Formado por San Juan Evangelista e iluminado por las enseñanzas de San Ignacio de Antioquía, pudo San Policarpo progresar continuamente en las vías de la santidad y coronar con el martirio sus casi cincuenta años de ministerio episcopal.
Magnífico espectáculo, digno de ser asistido con admiración hasta por las legiones angélicas, fue el martirio de San Policarpo, obispo de Esmirna. Nacido cerca del año 69 de la era cristiana, tuvo la gracia de ser formado por el apóstol San Juan, que le confió el gobierno de las iglesias de esa región de Asia.
“Me gloriaré en mis sufrimientos y exultaré en mis llagas”
San Policarpo de Esmirna – Iglesia de Notre-Dame, Dijon (Francia)
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A mediados del segundo siglo, las calumnias levantadas contra los cristianos en Asia produjeron sus más mefíticos frutos. Muy apropiadamente escribió al respecto San Justino, filósofo y apologista del cristianismo: “Es evidente que no hay nadie capaz de aterrorizarnos ni someternos a servidumbre a los que por todo lo ancho de la tierra creemos en Jesús. Cierto que se nos decapita, se nos crucifica, se nos arroja a las fieras, se nos atormenta con cárceles, fuego y todo otro género de suplicios, por no renegar de nuestra fe; pero cuantos más tormentos se nos infligen, más crece el número de los que creen y dan culto a Dios por el nombre de Jesús”.1
Hombres de fe inquebrantable
Los cristianos de Esmirna eran bastante conscientes de esa realidad. Cuando entonces se abatió sobre ellos el furor del populacho pagano sediento de sangre, que no escatimaba ni a niños ni a ancianos, suplicio alguno fue capaz de hacer temblar su fe: despreciando las amenazas de los magistrados, se disponían a pasar enseguida, por medio de un breve tormento, de esta vida terrena a la mansión de la eterna felicidad.
En una carta dirigida “a la Iglesia de Dios establecida en Filomelio y a todas las santas iglesias católicas doquiera establecidas”,2 los esmírneos narran detalladamente el martirio de su santo obispo. Antes de él, fue apresado y conducido al anfiteatro un joven llamado Germánico. En la inminencia de su suplicio, el procónsul intentó con melifluas palabras moverlo a la apostasía:
—Ya que desprecias todos los bienes de la tierra, al menos piensa en tu juventud, quema incienso y salvarás tu vida…
Como única respuesta, el propio Germánico azuzaba contra sí a las fieras porque tenía prisa por conquistar el Reino de los Cielos. La turbamulta pagana se llenó de estupor ante tanta grandeza de alma, pero enseguida de entre aquellas fieras humanas se oyeron furibundos gritos: “¡Tormento a los culpables! ¡Búsquese a Policarpo!”.
Ningún suplicio lo movería a renegar de su fe
San Policarpo, varón de eximia prudencia y sólido discernimiento, decidió esconderse. Pero no por miedo a los tormentos, pues anhelaba también derramar su sangre por amor a Cristo, sino por ser esa la providencia más adecuada en tal situación. Yendo de ciudad en ciudad, frustró varias veces las esperanzas de sus perseguidores. No obstante, un día, tras someter con torturas a un niño, lograron los esbirros que éste les condujera al lugar donde entonces se ocultaba el santo obispo. Aunque había sido alertado con tiempo y tenía posibilidades de escapar a otra casa prefirió ya permanecer donde estaba: “Cúmplase la voluntad de Dios”, decía. Bajó del piso superior y fue al encuentro de los soldados enviados a prenderlo. Mantuvo una serena conversación con ellos y mandó a los sirvientes de la casa que les dieran de comer; pero les pidió una sola cosa: que le concedieran un tiempo para rezar. Tras dos horas de fervorosa oración, marchó con la escolta policial, montado en un asno, como el divino Maestro.
En las proximidades de la ciudad se encontró con un magistrado que, con fingidas buenas maneras, intentó convencerlo de que no había mal alguno en quemar un poco de incienso a los ídolos. Indignado, el santo le contestó que ningún suplicio del mundo lo movería a semejante infamia: ni el fuego, ni el hambre, ni atroces cadenas de hierro, ni los azotes.
