San Pedro Nolasco

Publicado el 09/21/2015

Elegido por la Virgen de las Mercedes para adornar a la Iglesia con un carisma providencial, Pedro Nolasco suscitó en el pueblo actos de heroísmo que merecen ser contados entre los más bellos que el hombre puede practicar.

 


 

Aquel fue un día memorable en los anales de la catedral de Barcelona. Una muchedumbre de fieles esperaba impaciente, apretujada en las naves, el comienzo del acto litúrgico, porque la noticia de su realización había corrido como un reguero de pólvora por toda la región. Al repique festivo de las campanas, el obispo don Berengario de Palou empezó la celebración, en presencia del soberano Jaime I y numerosos notables del reino. El pueblo cristiano también había ido en peso a presenciar el acontecimiento que, se decía, tenía origen en una inspiración celestial.

 

El sermón lo hizo el ilustre Raymundo de Peñafort, que en esa época todavía pertenecía al clero secular. Anunció a la asamblea que era voluntad de la Madre de Dios la institución de una nueva Orden religiosa en honor a sus misericordias, según se lo había revelado Ella misma a un hijo suyo muy predilecto llamado Pedro Nolasco. Así pues, en el momento de las ofrendas, el rey y el sacerdote presentaron el nuevo fundador al prelado, quien lo revistió con un hábito blanco, idéntico al que llevaba la Virgen en la aparición.

 

Vestido ya con la nueva ropa religiosa, el santo fundador la impuso, a su vez, a otros trece nobles e hidalgos —seis sacerdotes y siete caballeros—, sus primeros hijos espirituales. Éstos se dispusieron a profesar los votos de pobreza, castidad y obediencia, y un cuarto voto más…

 

Transcurrida con unción y gravedad junto al histórico altar de Santa Eulalia, la ceremonia estableció en el seno de la Santa Iglesia la Orden Real y Militar de Nuestra Señora de la Merced y la Redención de los Cautivos. Era el 10 de agosto del año de la gracia de 1218.

 

Generosidad desde la infancia

 

Este acontecimiento coronó los esfuerzos con los que el santo venía dedicándose durante años a la heroica empresa de rescatar a los cristianos cautivos de guerra. Era una ardua tarea, audaz y plagada de dificultades casi infranqueables, pero bendecida por la Santísima Virgen, que adornó el alma de Pedro con todas las virtudes necesarias para el cumplimiento de dicha misión.

 

De noble linaje, había nacido entre los años 1180 y 1182 en la antigua región francesa de Languedoc,1 donde pasó su infancia en la mansión señorial de sus padres; o bien, según otros estudios recientes, en las inmediaciones de Barcelona, en el antiguo pueblo de San Martín de Provensals, hoy un barrio de la ciudad condal.

 

Se cuenta que el pequeño Pedro amaba la oración, el silencio y el recogimiento, ocupándose satisfecho en esas prácticas durante horas seguidas, que para él equivalían al más entretenido de los pasatiempos. Habiendo recibido esmerada educación y por ser de índole generosa, era propenso a dar limosnas y sonrisas a los necesitados que llamaban a la puerta o encontraba en sus paseos. Si no tenía nada que dar, irrumpía en llanto hasta recibir de algún adulto unas monedas para repartirlas.

 

Transcurrida con unción y gravedad junto al histórico altar de Santa Eulalia,

la ceremonia estableció en el seno de la Santa glesia la Orden Real y Militar de

Nuestra Señora de la Merced y la Redención de los Cautivos

Sobre estas líneas, la fundación de la Orden Mercedaria, por Joan Roig –

Catedral de Barcelona (España), y mercedarios rescatando cautivos, por Pedro

de la Cuadra – Museo Nacional de Escultura, Valladolid (España).

