“Hay que hacerle salir de su retiro [a Jesús Eucaristía] para que se ponga de nuevo a la cabeza de la sociedad cristiana que ha de dirigir y salvar. Hay que construirle un palacio, un trono, rodearle de una corte de fieles servidores, de una familia de amigos, de un pueblo de adoradores”
En la iglesia de un pueblecito francés, cerca de Grenoble, se encontraba un niño de cinco años subido sobre una pequeña tarima, detrás del altar, con el cuerpo inclinado y con la frente casi tocando el sagrario. Allí es donde le encontraría su hermana, después de haberle estado buscando afligida por todas partes.
– ¿Qué haces aquí?, le preguntó al verle.
– Pues nada —respondió con candidez—; hablar con Jesús.
– ¿Y por qué de esa manera tan singular?
– Estoy escuchando, y desde aquí le oigo mejor.
Aún no sabía este prematuro devoto del Santísimo Sacramento la gran misión que la Providencia le había reservado, ni tampoco como la vida que tenía por delante estaría llena de luchas, aunque también de glorias. Su precoz atracción por Jesucristo Eucaristía no era sino una incipiente preparación para ella.1
“Te pido la gracia de ser sacerdote”
Pedro, hijo en segundas nupcias de Julián Eymard y María Magdalena Pelorse, vino al mundo el 4 de febrero de 1811. Su familia se había reducido a sus padres y a su hermanastra, María Ana, doce años mayor que él; de los demás hijos del matrimonio, unos habían fallecido en tierna edad y otro pereció en los ejércitos de Napoleón.
En la iglesia parroquial de la ciudad existía la piadosa costumbre de dar la bendición con el Santísimo Sacramento después de la Misa diaria. Su madre no faltaba ni un solo día y devotamente ofrecía su hijo a Jesús en ese momento. Así, la presencia de Cristo en la custodia y en el sagrario ya le era familiar desde muy temprano.
Su padre, una vez establecido en La Mure d’Isère, construyó una prensa de aceite de nueces. El muchacho le ayudaba entregando el producto a los clientes. Pero se sentía tan atraído por Jesús en el tabernáculo que cuando pasaba por delante de la iglesia, siempre entraba para hacerle una visita. Y cuando su hermana volvía del Sagrado Banquete, intentaba quedarse bien juntito a ella para experimentar la presencia eucarística en su alma.
Cuando tuvo ya los doce años, por fin, se dio el momento tan esperado de su Primera Comunión. ¡Cuántas gracias recibió ese día! Una de ellas fue la de sentir en su espíritu la llamada al sacerdocio. Pero cuando le dijo a su padre su firme deseo de seguir esa vocación, obtuvo por respuesta una rotunda negativa. Su madre, por su parte, callaba y rezaba, sin perder las esperanzas de ver a su hijo ante el altar.
Era inteligente y de carácter resuelto. Continuó ayudando a su padre en las batallas de su empresa doméstica, aunque —a escondidas— se puso a aprender latín. Con dieciséis años consiguió el permiso para proseguir esos estudios, primero en La Mure y más tarde en Grenoble. Aquí fue donde recibió la noticia del fallecimiento repentino de su madre. En medio de lágrimas, a los pies de una imagen de la Virgen, le pidió: “Por favor, a partir de ahora sé mi única Madre. Pero ante todo te pido esta gracia: que llegue un día a ser sacerdote”.2 Este amor a Nuestra Señora no hizo sino aumentar hasta el fin de su vida.
Sólo después de haber cumplido los dieciocho años y no sin dificultades, a pesar de contar con la ayuda del P. José Guibert —en aquella época joven sacerdote de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada y más tarde Cardenal y Arzobispo de París—, consiguió convencer a su padre para que le dejara ingresar en el noviciado de la mencionada Congregación, en Marsella. Por primera vez daba pasos firmes rumbo al cumplimiento de su vocación.
Párroco y religioso
Sin embargo, cuando todo parecía que caminaba a la realización de la gran aspiración de su vida, una grave enfermedad le obligó a regresar a su casa, dejándolo al borde de la muerte. Cuando le llevaron el Viático, le pidió a Jesús Sacramentado que le concediese la gracia de recuperar la salud para poder ser sacerdote y celebrar por lo menos una Misa.
Su plegaria fue atendida. Se curó y entró en el Seminario Mayor de Grenoble, siendo presentado al rector por el propio fundador de los oblatos, San Eugenio de Mazenod, por aquel entonces Obispo de Marsella. El 20 de julio de 1834, fiesta de San Elías, recibía la ordenación sacerdotal, con 23 años de edad.
Durante sus primeros cinco años de ministerio fue coadjutor en Chatte y después párroco en Monteynard. Como auténtico pastor, tenía por meta santificarse y santificar a “sus ovejas”, siguiendo los métodos de otro santo párroco, el Cura de Ars, de quien era gran amigo: diariamente rezaba el Oficio Divino en la iglesia y después salía al atrio para conversar con los fieles. Estaba dotado de un fuerte carisma de atracción e instruía y animaba a todos, obteniendo notables conversiones.