“Me gloriaré en mis sufrimientos”
Con tal disposición de alma entró en la arena del anfiteatro de Esmirna con paso firme, mirando por encima al populacho. Llevado ante el procónsul romano, menospreció sus amenazas e hizo una valiente profesión de fe en Jesucristo.
El magistrado le propuso con voz halagadora:
—Toma en consideración por lo menos tu ancianidad… No podrás resistir los tormentos capaces de aterrorizar a los jóvenes… Jura por la fortuna del César, desprecia a Cristo y serás puesto en libertad…
—Voy a cumplir 86 años y siempre proclamé el nombre de Jesús y lo serví. Jamás fui perjudicado por Él; al contrario, siempre me salvó. ¿Cómo puedo ahora odiar a quien he dado culto, a quien considero bueno, a quien siempre deseé que me favoreciera, a mi Emperador, mi Salvador, perseguidor de los malos y vengador de los justos?
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Iluminado por las preciosas enseñanzas de San Ignacio de Antioquía y alentado por su buen ejemplo, pudo San Policarpo progresar continuamente en las vías de la santidad y, por fin, coronar con el martirio sus casi cincuenta años de ministerio episcopal
San Ignacio de Antioquía siendo devorado por las fieras Basílica de San Clemente, Roma Coliseo, lugar donde ocurrieron numerosos martirios
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Después de algunos vanos intentos más, el procónsul lo amenazó:
—Tengo fieras terribles a las que te voy a arrojar y te despedazarán si no cambias de opinión.
—Pues entonces —respondió el prelado— que se cebe sobre mí la sangrienta rabia de los leones. Me gloriaré en mis sufrimientos y exultaré en mis llagas. Cuantos mayores tormentos, más espléndido será mi premio.
—Si con ta nta presunción continúas despreciando los dientes de las fieras, serás quemado en la hoguera. Con inconmovible firmeza, retrucó Policarpo:
—Me amenazas con un fuego que arde durante una hora y luego se apaga; ignoras los tormentos del fuego eterno, en el que arderán los impíos. Pero ¿por qué perder tiempo con largos discursos? Haz conmigo lo que planeas o sométeme a cualquier otro tipo de tormento que se te ocurra.
Se prendió el fuego, pero las llamas no lo quemaron
Un resplandor de la gracia celeste inundaba el rostro de Policarpo mientras pronunciaba esas palabras. El maravilloso hecho causó espanto hasta en el procónsul, pero no le impidió condenar al varón de Dios a ser quemado vivo.
En poco tiempo prepararon la hoguera para el sacrificio final. Con la serenidad proporcionada por la buena conciencia, San Policarpo se desató el ceñidor, se quitó el manto y se descalzó las sandalias. Cuando los verdugos quisieron amarrarlo al poste de hierro, según la costumbre y las prescripciones legales, objetó:
—Dejadme suelto, pues el que me dio la decisión me dará también el poder de soportar el fuego ardiente.
Entonces sólo se limitaron a atarle las manos a la espalda. Y el santo mártir, elevando los ojos al cielo, hizo en voz alta esta oración: “Dios de los ángeles, Dios de los arcángeles, resurrección nuestra, perdón del pecado, rector de los elementos todos y de toda habitación, protector de todo el linaje de los justos que viven en tu presencia: yo te bendigo sirviéndote, por haberme tenido por digno de recibir mi parte y corona del martirio, principio del cáliz, por medio de Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo, a fin de que, cumplido el sacrificio de este día, reciba las promesas de tu verdad. Por eso te bendigo en todas las cosas y me glorío por medio de Jesucristo, eterno Pontífice omnipotente. Por el cual a ti, junto con Él mismo y el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y en lo futuro, por los siglos de los siglos. Amén”.3
El sayón prendió el fuego, se levantaron las llamas hasta el cielo y… ocurrió el milagro: éstas formaron un arco curvado en sus lados, con ambas puntas un tanto dilatadas, a semejanza de las velas de un barco, cubriendo con suave abrazo el cuerpo del mártir. Y ese mismo cuerpo, como un grato pan cociéndose o como una fundición de oro y plata que brilla con hermoso color, recreaba la vista de todos. Además, un perfume como de incienso y mirra o de algún otro ungüento precioso, alejaba todo el mal olor del incendio.