Muchas veces ocurría que salía de casa bien abrigado y volvía tiritando de frío, porque al encontrarse con niños humildes de su edad se despojaba de su propia ropa para cubrirlos. Eran indicios de su vocación, porque “en los santos, a quienes Dios tiene determinados para ejemplares de alguna virtud, suele en su niñez apuntarla; al modo que en los árboles promete la raíz en sus flores la abundancia y dulzura de los frutos”.2

 

El comienzo de la redención de los cautivos

 

Conforme crecía en edad, Pedro avanzaba a pasos agigantados en la vida espiritual, siempre convencido de haber sido llamado a vivir sólo para Dios. Cuando su madre le propuso un auspicioso matrimonio lo rechazó de inmediato, pues ya había decidido consagrar su perfecta castidad a María Santísima.

 

Con el fallecimiento de sus padres, Pedro Nolasco, aún en la juventud, heredó una considerable fortuna, de cuya administración demostró ser bastante hábil, multiplicando los tesoros que enseguida empezarían a alimentar sus osadas obras de caridad.

 

Entre las mil y una actividades de asistencia espiritual y material emprendidas por él, una lo atraía más que todas: hacer trámites para conseguir la libertad de los presos cristianos, un número muy alto en aquel tiempo, en los reinos árabes de la Península y del norte de África. Las palabras del divino Maestro —“[estuve] en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 36) y “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado […] a proclamar a los cautivos la libertad” (Lc 4, 18)— habían encontrado especial resonancia en el alma de Pedro, que las consideraba como dirigidas a él mismo.

 

Entre los cristianos cautivos se contaban no sólo hombres, sino también mujeres, niños y ancianos. Vivían en régimen de trabajos forzados, privados de los sacramentos, sujetos a constantes carencias materiales y humillantes sufrimientos morales. Muchos perdían la fe y se rendían a la desesperación o a la corrupción de las costumbres; otros, no obstante, como los antiguos hebreos “se quejaban de la esclavitud y clamaron. Sus gritos, desde la esclavitud, subieron a Dios” (Ex 2, 23).

 

 

¿Habrá sido la vocación de San Pedro Nolasco una respuesta a esas súplicas? Con sobrenatural valentía oyó la voz de la gracia unida al llanto de los infelices y asumió la arriesgada empresa de liberarlos, contando con la benevolencia del Cielo. Echó mano de sus bienes, instrucción, amistades en la corte y ascendencia sobre el rey para canalizar fuerzas y recursos en beneficio de los presos.

 

Con sorprendente habilidad empezó a establecer los trámites con potentados del reino de Valencia y llevó a cabo, con algo más de 20 años de edad, la que sería su primera misión de exea —nombre que se les daba a los enviados a tierras extranjeras para liberar a los cautivos—, en la cual salvó a 300 cristianos mediante laboriosas negociaciones y voluminosos pagos.

 

Enseguida se conoció la noticia en Barcelona, donde los rescatados fueron recibidos con especiales manifestaciones de regocijo. Los campos se llenaron de gente, y la nobleza acompañó a San Pedro Nolasco al frente del cortejo triunfal que, en medio de cánticos de acción de gracias, alababa a Dios porque se había inclinado “para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte” (Sal 101, 21).

 

Una vocación consolidada por la visión del olivo

 

A pesar de que esa primera misión era prometedora, no pasaba de ser un tenue rayo de luz en medio de las densas tinieblas de la esclavitud en la que yacían miles de católicos, o bien, según la expresión de un biógrafo, era como “sacar del mar una gota”.3

 

Las carabelas de Colón llevaron al Nuevo

Mundo a los padres mercedarios y con

éstos la devoción a la Virgen de la Merced

Santo Domingo, San Pedro Nolasco y San

Francisco, juntos en oración – Convento

de los Descalzos, Lima (Perú)

Reforzado en su disposición de seguir adelante, nuestro santo continuó recogiendo limosnas en Barcelona y fue varias veces a Valencia, Murcia, Mallorca, Argel y Túnez con la finalidad de entablar negociaciones, lo que suponía correr un no pequeño riesgo de vida. Sin embargo, Pedro Nolasco terminó ganándose la simpatía de muchos soberanos musulmanes de esos reinos. Al cabo de un tiempo ese sentimiento se había consolidado de tal manera que, a juicio de muchos de ellos, Pedro pasó a ser una figura digna de veneración.

