SAN PÍO DE PIETRELCINA – Cruz, persecución y gloria

Publicado el 09/23/2019

Los sufrimientos provocados por los estigmas, los esfuerzos casi sobrehumanos dispensados en su fecundísima labor pastoral y las calumnias y persecuciones hicieron del Padre Pío uno de los santos más venerados en nuestros días.

 


 

Bien en el centro de la región italiana de Campania, a pocos kilómetros del municipio de Benevento, se encuentra la pequeña localidad agrícola de Pietrelcina. Allí, en una sencilla casa, con pocos cuartos, vivía la familia de Grazio Forgione y María Giuseppa Di Nunzio, en cuyo seno nacería, el 25 de mayo de 1887, un niño al que le pusieron el nombre de Francisco.

 

Vocación religiosa desde la más tierna edad

 

Al pequeño le gustaba rezar y a menudo ejercía el oficio de monaguillo en la parroquia. En edad temprana les manifestó a sus padres su deseo de ser fraile capuchino y ellos nunca se opusieron. Al contrario, Grazio se fue a trabajar lejos de casa a fin de obtener lo necesario para que su hijo estudiara, y mientras tanto su esposa, “una mujer del pueblo, pero de rasgos de gran señora”,1 rezaba asiduamente por él.

 

Las visiones celestiales de su infancia volvieron y se

hicieron habituales

 

San Pío de Pietrelcina – Iglesia de Santa

María de los Milagros, Roma

A los 5 años empezó a ser favorecido con fenómenos místicos, con éxtasis y apariciones, pero los ocultó hasta que fue adulto, entre otros motivos, porque los consideraba algo corriente, que le podía pasar a cualquiera. Aun siendo en muchos aspectos un niño común, no siempre se iba a jugar con los otros críos de su edad, pues muchos blasfemaban o eran libertinos y él nunca pronunció ni una palabra indecorosa.

 

En enero de 1903, antes de cumplir los 16 años, ingresó como novicio en el convento de Morcone, con el nombre de fray Pío de Pietrelcina. En el momento de la despedida, María Giuseppa le dijo: “¡Hijo mío, me desgarras el corazón! Pero en este momento no pienses en el dolor de tu madre: San Francisco te ha llamado; pues vete”.2

 

“El demonio me quiere para sí”

 

La profesión solemne tuvo lugar el 27 de enero de 1907. No obstante, una misteriosa enfermedad lo obligó a regresar a Pietrelcina en mayo, pues los médicos pensaban que el clima de su tierra natal lo curaría. La dolencia, en medio de la cual sufría horribles tormentos espirituales, se prolongaría siete años más. El demonio quería arrancarlo de las manos de Jesús, mientras él ardía en deseos de ser sacerdote.

 

El 10 de agosto de 1910 fue ordenado en la catedral de Benevento. Sin embargo, debido a su estado de salud, continuó viviendo con su familia la mayor parte del tiempo y auxiliaba al párroco en la labor pastoral de su pueblo. En esa época padeció grandes tormentos diabólicos, respecto a los cuales comentaba: “El demonio me quiere para sí a toda costa”.3

 

El P. Agustín de San Marco in Lamis, su director espiritual, cuenta que cuando le preguntó por lo ocurrido durante aquellos años le contestó: “No puedo revelar la razón por la que el Señor me ha querido en Pietrelcina; faltaría contra la caridad…”.4 Misteriosa respuesta aún no interpretada…

 

Confesor con extraordinarios carismas

 

En 1916 regresó por fin a la vida comunitaria, esta vez en el convento de San Giovanni Rotondo. No tardó mucho para que numerosas almas necesitadas de orientación espiritual fueran en busca del nuevo fraile, cuyo principal consejo era claro y sencillo: comunión y confesión frecuentes.

 

Las visiones celestiales de su infancia volvieron y se hicieron habituales. Él mismo se lo contaba así a sus directores espirituales, con toda sencillez: “El Señor se me ha aparecido…” o “Jesús ha venido y me ha dicho…”.

 

Favorecido con el don del discernimiento de los espíritus, veía lo que pasaba en el interior de las almas y en las conciencias. Por este motivo, las filas para su confesionario eran tan largas que fue necesario repartir números para ordenarlas. También poseía el conocimiento infuso de las lenguas extranjeras y el don de la bilocación, entre otros muchos carismas extraordinarios.