Los fieles celebran su entrada en el Cielo
A la vista de tamaño prodigio, los paganos llegaron a la conclusión de que aquel cuerpo era incombustible y ordenaron al verdugo que le clavaran un puñal. Hecho esto, de repente, de la oleada de sangre que le brotaba salió una paloma y al punto la misma sangre apagó el incendio.
Se consumía así, el 23 de febrero del año 155, el martirio de San Policarpo. Entre las alas de incontables espíritus angélicos se elevaba su alma al Paraíso para, a los pies de la Reina de los mártires, recibir la recompensa demasiadamente grande (cf. Gén 15, 1).
Por su parte, los cristianos allí presentes empezaron a moverse de prisa para retirar de la arena el cuerpo del mártir, preciosísima reliquia. Enseguida los agentes del demonio trataron de impedir la realización de tan legítimo deseo. Vista la tenaz disputa entre unos y otros, el centurión decidió mandar que quemaran el cuerpo. Y el relato del martirio concluyó con esta tan sencilla como sorprendente información de los fieles de la Iglesia de Esmirna: “Recogimos sus huesos, como oro y perlas preciosas, y les dimos sepultura. Luego celebramos alegremente nuestra reunión como mandó el Señor, para celebrar el día natalicio de su martirio”.4
Celo por la salvación de las almas y horror a la herejía
¿Cómo vivió ese varón de Dios que tuvo tan heroica y gloriosa muerte?
Como dijimos más arriba nació alrededor del año 69 de la era cristiana y fue discípulo del apóstol San Juan. Heredó de tan excelente maestro el celo por la salvación de las almas, el horror a las doctrinas heréticas y el deseo de darlo todo por la Esposa Mística de Cristo, el Maestro de los maestros. Y, a su vez, formó numerosos discípulos que no le ahorraban manifestaciones de veneración.
El más famoso de ellos, San Ireneo, obispo de Lyon, muestra cómo Policarpo aprovechó bien las lecciones del apóstol virgen. Cuando Florino, el cual había sido instruido en la fe por el obispo de Esmirna, apostató y empezó a propagar ciertas herejías, San Ireneo le escribió: “Estas opiniones no te las han transmitido los presbíteros que nos han precedido, los que juntos frecuentaron la compañía de los Apóstoles. […] Puedo incluso decir el sitio en que el bienaventurado Policarpo dialogaba sentado, así como sus salidas y sus entradas, la índole de su vida y el aspecto de su cuerpo, los discursos que hacía al pueblo, cómo describía sus relaciones con Juan y con los demás que habían visto al Señor y cómo recordaba las palabras de unos y otros; y qué era lo que había escuchado de ellos acerca del Señor. […] Y puedo atestiguar delante de Dios que, si aquel bienaventurado y apostólico presbítero hubiera escuchado algo semejante [a lo que defiendes], habría lanzado un grito, se habría taponado los oídos y, diciendo, como era su costumbre: ‘¡Dios bondadoso! ¡Hasta qué tiempos me has conservado, para tener que soportar estas cosas!’, habría huido incluso del sitio en que estaba sentado o de pie cuando escuchó tales palabras”.5
Discípulo de San Juan, heredó el celo por la salvación de las almas, el horror a las doctrinas heréticas y el deseo de darlo todo por la Iglesia
San Juan Evangelista y San Policarpo Museo Nacional del Hermitage, San Petersburgo (Rusia)
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Y San Ireneo no exageraba, pues San Policarpo no transigía cuando se trataba de la salvación de las almas y de la integridad doctrinaria. Se cuenta que un día, andando por las calles de Roma, se encontró inesperadamente con Marción, cuya herejía causaba en esa época gran mal a la Iglesia, y siguió adelante como si ni siquiera hubiera visto al hereje; entonces éste, al sentirse muy herido en su amor propio, lo interpeló:
—¿No me reconoces?
