San Vicente Ferrer – El santo opuesto a la tibieza

Publicado el 04/04/2016

A excepción de los Apóstoles, probablemente nadie excedió a San Vicente Ferrer como predicador. Su palabra era como un látigo de fuego que abrasaba e iluminaba.

 


 

El viento sopla donde quiere…” (Jn 3, 8). Jesús usó esta figura en su famosa conversación nocturna con Nicodemo, para explicarle a ese príncipe de los judíos cómo actúa el Espíritu Santo en las almas. Dios tiene un designio para cada hombre y a todos les otorga las gracias adecuadas para alcanzar la santidad, pero a algunos les concede, además, carismas destinados a auxiliar a los otros a acercarse a Él. Son las llamadas gracias gratis datæ —dadas gratuitamente—, porque “sobrepasa la capacidad natural y los méritos personales de quien las recibe”.1

 

“Temed a Dios y dadle

gloria, porque ha llegado

la hora de su juicio” San

Vicente Ferrer Museo San

Pío V, Valencia (España)

A este respecto, enseña el Apóstol: “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A este se le ha concedido hacer milagros; a aquel, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas” (1 Co 12, 7-10).

 

Sin embargo, como el Espíritu “sopla donde quiere”, en la Historia existen almas escogidas que reciben no sólo uno, sino varios de esos carismas para guiar mejor al pueblo de Dios en épocas especialmente conturbadas. Uno de esos elegidos es el gran San Vicente Ferrer.

 

Signos de una eminente vocación

 

No es raro que Dios anuncie con signos sobrenaturales la llegada de un alma de élite al mundo. Es lo que pasó con la familia Ferrer. Faltaba poco tiempo para que nuestro santo viera la luz cuando su progenitor, el notario valenciano Guillermo Ferrer, soñó que asistía a un sermón de un famoso dominico, en mitad del cual éste lo felicitaba porque en breve sería padre de un hijo notable en letras y en santidad, insigne predicador, revestido también del hábito dominico.

 

No obstante, los sueños no dejan de ser sueños… Para que no hubiera posibilidad de dudas, la Providencia quiso manifestarse de un modo más palpable. Su madre, que ya había tenido otros hijos, se sentía mucho más leve en esta gestación, sin embargo, oía ladridos procedentes de su vientre. Temiendo que se tratase de un mal presagio, se fue a pedirle consejo al obispo de Valencia, de quien oyó el vaticinio de que la criatura “sería como un señalado mastín para guardar el ganado del pueblo cristiano, despertándole con sus ladridos del sueño de los pecados y ahuyentando los lobos infernales”.2

 

El 23 de enero de 1350 nació Vicente. Vivaz e inteligente, no le gustaban los juegos comunes a los demás niños y los reunía a su alrededor para hacerles una “predicación” infantil. A los 12 años, dominando ya la gramática y la lógica, empezó sus estudios de Filosofía y Teología. Joven modelar, frecuentaba mucho la iglesia, era honesto, ayunaba dos veces por semana, hacía largas meditaciones sobre la Pasión de Cristo, rezaba el Oficio de la Cruz y de las Horas de Nuestra Señora, y se mostraba caritativo con los pobres y los religiosos.

 

El “libro” que inspiraba sus sermones

 

Era vecino del monasterio de la Orden de los dominicos, y cuando su padre lo animó a ingresar en él, no se lo pensó dos veces. Tomó el hábito el 5 de febrero de 1367 y profesó al año siguiente. Enemigo del ocio, se entregó a los estudios y a la oración, en la más estrecha observancia a la Regla. Todavía era diácono, pero predicaba tan bien que venía gente de muy lejos para oírlo. Ordenado sacerdote en 1374, alternaba los estudios y la docencia, entre Barcelona, Tolosa y Lérida, por deliberación de sus superiores.

 

A los 28 años recibió el título de maestro en Teología. De tal forma conocía la Biblia que la citaba “con la misma facilidad que lo hiciera si la tuviera delante de los ojos”.3 También dominaba la exegesis de los santos y las lenguas latinas y hebrea. De regreso a Valencia, se destacó en la Orden como profesor, escritor, predicador y consejero. No obstante, cuando alguien le preguntó en qué libro encontraba tan bellos pensamientos para sus sermones, se limitó a señalar a un crucifijo.

 

“Maldito, que ya te conozco”

 

El demonio hizo de todo para disuadirlo de la vía de perfección que había abrazado. En cierta ocasión, por ejemplo, se presentó delante del santo bajo las apariencias de un venerable ermitaño, invitándolo a que no fuera tan radical en la práctica de la virtud. “Ten por cierto —le decía— que ningún hombre puede dejar una vez que otra, tarde o temprano, de hacer algunas liviandades, y más vale que esto te acontezca en la edad florida que no a la vejez”. Fray Vicente lo enfrentó con la señal de la cruz, invocó el nombre de Dios y de la Virgen, y le dijo con gran valentía: “Vete adonde te mereces, maldito, que ya te conozco. ¿No sabes que está Dios con sus siervos y los tiene de su mano para que no tropiecen? A Él, pues, consagro yo, no solamente mi vejez, sino también mi juventud”.4 Al oír esto, el demonio desapareció dando grandes aullidos.