 

Su rutina diaria consistía en rezar, leer y, sobre todo, confesar. Al recibir el sacramento de la Reconciliación por medio de él, los penitentes recobraban la paz; sus Misas atraían tanto que algunos decían: “Quien lo ha visto celebrar una vez, ya nunca lo olvidará”.5

 

Pero él siempre proclamaría con toda humildad: “Reconozco muy bien que no tengo en mí nada que haya sido capaz de atraer las miradas de este dulcísimo Jesús. Sólo su buena voluntad ha colmado mi alma de tantos bienes”.6

 

Inicio de un doloroso calvario

 

En 1918, al igual que Santa Teresa de Jesús, recibió la gracia de la transverberación. El 5 de agosto —cuenta en una carta— vio ante sí, “con los ojos de la inteligencia”, a un personaje celestial que “tenía en la mano una especie de herramienta, similar a una larguísima lámina de hierro con una punta bien afilada, de la cual parecía que salía fuego”.7 Cuando dicho personaje le clavó la lámina en su alma sintió que se moría; más tarde declararía: “fui herido físicamente en el costado”.8

 

Ya algunos años antes, en 1910, le había aparecido en medio de la palma de las manos “algo rojo como la figura de un céntimo, acompañado de un fuerte y agudo dolor en el centro de aquel círculo rojizo”.9 En la planta de los pies le pasó algo similar. Desaparecidas las señales, el sufrimiento continuaba: “El corazón, las manos y los pies me parecen que estuvieran traspasados por una espada; tanto es el dolor que siento”.10

 

En la mañana del 20 de septiembre de 1918, después de haber celebrado la Misa y encontrándose en el coro, se le apareció otra vez el misterioso personaje, pero ahora con las manos, los pies y el costado sangrantes. Cuando la visión se retiró, notó que sus “manos, pies y costado estaban perforados y goteaban sangre”.11 A partir de ese momento los estigmas del capuchino sangrarían regularmente, sin cicatrizar ni provocar infección alguna.

 

A pesar de rogarle encarecidamente a la Divina Providencia que le quitara aquellas señales externas, que tantas aflicciones e incomprensiones le causaban, nunca pidió que le retirara el dolor que le producían. Quiso el Señor que su fiel siervo lo imitara en un calvario que duró cincuenta años, para su “confusión y humillación indescriptible e insoportable”.12

 

Multitudes lo asedian en el convento

 

Aunque el P. Pío intentara esconderlos, la noticia de los estigmas se difundió de una manera asombrosa para los padrones de la época. De todas partes del mundo llegaban peticiones de plegarias y “con frecuencia agradecimientos por gracias recibidas”.13

 

El convento de San Giovanni Rotondo comenzó a ser asediado por multitudes que querían confesarse con el capuchino estigmatizado o deseaban verlo celebrar la Santa Misa. En los días de buen tiempo se distribuían miles de comuniones y el número de conversiones era tan grande que llevó al provincial de los capuchinos a declarar: “Todo esto constituye para mí el verdadero prodigio y demuestra que el Señor ha querido revelar a este su elegido para el bien de las almas y la gloria de su nombre”.14

 

Un día el P. Pío llegó a pasar dieciséis horas en el confesionario. En una carta a su director espiritual le confiaba: “No tengo ni un minuto libre: todo el tiempo es empleado en librar a los hermanos de los lazos de Satanás. Bendito sea Dios”.15

 

Pero no eran únicamente los sufrimientos espirituales los que le preocupaban a San Pío. Prueba de ello es que, al ver años más tarde la necesidad de que hubiera en la ciudad un buen hospital, se puso manos a la obra para construir la Casa Alivio del Sufrimiento, la cual, según el Papa Pío XII, se transformó en “uno de los hospitales mejor dotados de Italia”.16

 

Envidias e incomprensiones desatan la persecución

 

Tras crecer la celebridad del santo, hasta el punto de llegar a los periódicos más famosos de la época, se levantaron contra él y contra los frailes de su entorno la envidia, la incomprensión y la calumnia.

 

Benedicto XV, pontífice reinante por entonces, lo consideraba “un hombre verdaderamente extraordinario, que Dios envía de cuando en cuando a la tierra para convertir a los hombres”.17 Con todo, eso no impidió que miembros del clero secular envia ran al Papa relatos en los que pedían providencias contra aquel “extraño” religioso.

 

En 1919, Mons. Pasquale Gagliardi, arzobispo de Manfredonia, en cuya jurisdicción se encuentra el convento de San Giovanni Rotondo, tomó la iniciativa de reunir documentos y testimonios contra el santo capuchino, suplicándole al Sumo Pontífice que “pusiera freno a la idolatría que se comete en el convento por las actuaciones del Padre Pío y por los hermanos que están con él”.18

 

Cabe subrayar que, ya en aquella época, Mons. Galiardi era acusado por algunos fieles de practicar simonía y tener costumbres depravadas, hechos que más tarde fueron confirmados a raíz de una visita apostólica.19 Durante su gobierno, la arquidiócesis de Manfredonia estaba en la ruina.20

 

Las quejas del prelado y de algunos sacerdotes desataron una verdadera persecución contra el Padre Pío. A ellos se uniría el P. Agostino Gemelli, médico y religioso franciscano, quien, aun sin haber examinado los estigmas, declaró que provenían de “un estado morboso, una condición psicopática o eran el efecto de una simulación”.21 Uno de los biógrafos de San Pío llega a calificar al P. Gemelli de “filósofo de la persecución”.22

 

Una década de intervenciones del Santo Oficio

 

Impulsadas por el odio de sus detractores, las sospechas contra el Padre Pío continuaron creciendo. En junio de 1922, menos de seis meses después de haber fallecido Benedicto XV, el Santo Oficio emite algunas disposiciones destinadas a aislarlo de sus devotos.