—Sí, te reconozco; eres el primogénito de Satanás —le replicó Policarpo.
Enseñó siempre lo que había aprendido de los Apóstoles
En su famosa obra Contra las herejías, San Ireneo recuerda cómo San Juan Evangelista detestaba la compañía de los propagadores de doctrinas heréticas. Narra que algunas personas oyeron decir a San Policarpo que San Juan entró cierto día en las termas de Éfeso y allí encontró al heresiarca Cerinto, uno de los líderes del antiguo gnosticismo; y salió inmediatamente sin llegar a bañarse diciendo: “Vayámonos, no sea que se desplome el edificio, porque adentro está Cerinto, el enemigo de la verdad”.6
Tras subrayar el hecho de que su maestro, además de haber sido instruido por los Apóstoles, convivió con numerosos contemporáneos de Nuestro Señor Jesucristo, Ireneo da de Policarpo este valioso testimonio: “A él lo vimos en nuestra primera juventud. […] Enseñó siempre lo que había aprendido de los Apóstoles, lo mismo que transmite la Iglesia, las únicas cosas verdaderas. De esto dan testimonio todas las iglesias de Asia y los sucesores de Policarpo hasta el día de hoy. Este hombre tiene mucha mayor autoridad y es más fiel testigo de la verdad que Valentín, Marción y todos los demás que sostienen doctrinas perversas”.7
Alentado por el ejemplo de San Ignacio de Antioquía
Según consta, San Policarpo asumió la sede episcopal de Esmirna en torno al año 100. Ciertamente eso se dio antes de que cumpliera los 40, pues ya era obispo de la ciudad cuando por allí pasó en el año 107 otro ilustre mártir de los Tiempos Apostólicos, San Ignacio de Antioquía. Policarpo fue uno de los muchos que, embebidos de veneración, besaron las cadenas de ese grandioso varón que sólo anhelaba una cosa: ser el trigo de Cristo, ser triturado por los dientes de las fieras como el trigo es triturado en el molino para convertirse en el pan que en la Cena Eucarística se transubstancia en el Cuerpo de Cristo.
El venerable anciano empieza con un gran elogio su carta al entonces joven prelado: “Al comprobar que tu sentir está de acuerdo con Dios y asentado como sobre roca inconmovible, yo glorifico en gran manera al Señor por haberme hecho la gracia de ver tu rostro intachable”.8 Y prosigue dándole sabios consejos que, muy probablemente, le fueron solicitados por San Policarpo.
Iluminado así por las preciosas enseñanzas de San Ignacio de Antioquía y alentado por su buen ejemplo, pudo San Policarpo progresar continuamente en las vías de la santidad y, por fin, coronar con el martirio sus casi cincuenta años de ministerio episcopal.
1 SAN JUSTINO. Diálogo con Trifón, 110, apud RUIZ BUENO, Daniel (Ed.). Actas de los mártires. 5.ª ed. Madrid: BAC, 2003, p. 264.
2 MARTIRIO DE San POLICARPO. Versión antigua latina, n.º 1. In: RUIZ BUENO, op. cit., p. 265.
3 Ídem, n.º 12, p. 275.
4 Ídem, n.º 14, p. 277.
5 SAN IRENEO DE LYON. Carta a Florino, apud EUSEBIO DE CESAREA. Historia Eclesiástica. L. V, c. 20, n.os 4; 6-7. Madrid: BAC, 2008, pp. 326-327.
6 SAN IRENEO DE LYON. Contra las herejías. L. III, c. 3, n.º 4: PG 7, 853.
7 Ídem, 852.
8 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta a Policarpo. In: COMISIÓN EPISCOPAL ESPAÑOLA DE LITURGIA. Liturgia de las Horas. 5.ª ed. San Adrián del Besós: Coeditores Litúrgicos, 1998, v. III, p. 443.