Debido a la explosión de orgullo y sensualidad promovida por el Renacimiento, hubo en el siglo XVI una tendencia general de las personas a buscar el gozo de la vida y a abominar la penitencia. San Pedro de Alcántara enfrentó esa ola, y brilló en la Santa Iglesia por su espíritu de mortificación llevado hasta la sublimidad.
Plinio Corrêa de Oliveira
San Pedro de Alcántara era un santo sumamente penitente, la propia personificación de la penitencia en la Iglesia Católica, en el siglo XVI. A respecto del carácter penitente de este religioso podemos hacer algunas consideraciones.
Espíritu de contemplación y de penitencia en la sociedad civil
En la Santa Iglesia Católica no todos son llamados a ser contemplativos, pero para que todos los que viven en el siglo tengan la medida de la contemplación necesaria, es menester que haya algunas órdenes que lleven el espíritu de contemplación tan lejos cuanto sea posible. Esas órdenes dan una especie de sustento a la nota contemplativa que debe caber en la vida común de todos los hombres que quieren realmente santificarse.
Es muy significativo el hecho de que el propio San Francisco de Asís haya fundado la Orden Tercera de Frailes Menores, para poner término a la generalización del deseo de las personas, en el siglo XIII, de entrar a la Orden Franciscana. Tantos querían ser franciscanos, que el siglo corría el riesgo de quedar abandonado. Entonces, para que el espíritu franciscano pudiese florecer en el mundo, él fundó la Orden Tercera, una especie de padrón para la fundación posterior de Órdenes Terceras en otras familias religiosas.
Lo que se dice de la contemplación, también se puede afirmar de la penitencia. No es posible que todos los hombres practiquen las penitencias que los grandes santos penitentes hicieron, y tampoco sería lo deseable. Si todos quisiesen practicarlas, la Iglesia le pondría a eso un freno.
Debe haber una determinada medida de penitencia en la vida cotidiana del hombre común, que quiere seriamente santificarse. Y los grandes santos penitentes, los grandes santos sufridores, son exactamente los que mantienen en los demás, por el ejemplo y por el deslumbramiento de la penitencia que practicaron, el espíritu de penitencia necesario.
A ese título ellos son pilares de la Iglesia, porque, como la sal que evita la podredumbre, conservan ese espíritu en la sociedad civil, en las órdenes religiosas no especialmente consagradas a la penitencia, en el clero secular y en los más altos escalones de la Jerarquía Eclesiástica.
Y esto hizo San Pedro de Alcántara en una época en la cual el espíritu de penitencia era abominado; el Renacimiento estaba tomando cuenta del mundo y, exactamente en virtud de esa explosión de orgullo y de sensualidad a la cual me refiero en mi libro “Revolución y Contra- Revolución” 1 , había una tendencia universal para hacer de la vida una larga serie de placeres, hasta llegar a transformarla en una gozo interrumpido.
Dos formas de penitencia
Por penitencia entendemos, ante todo, las enfermedades, los infortunios, los desastres, las humillaciones a las cuales los otros nos sujetan, las incomprensiones, todas las cosas que nos hacen sufrir, permitidas por Dios o que Él manda, y de las cuales no podemos huir.
Existen, además, las penitencias voluntarias que nos imponemos a nosotros mismos por amor a Dios. La letanía del Cardenal Merry del Val 2 sugiere muchas penitencias así, implícitamente: “Que los otros puedan ser elogiados y yo despreciado, ¡Jesús, dadme la gracia de desearlo!” Es decir, si teniendo la oportunidad de ser honrado y no hay ninguna gloria especial de Dios en eso, hago una bonita penitencia apagándome y permitiendo que otros sean honrados para que de esta manera yo sufra, me desapegue de alguna cosa, de gloria a Dios, Nuestro Señor.
Paradójicamente, esas dos formas de penitencia contienen en sí la realización de la promesa del Divino Salvador, por la cual aquél que dejase todo por amor a Él recibiría el céntuplo en esta Tierra y después la vida eterna.
Si prestamos bien atención, notaremos lo siguiente: existe en la Tierra una categoría de almas felices y otra de almas infelices. Es feliz, alegre, llena de buen humor, el alma que comprende el papel del sufrimiento en la vida. Cuando le sucede un infortunio, no lo toma como un “animal de siete cabezas”, no se rebela, no se atemoriza, sino que comprende que lo propio de nuestra condición humana es sufrir. Y que sería algo sin precedentes, sin explicación, que no suframos frecuentemente muchas cosas.