 

Le prohíben que muestre sus llagas, hable de ellas o permita que se las besen. Le cambian de director espiritual, con quien le sería interrumpida toda comunicación, aún la epistolar. Le vetan responder a cualquier carta o aconsejar a quien quiera que fuese y ordenan a sus superiores que lo alejen de San Giovanni Rotondo, “cuando el ambiente popular lo permita”,23 lo que no acabará ocurriendo.

 

Como los fieles no se conformaron y siguieron procurándolo, el Santo Oficio declara, en 1923, “que no se confirma la sobrenaturalidad de los hechos atribuidos al Padre Pío y exhorta a los fieles a conformarse con esa declaración”.24 En los años subsiguientes Mons. Gagliardi y los sacerdotes descontentos continúan bombardeando al Santo Oficio con acusaciones. El traslado del religioso a otro convento todavía es inviable, por recelo a tumultos.

 

En 1931 el Santo Oficio le prohíbe que celebre en público y le retira el permiso para confesar. No se trata de una condenación oficial, sino de “restricciones impuestas por la prudencia”.25 Las incesantes acusaciones y calumnias de Mons. Gagliardi y sus agentes habían logrado su objetivo, al menos en parte.

 

La reacción del santo fraile, al tomar conocimiento de cada prohibición, fue la de elevar los ojos al Cielo y abandonarse a la voluntad de Dios. Lo aceptó todo con humildad y resignación, aunque supiera que aquellas penalizaciones eran injustas. “No pudiendo hablar de Dios a los hombres, intensificó su coloquio con Dios hablándole de los hombres”.26

 

Los que tenían la gracia de acercarse a él salían entusiasmados por su persona y aliviados de sus miserias y dolores. “La luz que irradian sus virtudes no queda obscurecida por las nubes con las que se intenta vanamente embrollar su camino y ascensión hacia Dios”.27

 

Casi treinta años de apostolado fecundo

 

El 14 de julio de 1933 el Santo Oficio amenizó las prohibiciones. Una carta de su secretario, el cardenal Donato Sbarretti, lo autorizaba a celebrar la Santa Misa en la iglesia del convento y a confesar a los religiosos fuera del templo.

 

En la fiesta de Nuestra Señora del Carmen la multitud de devotos que llenaba la iglesia para reverlo lo encuentra irreconocible: envejecido, cabellos encanecidos, hombros cargados, con paso incierto. “Era el hombre de dolores que regresaba entre sus fieles”.28

 

Poco a poco también le restablecieron la facultad de confesar y, aunque las restricciones del Santo Oficio no le habían sido retiradas —ni confirmadas por un proceso y una sentencia—, “empezó para el Padre Pío una época feliz que iba a durar hasta 1960. Feliz en el sentido de un apostolado libre y fecundo. Casi treinta años durante los cuales iban a afluir a San Giovanni Rotondo centenas de miles de peregrinos y durante los que se iba a multiplicar las conversiones, las curaciones y las gracias recibidas”.29

 

Una multitud de fieles acudió a venerar sus santos restos

Restos mortales de San Pío de Pietrelcina – San

Giovanni Rotondo (Italia)

El 3 de octubre de 1960 un desafortunado comunicado de prensa del Vaticano noticiaba el regreso a Roma de Mons. Carlo Maccari, que había estado en San Giovanni Rotondo como visitador apostólico. La infeliz redacción del informe desató una avalancha publicitaria: en un mes aparecieron más de ochocientos artículos contra San Pío, ¡en toda Italia!

 

Esta vez las calumnias no sólo alcanzaban a su persona, sino también a las finanzas y la administración de la Casa Alivio del Sufrimiento. Uno de los artículos llegó a la insolencia de calificarlo de “el capuchino más rico del mundo”.30

 

El triunfo del Padre Pío

 

Numerosos libros han sido escritos sobre las persecuciones que sufrió el Padre Pío, en donde se desmienten las acusaciones vertidas contra él, revelando la mala fe de sus detractores y relatando los hechos en todos sus detalles. Así pues, no tenemos la intención de usar el exiguo espacio de este artículo para agotar el tema, sino para poner de relieve cómo por la cruz se llega a la luz.