 

Una noche del año de 1203, el santo fue favorecido con una visión profética que marcó para siempre su vida. Se encontraba absorto en oración, cuando le fue mostrada un frondoso y verde olivo, cargado de frutos maduros. Encantado con su belleza, permaneció unos instantes contemplándolo, mientras descansaba sobre sus ramas.

 

De pronto, vio que se aproximaban algunos varones que le hicieron esta comunicación: Dios le incumbía que cuidara de ese árbol y lo guareciera de todos los ataques. Cuando se marcharon, se acercó un grupo de hombres violentos que se precipitaron con furia sobre el olivo, con el fin de destruirlo. Pedro se interpuso y lo defendió valientemente, impidiéndoles que le hicieran daño alguno. Su ardor fue mayor que la saña de los enemigos, que, finalmente, se retiraron vencidos.

 

Tras esa mística escena, Pedro se sintió confirmado en la misión de salvar a los cautivos, teniendo por seguro que el impulso interior que lo movía a emprender el rescate de los cristianos cautivos correspondía, de hecho, a la voluntad de Dios. Poco después instituyó una cofradía de modestas proporciones, con el propósito de recaudar ayudas, y prosiguió resuelto en sus piadosas intenciones, con el objetivo de nuevas conquistas.

 

La visita de la Señora de la Merced

 

Las iniciativas de Dios, como la lámpara del Evangelio, no son suscitadas para ser escondidas debajo del celemín (cf. Mt 5, 15). Otras cofradías similares habían sido fundadas por los soberanos cristianos de la Península, pero con resultados efímeros, porque enseguida se marchitaban tras la muerte de los donantes o de los padrinos.

 

San Pedro Nolasco, por su parte, había establecido relaciones entre valerosos caballeros, miembros de la alta nobleza, sacerdotes piadosos y bienhechores de todos los rincones; todo ello, no obstante, corría el riesgo de disgregarse cuando llegara a fallecer. ¿Había un designio más alto sobre esa obra redentora, premiada por la Providencia con un jefe sin precedentes? La respuesta vino del Cielo, por los labios de María.

 

Era la madrugada del 2 de agosto de 1218. El día anterior se había celebrado, de acuerdo con el calendario litúrgico medieval, la fiesta de la liberación del Príncipe de los Apóstoles de la cárcel (cf. Hch 5, 17-19), llamada Las cadenas de San Pedro. En esta evocativa conmemoración, la Santísima Virgen se le apareció a San Pedro Nolasco manifestándose con indecible bondad.

 

Venía a pedirle la fundación de una nueva Orden religiosa en honor de sus misericordias —por tanto, de sus mercedes—, que tuviese como principal objetivo la liberación de los esclavos cristianos y la alabanza a su inmaculada pureza, simbolizada en el blanco hábito de los miembros de esta Orden. Ella misma lo llevaba, como signo de completa unión con los que fuesen a seguirla en las nuevas filas.

 

Esa revelación dio ocasión, el día 10 de aquel mes, a la solemne ceremonia narrada al principio de estas líneas. Por inspiración de la propia Virgen María, como se lee en los registros mercedarios más antiguos, el cuarto voto que sus miembros deberían profesar era “que todos los frailes de esta Orden como hijos de la verdadera obediencia, estén siempre alegremente dispuestos a dar sus vidas, como Jesucristo la dio por nosotros”.4 Deberían, así, ofrecerse y quedarse en el lugar del cautivo si no se consiguiera el dinero para su rescate.