Con todo, la vida de párroco no llegaba a satisfacerle por completo: deseaba ser religioso. A pesar de las protestas de su grey y de las lágrimas de su hermana María Ana, obtuvo la autorización del ordinario para dejar el cargo y, en 1839, entraba en el noviciado de los Padres Maristas, en Lyon.3
Los miembros de este Instituto, fundado tres años antes por el P. Jean Claude Colin, recibieron como misión evangelizar a los pueblos del Pacífico y, en consecuencia, el P. Eymard se preparaba para ser enviado como apóstol a la lejana Oceanía. No obstante, otros serían los designios reservados para él: fue nombrado director espiritual del Colegio Marista de Belley, superior provincial, visitador apostólico y, más tarde, director de la Orden Tercera de María, en Lyon.
En esta ciudad, ejerció un intenso apostolado, sobre todo con los encarcelados, los enfermos y la clase obrera. Enfrentó con valentía los vientos del siglo XIX, impregnado de utilitarismo, alentado por un anticlericalismo obstinado que procuraba relegar a un segundo plano, o incluso al desprecio, a la Religión y a los valores sobrenaturales. Aquel joven sacerdote lleno de celo por la causa de Dios se daba cuenta como la sociedad de su época se apartaba de Cristo y de su Iglesia, y ardía en deseos por hacer algo para revertir esa situación.
La gran misión de su vida
Por eso, la Providencia le iba preparando poco a poco para la realización de la gran misión de su vida. Dos gracias insignes le llevaron definitivamente a entregarse a ella. En 1845, mientras llevaba el ostensorio conel Santísimo Sacramento durante una procesión, se sintió inundado de una gran fuerza y le pidió a Dios que le diese el celo apostólico de San Pablo, para difundir como él el nombre de Jesucristo.
No obstante, aún más decisiva fue la gracia recibida en 1851, mientras rezaba ante la imagen de la Virgen, en el santuario mariano de Fourvière. En determinado momento, oyó claramente en el fondo de su alma la voz de Nuestra Señora que le exponía la necesidad de que hubiera una congregación religiosa destinada a honrar de manera especial a la Sagrada Eucaristía —subrayando esta devoción como el medio para solucionar los intrincados problemas en los que el mundo se había sumergido—, renovar la vida cristiana y promover la auténtica formación de sacerdotes y laicos.
De manera que quien le impelió en las sendas de su misión eucarística fue Aquella a la que, más tarde, veneraría bajo la advocación de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, modelo de los adoradores. El P. Eymard dejó registrados algunos de sus pensamientos que por aquel tiempo henchían su alma de apóstol: “He reflexionado a menudo sobre los remedios para esta indiferencia universal, que se apodera de manera escalofriante de tantos católicos, y encuentro uno sólo: la Eucaristía, el amor a Jesús Eucarístico. La pérdida de la Fe proviene de la pérdida del amor”.4
Poco más tarde diría: “Hay que ponerse manos a la obra, salvar a las almas con la Eucaristía y despertar a Francia y a Europa sumergidas en el sueño de la indiferencia, porque no conocen el don de Dios, a Jesús, el Emmanuel de la Eucaristía. Hay que esparcir la chispa del amor en las almas tibias que se creen piadosas y no lo son, porque no han fijado su centro y su vida en Jesús en el tabernáculo”.5
“No predicamos sino a Cristo, y a Cristo Sacramentado”, decía parafraseando la célebre afirmación de San Pablo (cf. 1 Co 1, 23).
Nace la Congregación de los Sacramentinos
Dispuesto a “ponerse inmediatamente manos a la obra”, le expuso al superior general de los Padres Maristas su deseo de fundar una nueva congregación. Éste examinó con detenimiento el proyecto y le dispensó de sus votos de religioso, para que tuviera plena libertad de actuación. Sin embargo, juzgó mejor someter el caso al Arzobispo de París, Mons. Marie-Dominique-Auguste Sibour.
El P. Eymard se presentó, entonces, en el palacio arzobispal acompañado por su primer discípulo, el conde Raymundo de Cuers, ex capitán de fragata, quien recibiría más tarde la ordenación sacerdotal en la nueva Congregación. Le explicó a Mons. Sibour su intención de fundar una institución religiosa contemplativa de adoradores del Santísimo Sacramento y al mismo tiempo de vida activa, con un frente de apostolado dirigido, sobre todo, a la clase obrera, ocupándose de incrementar la devoción a la Sagrada Eucaristía, preparar adultos para la Primera Comunión y otras actividades relacionadas. El prelado se entusiasmó con la idea y declaró que era ésa la obra que faltaba en la Arquidiócesis de París. Así nacía la Congregación del Santísimo Sacramento, el 13 de mayo de 1856.
En su primer encuentro con el Beato Pío IX, el 20 de diciembre de 1858, éste fue aún más caluroso y rotundo que el Arzobispo de París: “Estoy convencido de que su obra viene de Dios, y la Iglesia la necesita” 6, afirmó. Cinco años más tarde, en 1863, el mismo Pontífice le envió un Breve Laudatorio, aprobando oficialmente el nuevo Instituto.