Cuando un alma así recibe un sufrimiento, sufre realmente, pero sin quemarse, no se comienza a “fritar”. Sufre considerando eso como algo natural, entendiendo que la razón de ser del hombre en esta Tierra es dar gloria a Dios, y eso no se consigue sin sufrimiento. De esta forma, es normal que suframos, y podemos aguantar el infortunio.
Almas olvidadas de sí mismas, vueltas hacia Dios y la Santa Iglesia
Teniendo firmeza y decisión, el sufrimiento cae sobre nosotros y lo aguantamos como Nuestro Señor Jesucristo aguantó la Cruz. A veces hasta cayendo bajo su peso; no obstante, nunca desesperándose ni intentando abandonarla – creyendo que le está sucediendo un absurdo, sino comprendiendo que eso tiene un sentido, tiene una razón de ser –, levantándose nuevamente y cargando la cruz.
Las almas así son, ante todo, dotadas de buen genio, nativamente o por la fuerza que se impusieron a sí mismas. Cuando se les hace algo malo, están listas para perdonar. Cuando se les manda alguna cosa, están listas para obedecer. Cuando alguien se olvida de ellas, no toman eso en consideración. Son almas que están lejos de ser insensibles. Pero tienen esta particularidad: son sensibles al bien, pero no al mal que se les hace.
Esas son las almas que saltan en defensa de la causa de la Iglesia, en caso de que los principios sea vean afectados. Porque quien se olvida de tal manera de sí mismo, puede tener amor a los principios. Son, por lo tanto, las almas doctrinarias, que saben qué es la búsqueda del absoluto, convictas de que en la vida la única cosa que vale es defender las cosas que son, al fin y al cabo, semejanza de Dios en la Tierra y por esa causa, más que todo, a la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, la cual compendia en sí todos esos valores.
El sufrimiento es la ley de la vida
Por el contrario, un alma que no haya entendido completamente de que el sufrimiento es la ley de la vida, vive sufriendo. Porque cada cosa desagradable que le sucede es para ella una aberración. Por ejemplo, anda en la calle y se tropieza, rezonga contra el andén; toma un taxi y el conductor no entiende el camino, le parece absurdo tener que explicarle al chauffeur cómo llegar al destino; da un paseo y, por más que durante el viaje haya disfrutado de lo mejor – el hospedaje, un palacio; la comida, un banquete –, si tuvo algún enfado con compañías poco interesantes, ya es suficiente para considerar frustrado el paseo. ¿Por qué? Porque la persona imagina lo siguiente:
“Lo normal, lo banal es que todo me salga perfecto. Es la mínima obligación de la vida para conmigo. Algo que me haya salido errado es un contrasentido. ¡¿Cómo me fue a suceder eso?! ¡No lo entiendo, no puedo aceptarlo! ¡Me rebelo!”
A veces, una persona así presenta una fisionomía muy alegre. Pero si se va a ver por detrás y se nota una tensión continua, es porque a todo momento tiene pánico de que le suceda algo que constituya un sufrimiento. Y por otro lado, como los padecimientos van surgiendo, el individuo está más o menos como un sujeto que a toda hora tiene un mosquito posándose sobre de él. Cuando no es un mosquito, es una pedrada o un tiro… Esa persona cree entonces que está en una especie de tiro al blanco con mil sufrimientos que le van sucediendo. Resultado: es la peor vida posible.
Hay un tipo de hombre hostil a la penitencia, porque cree que la vida es para gozarla y no se preocupa con nada más. Por eso no quiere aceptar la virtud y las dificultades que ésta trae consigo y, por lo tanto, rechaza toda forma de sacrificio.
Una segunda modalidad, que viene disfrazada con aspecto de virtud y por eso nos engaña más fácilmente, se apoya en la siguiente idea: “yo acepto los sufrimientos necesarios para no pecar; pero no acepto ningún otro. Tengo derecho a gozar mi vida y quiero disfrutarla enteramente, pues me fue dada para ser disfrutada. Me limito a no pecar; en cuanto al resto, vivo completamente sin cuidado.”