 

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Magnífico ejemplo de la compasión cristiana llevada al auge. Ese es uno de los más bellos y radicales actos de heroísmo que una persona pude hacer. En efecto, “no se puede imaginar caridad que vaya más lejos en abnegación”.5

 

Tanto en el siglo XIII como en nuestros días,

se yergue la figura de Nuestra Señora de

la Merced para rescatarnos de las manos de

la más cruel de las tiranías

La Virgen de la Merced con santos de su Orden

Museo de Arte de Lima (Perú)

El cautiverio del siglo XXI

 

La vida ejemplar de los religiosos y los buenos resultados de su acción misionera harán famosa a la nueva Orden. Las carabelas de Colón llevaron al Nuevo Mundo, en su segundo viaje, a los padres mercedarios y con éstos la devoción a la Virgen de la Merced. Varios países latinoamericanos veneraron por primera vez a la Madre de Dios bajo esa advocación, cuya presencia perdura hasta hoy en iglesias y santuarios.

 

San Pedro Nolasco prosiguió con valentía el cumplimiento de su misión, sin treguas ni desvanecimientos, hasta que la muerte le cogió el 6 de mayo de 1256. Siglos más tarde, el célebre Bossuet, dirigiéndose a los religiosos mercedarios, reconocía con estas palabras la eficacia de la benéfica caridad de su fundador: “Si se viera relucir en la Iglesia esa caridad desinteresada, toda la tierra se convertiría. Pues ¿qué podría ser más eficaz, para adorar a un Dios que se entregó por todos, que imitar su ejemplo?”. 6

 

Han transcurrido más de siete siglos desde la muerte de San Pedro Nolasco y ya no existe el cautiverio de la guerra tal como lo conoció él. Sin embargo, permanece en el siglo XXI —y siempre existirá entre nosotros— un cautiverio no menos grave y doloroso: el del pecador que se vuelve esclavo del pecado (cf. Jn 8, 34). Y tanto en el lejano siglo XIII como en nuestros días, se yergue la soberana figura de Nuestra Señora de la Merced para rescatarnos, con su maternal auxilio, de las manos de la más cruel de las tiranías. Con mayor amor todavía que aquellos mercedarios que se proponían para dar su vida por los cautivos, Ella, en su liberalidad, está “dispuesta, a cada instante, a darnos cosas buenas, darnos cosas excelentes, y a invitarnos a pedirle estas cosas y a amarla, por ser tan buena”.7

 

Que esta advocación, tan querida por San Pedro Nolasco, abra nuestra alma a un contenido de relaciones muy filial y confiado con María Santísima, para que nos libre de las ataduras del pecado y de la muerte, alcanzándonos la gracia para la práctica de la virtud, que es la suprema libertad de los verdaderos hijos de Dios.

 


 

1 La cronología de San Pedro Nolasco es bastante controvertida. Seguimos en este artículo la de Zuriaga Senent, que afirma: “Las crónicas apuntan a que su nacimiento ocurrió en el último cuarto del siglo XII. Se tiene por aceptada la fecha de 1203 como inicio de la labor como rescatador o exea. Estas fechas, dan a Nolasco una edad aproximada de cuarenta años en el momento de la fundación en 1218, de sesenta en los años de la conquista de Valencia en 1238, de setenta en la conquista de Sevilla en 1248, y en torno a los ochenta en el momento de su muerte que según la tradición del siglo XVII ocurre en 1256” (ZURIAGA SENENT, Vicente Francesc. La imagen devocional en la Orden de Nuestra Señora de la Merced: tradición, formación, continuidad y variantes. Valencia: Universitat de Valencia; Servei de

Publicacions, 2005, p. 287).

2 COLOMBO, O de M, Phelipe. Vida del glorioso patriarca San Pedro Nolasco, fundador del Orden Real, y Militar de María Santíssima de la Merced, ó misericordia, redempción de cautivos. Madrid: Antonio Marín, 1769, p. 22.

3 Ídem, p. 74.

4 ZURIAGA SENENT, op. cit., p. 59.

5 DANIEL-ROPS, Henri. A Igreja das Catedrais e das Cruzadas. São Paulo: Quadrante, 1993, p. 289.

6 BOSSUET, Jacques-Bénigne. Panégyrique de Saint Pierre de Nolasque. In: OEuvres Complètes. París: Louis Vivès, 1862, v. XII, p. 104.

7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 24/9/1965.

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