Los sufrimientos consolidan la obra
La comunidad inicial —formada por tan sólo tres miembros: el P. Eymard, el P. Cuers y el P. Champio— se instaló en una casa puesta a su disposición por el propio Arzobispo, Mons. Sibour. En la festividad de los Reyes Magos de 1857 se exponía en la capilla por primera vez el Santísimo Sacramento. Un año después, se conseguía una segunda casa en el suburbio de Saint-Jacques, que llegó a conocérsela por el nombre de Capilla de los Milagros, por causa de todas las gracias allí recibidas a lo largo de nueve años. La obra iba desenvolviéndose con lentitud, enfrentando dificultades de todo tipo. El Santísimo Sacramento debía permanecer expuesto perpetuamente, pero los adoradores inscritos en seguida daban muestras de cansancio, sobre todo ante la dificultad de la vigilia nocturna, y se dieron deserciones. El propio P. Cuers pidió a Roma la supresión de los votos para fundar otro instituto. Tampoco le faltaron las pruebas derivadas de las calumnias e incomprensiones.
Ante esta situación, el P. Eymard con gran espíritu sobrenatural decía: “Tengo miedo que cesen las pruebas”.7 Así, no sólo el dolor físico —de las penitencias voluntarias y de las enfermedades— fue lo que purificó su alma y su fundación, sino también el sufrimiento moral.
Fecundidad de la Adoración
A pesar de eso, las vocaciones continuaban llegando, gracias, especialmente, a los sermones llenos de entusiasmo eucarístico del fundador, que los preparaba ante el tabernáculo. No era en vano —afirmaba— que una hora a los pies de Jesús Sacramentado valiese más que una mañana entera estudiando con libros.
Al igual que San Pablo, el amor de Cristo le empujaba a predicar. Ardía en su corazón el enorme deseo de incendiar el mundo con el fuego de Aquel que está presente en cada sagrario. Era necesario sacarlo de allí, exponerlo, rendirle adoración, reconocer que Él era el único capaz de curar cualquier problema, tanto de los individuos como los de la sociedad.
En su deseo de llevar a las almas a la Sagrada Eucaristía, fundó también la Congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento, contemplativas dedicadas a la Adoración Perpetua, y una asociación para los laicos, a la que dio el nombre de Agregación del Santísimo Sacramento.
Inspirador de los Congresos Eucarísticos
“Hay que hacerle salir de su retiro [a Jesús Eucarístico] para que se ponga de nuevo a la cabeza de la sociedad cristiana que ha de dirigir y salvar. Hay que construirle un palacio, un trono, rodearle de unacorte de fieles servidores, de una familia de amigos, de un pueblo de adoradores”. 8 He aquí la gran misión de San Pedro Julián Eymard.
Los Congresos Eucarísticos surgieron como fruto de este poderoso anhelo. Fueron una iniciativa pionera de Emilia Tamisier de Tours, una joven que había ingresado en la Congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento, donde permaneció cuatro años, con el nombre de Hna. Emiliana. Después, con la bendición de su santo fundador, saldría del convento para ser en el mundo una misionera itinerante de la Eucaristía.
Así, en 1881, inspirada por su maestro y venciendo numerosos obstáculos, organizaría el primer Congreso Eucarístico de la Historia, que tuvo lugar en Lille, bajo el lema La Eucaristía salva el mundo y contó con la especial bendición del Papa León XIII. Para su realización, recibió la ayuda de los Padres Sacramentinos, de varios obispos y numerosas personalidades laicas. A partir de entonces, se multiplicarían congresos similares, no sólo regionales, sino también nacionales e internacionales. Una institución que adquirió forma y perdura hasta nuestros días.
Ocaso de una vida santa
Extenuado por sus intensas actividades, enflaquecido y con dificultad para alimentarse, el P. Eymard recibió estrictas órdenes médicas de reposo. En la segunda quincena de julio de 1868 se dirigió hacia La Mure, donde podía contar con los cuidados de su hermana. De camino, celebró su última Misa en Grenoble, en la capilla consagrada a la Adoración Perpetua.
Pocos días después, los médicos le diagnosticaron una hemorragia cerebral. Su última confesión fue hecha a través de signos, pues ya no conseguía hablar. El día 1 de agosto recibió la Unción de Enfermos, y el P. Chanuet, sacramentino, celebró la Misa en la propia habitación, y le dio la Sagrada Comunión. Sería la última.
– ¡Murió un santo!, exclamaban los habitantes de la pequeña localidad.
Antes de cumplirse un año de su fallecimiento, benefició con varios milagros a los fieles que rezaban en su tumba.
Casi cien años más tarde, al día siguiente de la clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el 9 de diciembre de 1962, Juan XXIII lo elevó a la honra de los altares en presencia de 1.500 padres conciliares. Y pasados treinta y tres años, era inscrito en el Calendario Romano y presentado a la Iglesia Universal con el título de “Apóstol de la Eucaristía”.
(Revista Heraldos del Evangelio, Agosto/2010, n. 104, pag. 36 a 39) » Volver |
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