Quien así piensa, en la gran mayoría de los casos no se mantiene fuera del pecado y acaba sucumbiendo en él, porque es un desvío completo de la idea de la finalidad de esta vida, que no consiste en que apenas gocemos dentro de los límites de la virtud. La vida nos fue dada para conocer, amar y servir a Dios en este mundo. Y entre los servicios que podemos prestar al Creador, uno de los más insignes, sobretodo en nuestra época, es luchar por Él. Servir, amar y luchar por Dios en toda la medida de lo posible; para eso existimos.
Soldados de la Iglesia militante
Es decir, la vida no nos fue dada para el placer, sino para el heroísmo, para la lucha. Y debemos considerar uno u otro placer que nos demos apenas como una cosa transitoria, para descansar y recomenzar la batalla.
Para saber si el placer es bueno o malo, debo juzgarlo de acuerdo con este criterio: si terminado un deleite determinado estoy más dispuesto para la lucha, para la seriedad, para la mortificación, ese placer es bueno; si por el contrario, estoy más muelle o menos deseoso de la seriedad y de cosas elevadas, entonces ese deleite es malo.
Todo placer, todo descanso no es sino un intersticio para que sirvamos mejor a Nuestra Señora. Pero como hijos de la Iglesia militante, nuestra finalidad es luchar la vida entera y aguantar todas las arideces y dificultades de la vida combatiente.
Imaginen un soldado que esté sentado en la trinchera, en un momento de intervalo de la lucha, mirando el campo: “¡Qué bonito ese campo, qué lugar pintoresco donde fue abierta esta trinchera!”
Alguien le dice:
– ¡Fulano, tiene que preparase para la lucha de mañana!
– ¡Ah, yo no! Ese asunto de avanzar, de pasar el día entero luchando, ¡no! Yo cumplo mi
deber mínimo de soldado, sin desertar ni traicionar en favor del enemigo. No le entrego ni un palmo del territorio nacional.
¡Con un hombre así se pierden todas las guerras!
Ahora bien, somos soldados de la Iglesia militante y debemos tener en mente que la vida no nos fue dada para el placer, sino para el deber.
Las almas con espíritu de mortificación, que comprenden cuán natural es sufrir, están aclimatadas al sufrimiento como su ambiente propio. Pueden llegar a gemir y a pedir a Dios que les aparte el dolor, pero consideran normal pasar por padecimientos. Ellas reciben el céntuplo en esta vida y aún más que eso.
Intrepidez e iniciativa en la lucha contra el mal
Aquellos que procuran huir del dolor sufren mucho más. No hay peor cosa que la vida empleada exclusivamente para el placer. El gozo meramente terreno, sobre todo cuando es inmoral, no pasa de una ilusión. En los primeros momentos da una satisfacción pseudo- embriagante, pero después no queda nada, a no ser frustración.
Verdaderamente, el papel del sufrimiento bien aceptado es el de dar esta alegría, esta serenidad que los antiguos llamaban consolación, en medio de una noble tristeza.
Si analizamos bien la realidad, veremos que en los pueblos donde más se busca el placer y más se huye del sufrimiento, hay mayor número de psicosis. En los que hay menos búsqueda del placer y más resignación con el sufrimiento, existe más fuerza, más consolación.
San Pedro de Alcántara y otros santos penitentes nos dan ejemplos para admirar hasta el último extremo de la admiración – para tener una de esas veneraciones que nos traspasan el alma de un lado al otro – a los que sufren; pero que sufren con grandeza, con resignación, con entusiasmo.
Una de las formas de sufrimiento más profundas e importantes es aguantar la lucha contra el mal. Y no sólo aguantar, sino tener espíritu de intrepidez y de iniciativa en esa lucha, el espíritu militante de un San Miguel Arcángel, de espada en mano, listo para ser el primero en todas las batallas, para decir “no” a todos los adversarios de la Fe. Ese ánimo de heroísmo y de intrepidez, enfrentando todos los trabajos y todas las luchas, es la fina punta del espíritu de sufrimiento.
Eso es, sobre todo, lo que debemos querer al pedir el espíritu de penitencia, el sentido de la mortificación, sin los cuales no se puede tener el deseo de las cosas espirituales en esta Tierra, ni de las cosas celestiales. Pidamos, entonces, a San Pedro de Alcántara que nos lo obtenga.
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1) Parte I, Cap. III, 2. B.
2) Letanías de la Humildad.
(Revista Dr. Plinio No. 199, octubre de 2014, p. 28-31, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 19.10.1964 y 19.10.1965)