y piadosas lo seguían hasta las misérrimas moradas de los esclavos.

Al entrar en esos lugares, su primer cuidado siempre se destinaba a los enfermos. Lavaba su cara, curaba sus llagas y repartía comida a los más necesitados. Apaciguadas las penalidades del cuerpo, los reunía a todos junto a un altar improvisado, los hombres a un lado y las mujeres al otro, e iniciaba la catequesis, que sabía poner maravillosamente al alcance de la corta inteligencia de los esclavos. Colgaba al alcance de la vista de todos una tela pintada con la figura de Nuestro Señor crucificado con una gran fuente de sangre manando de su costado herido; a los pies de la cruz, un sacerdote bautizaba con la Sangre Divina a varios negros que lucían hermosos y resplandecientes; más abajo, un demonio trataba de devorar a algunos negros que no se habían bautizado todavía.

Les decía entonces que debían olvidar todas las supersticiones y ritos que practicaban en sus tribus y lugares de origen, algo que repetía muchas veces.

Después les enseñaba la señal de la cruz y les explicaba paulatinamente los principales misterios de nuestra fe: Unidad y Trinidad de Dios, Encarnación del Verbo, Pasión de Jesús, mediación de María, cielo e infierno.

Pedro Claver sabía muy bien que esas toscas mentalidades no podrían asimilar ideas abstractas sin la ayuda de muchas imágenes y figuras. Por eso les mostraba estampas en que estaban pintadas escenas de la vida de Cristo y de la Virgen, representaciones del paraíso y del infierno.

Bautizó a más de 300 mil esclavos

Tras innumerables jornadas de ardua evangelización, finalmente los bautizaba. Para celebrar este sacramento utilizaba una jarra y una bandeja de fina porcelana china, y quería que los esclavos estuvieran limpios. Sumergía su crucifijo de bronce en el agua, la bendecía y decía que ahora el precioso líquido era santo, y que luego de lavarse en él, sus almas se volverían más brillantes que el sol. Se calcula que a lo largo de su vida san Pedro Claver bautizó a más de 300 mil esclavos.

Los domingos iba por calles y caminos de la región llamándolos a la santa misa y al sacramento de la Penitencia. A veces pasaba toda la noche confesando a los pobres esclavos.

Reflejos de un amor inmenso

Su ardorosa e insaciable sed de almas no era sino el desborde visible de las llamaradas interiores que consumían el alma de este discípulo de Cristo. Significativos indicios descorren un poco el velo que cubrió durante su vida el altísimo grado de unión con Dios que llegó a alcanzar.

“Todo el tiempo libre de confesar, catequizar e instruir a los negros, lo dedicaba a la oración”, relata un testigo. Reposaba diariamente apenas tres horas, y pasaba el resto de la noche de rodillas en su habitación o frente al Santísimo Sacramento, en profunda oración, muchas veces agraciada con arrobamientos místicos.

Gran adorador de Jesús Hostia, se preparaba todos los días durante una hora antes de celebrar el Sacrificio del Altar, y permanecía en acción de gracias media hora luego de la misa, sin permitir que nadie lo interrumpiera en esos períodos.

A través de la estrecha ventana de la enfermería san Pedro Claver contemplaba la inmensidad del mar,esperando el momento del supremo encuentro con Dios

Tampoco tenía límites su devoción a la Santísima Virgen. Rezaba el rosario completo todos los días, arrodillado o caminando por las calles de la ciudad, y no dejaba pasar ninguna fiesta mariana sin organizar solemnes celebraciones con música instrumental y coral.

Largo calvario

Ese varón que había pasado la vida haciendo el bien, que tantos dolores había aliviado y tantas angustias consolado, tuvo que padecer, como su Divino Modelo, tormentos físicos y morales inenarrables antes de ser recibido en la gloria celestial.

Cumplidos 35 años de intensísima labor apostólica y 70 de edad, cayó gravemente enfermo. Poco a poco fueron paralizándose sus extremidades, y un fuerte temblor empezó a sacudir continuamente su cuerpo fatigado. Llegó a ser “una especie de estatua de penitencia con las honras de persona”, relata un testigo.

Sus últimos cuatro años de existencia terrenal debió pasarlos inmovilizado en la enfermería del convento. Y por increíble que parezca, este hombre, que fuera el alma de la ciudad, el padre de los pobres y el consolador de todos los infortunios, fue completamente olvidado por todos y hundido en el abandono.

Pasaba los días, los meses y los años en silenciosa meditación, contemplando la inmensidad del mar desde la ventana de la enfermería, escuchando el canto de las olas que rompían contra las murallas de la ciudad. A solas con el dolor y con Dios, aguardaba el momento del encuentro supremo.

Un joven esclavo había sido designado por el superior de la casa para cuidar al enfermo. Sin embargo, el que debía ser enfermero no pasaba de brutal verdugo. Se comía la mejor parte de los alimentos destinados al paralítico y “un día lo dejaba sin bebida, otro sin pan, muchos sin comida”, como cuenta un testigo de la época.

También “lo martirizaba cuando lo vestía, gobernándolo con brutalidad, torciéndole los brazos, golpeándolo y tratándolo con tanta crueldad como desprecio”. Pero jamás se escuchó una sola queja de sus labios. “Más merecen mis culpas”, exclamaba a veces.

Gloria a partir de esta tierra: “¡Murió el santo!”

Cierto día de agosto de 1654, Claver le dijo a un hermano de hábito: “Esto se acaba. Deberé morir un día dedicado a la Virgen”. La mañana del 6 de septiembre, a costa de un inmenso esfuerzo, se hizo llevar a la iglesia del convento y quiso comulgar por última vez. Casi arrastrándose se aproximó a la imagen de Nuestra Señora de los Milagros, frente a la cual había celebrado su primera misa. Al pasar por la sacristía, le dijo a un hermano: “Voy a morir. ¿Puedo hacer algo por su merced en la otra vida?”

Al día siguiente perdió el habla y recibió la Unción de los Enfermos.

Sucedió entonces algo extraordinario y sobrenatural. La ciudad de Cartagena pareció despertar de un prolongado letargo. Por todos lados corría la voz: “¡Murió el santo!” Una multitud incontenible se encaminó al colegio de los jesuitas, donde agonizaba Pedro Claver. Todos querían besar sus manos y sus pies, tocar en él sus rosarios y medallas. Distinguidas señoras y pobres negras, nobles, capitanes, niños y esclavos desfilaron ese día delante del santo, que yacía sin sentido en su lecho de dolor. Solamente a las 9 de la noche los religiosos pudieron cerrar las puertas y contener la piadosa avalancha.

Y así, entre la una y las dos de la madrugada del 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de María, con gran suavidad y paz, el esclavo de los esclavos se durmió en el Señor.

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