 

Los sufrimientos físicos provocados por los estigmas, los esfuerzos casi sobrehumanos de su fecundísima labor pastoral y las calumnias y persecuciones que crucificaron su alma se revertieron en gloria aún en esta tierra.

 

Ya en 1962 decenas de obispos y arzobispos participantes del Concilio Vaticano II fueron a visitarlo. Entre ellos estaba Mons. Karol Wojtyla, en la época obispo auxiliar de Cracovia. Dos años después, el pro-prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Alfredo Ottaviani, le comunicaba que era voluntad del Papa Pablo VI que “el Padre Pío vuelva a su ministerio con plena libertad”.31

 

La muchedumbre acudió nuevamente a San Giovanni Rotondo, deseosa de verlo y de tocar las llagas de sus manos o al menos su hábito.

 

El 20 de septiembre de 1968, quincuagésimo aniversario de su estigmatización, el Padre Pío percibe que su fin se acerca. El día 22, terminada su Misa matutina, el pueblo lo aclama. Hacia las diez y media, ya pálido y tembloroso, casi sin fuerzas para levantar sus manos frías, sale a la ventana de la vieja iglesia para bendecir a la numerosa multitud. Difícil es describir la alegría y los aplausos, el agitar de manos y pañuelos para corresponder a sus saludos.

 

Por la tarde, no obstate, después de la última bendición a los fieles que asistieron a la Misa se retira a sus aposentos. Cuenta el padre guardián que en ese momento “la ventana de la celda del Padre Pío se cerró definitivamente para siempre, guardando tras de sí el recuerdo de un hombre al que todos los que se le acercaron habían aprendido a llamar ‘¡Padre!’”.32

 

A las dos de la madrugada del día 23, después de recibir la Unción de los Enfermos, con el rosario en las manos y en los labios los nombres de Jesús y María, su alma voló al Cielo. Tenía 81 años. Una inmensa cantidad de gente acudió a venerar aquellos santos restos. Y narran las crónicas del convento que aquello “no era el funeral, sino el triunfo del Padre Pío”.33 Comenzaba, en la eternidad, la vida de uno de los santos más venerados actualmente en Italia y en el mundo entero.

 

 

 

RIPABOTTONI, OFMCap, Alejandro de. Padre Pío de Pietrelcina. Perfil biográfico. San Giovanni Rotondo: Padre Pio da Pietrelcina, 2018, p. 12.

2 Ídem, pp. 25-26.

3 Ídem, p. 47.

4 Ídem, ibídem.

5 Ídem, p. 89.

6 Ídem, p. 124.

7 SAN PÍO DE PIETRELCINA. Carta 500. Al P. Benedetto, 21 de agosto de 1918. In: Epistolario. 3.ª ed. San Giovanni Rotondo: Padre Pio da Pietrelcina, 1995, v. I, p. 624.

8 Ídem, p. 623.

9 RIPABOTTONI, op. cit., p. 72.

10 SAN PÍO DE PIETRELCINA. Carta 68. Al P. Agostino, 21 de marzo de 1912. In: Epistolario, op. cit., p. 144.

11 SAN PÍO DE PIETRELCINA. Carta 510. Al P. Benedetto, 22 de octubre de 1918. In: Epistolario, op. cit., p. 640.

12 RIPABOTTONI, op. cit., p. 77.

13 Ídem, p. 79.

14 Ídem, p. 80.

15 SAN PÍO DE PIETRELCINA. Carta 537. Al P. Benedetto, 3 de junio de 1919. In: Epistolario, op. cit., p. 672.

16 PÍO XII. Discurso al os participantes de un simposio sobre las enfermedades coronarias, 9/5/1956.

17 RIPABOTTONI, op. cit., p. 81.

18 CHIRON, Yves. El Padre Pío. El capuchino de los estigmas. 9.ª ed. Madrid: Palabra, 2014, p. 147.

19 Cf. Ídem, p. 146.

20 Cf. PERONI, Luigi. Padre Pio. O São Francisco de nosso tempo. São Paulo: Paulinas, 2002, pp. 140-141.

21 CHIRON, op. cit., p. 154.

22 Ídem, ibídem.

23 CASTELLI, Francesco. Padre Pio sob investigação. A “autobiografia” secreta. São Paulo: Paulinas, 2009, p. 360.

24 Ídem, ibídem.

25 CHIRON, op. cit., p. 221.

26 RIPABOTTONI, op. cit., p. 90.

27 Ídem, p. 85.

28 CHIRON, op. cit., p. 221.

29 Ídem, ibídem.

30 Ídem, p. 310.

31 CASTELLI, op. cit., p. 362.

32 RIPABOTTONI, op. cit., p. 165.

33 Ídem, p. 170.

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