 

Pero días después volvió a la carga, revestido de una horrible figura y prometiéndole ponerle tantas trampas que de ningún modo podría escapar del infierno. “No te temo —le contestó el santo— mientras está conmigo mi Señor Jesucristo”. El demonio siguió cargando contra él: “No estará siempre contigo, que no hay cosa más difícil que perseverar en gracia hasta la muerte; pues cuando Cristo te dejare, entonces yo te haré conocer mis fuerzas”. Fray Vicente no se vio intimidado: “Mi Señor Dios, que me ha dado la gracia para comenzar, me la dará para perseverar en su servicio”.5

 

En otra ocasión, estaba pidiendo la gracia de mantenerse en la perfecta castidad hasta el final de su vida cuando de pronto oyó una voz que le decía que en breve perdería la virginidad, lo que le dejó muy triste y desconsolado. Pero enseguida se dirigió a la Reina del Cielo, rogándole que le mostrase quien había sido el mensajero de tan malas noticias. “Se le apareció súbitamente nuestra Señora con gran resplandor, dentro de su celda, y consolándole le dio aviso que aquellas eran las asechanzas del demonio; las cuales a él no le debían quitar la confianza, pues Ella, que podía más que todas las furias infernales, jamás lo desampararía”. 6

 

En el Sacro Palacio de Aviñón

 

En 1378 estalló el Cisma de Occidente. Habiendo fallecido Gregorio IX, en Roma, se celebró un conturbado cónclave —en medio de presiones y disturbios en las calles— donde salió elegido el Papa Urbano VI. Unos meses después, doce cardenales reunidos en Agnani declararon inválida dicha elección y escogieron al cardenal Roberto de Ginebra para que ocupase el solio pontificio, quien tomó el nombre de Clemente VII e instaló su corte en Aviñón.

 

¿Cuál era el Papa legítimo y cuál el antipapa? Hoy sólo hay que consultar cualquier buen manual de Historia para saberlo, pero en aquella época la situación distaba mucho de estar clara. En ambos lados se propagaban ambiciones e intereses políticos, aunque floreciesen también la buena fe y el verdadero fervor religioso. Santos, obispos y monarcas exponían fundadas razones que los llevaban a apoyar a Urbano VI o al antipapa Clemente. La Europa cristiana se dividía entre la obediencia a Roma o a Aviñón.

 

“Es difícil valorar hoy la perturbación que tal anarquía causaba en las almas”,7 comenta un historiador. El cisma repercutía en la cristiandad entera. “¡En cuántas diócesis, parroquias y monasterios, no se veía levantarse obispo contra obispo, párroco contra párroco, abad contra abad! Nadie podía estar seguro de su fe ni de la validez de su obediencia”.8

 

Cuando murió Clemente en 1394 le sucedió en el trono de Aviñón el cardenal Pedro de Luna con el nombre de Benedicto XIII. Austero, piadoso y convencido de su legitimidad, este antipapa llamó enseguida a fray Vicente Ferrer para que fuera su capellán y confesor, nombrándole también maestro del Sacro Palacio y penitenciario de la corte papal.

 

Fray Vicente, que apoyaba con sinceridad el derecho de Benedicto XIII al solio pontificio, aceptó la invitación y se trasladó a Aviñón. Pero al mismo tiempo que el problema del cisma se agravaba, crecía también la amargura de fray Vicente. Determinadas actitudes del Papa Luna lo habían decepcionado profundamente. Además, el ver aumentar la división entre los que deberían estar unidos en Cristo lo llevó a una grave enfermedad que en tres días lo condujo a las puertas de la muerte.

 

En continua oración, le pedía a Dios que sacase de aquella situación a la Santa Iglesia. Entonces se le apareció el divino Redentor, acompañado por ángeles y por Santo Domingo y San Francisco. Le reveló que en unos años terminaría el cisma y que lo había elegido para la misión de predicar contra los vicios de la época, convocando al pueblo a la conversión: “Ten constancia y no temas a nadie, porque aunque no te faltarán contrarios y muchos que te envidien, yo seré siempre en tu ayuda, para que puedas romper todos los estorbos, e ir por gran parte de Europa predicando mi Evangelio; y a la postre mueras santamente allá en los cabos y fines de la tierra”. Le tocó con la mano el carrillo diciéndole: “Levántate, mi Vicente”, 9 y lo curó al instante.

 

Misionero por mandato divino

 

Una profunda vida interior

alimentaba sus predicaciones,

que versaban sobre los

novísimos Escenas de la vida

de San Vicente Ferrer Museo

San Pío V, Valencia (España)

Fray Vicente se levantó con la determinación de cumplir la misión recibida, propugnando la integridad del Evangelio y la unidad de la Iglesia. A pesar de la resistencia de Benedicto XIII, salió de Aviñón el 22 de noviembre de 1399 para, con el beneplácito de sus superiores, ser misionero, en obediencia al mandato divino.

 

Recorría a pie senderos y caminos. Tan sólo cuando se enfermó de una pierna comenzó a usar un asnillo en sus andaduras. Predicó en varios países: España, Portugal, Francia, Suiza, Alemania, Italia e Inglaterra.

 

Una profunda vida interior alimentaba sus predicaciones, que versaban sobre los novísimos del hombre, sobre todo el Juicio final. Censuraba la mentira, el perjurio, la blasfemia, la calumnia, la usura, la simonía, el adulterio y tantos otros vicios de aquella sociedad disoluta. Su lema era “Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio” (Ap 14, 7), porque el temor reverencial a Dios no es sino otro nombre del amor.

 

Auténticas multitudes —doctos, incultos, nobles, plebeyos, laicos o religiosos— se apretujaban para oír sus predicaciones, y sus frutos no se hacían esperar: ladrones que devolvían lo robado; enemigos que se reconciliaban; homicidas y bandidos que se enmendaban; ovejas descarriadas que regresaban a la Santa Iglesia, y no pocas veces personas que abandonaban el mundo y se consagraban a Dios. Llevaba consigo un séquito de confesores de varias naciones para atender a los penitentes. Él mismo solía confesarse antes de la celebración de la Misa solemne en la que predicaba.

 

En una época en que muchos predicadores trataban de brillar en los sermones con argumentos académicos o composiciones retóricas vacías que no movían a los fieles, la palabra de San Vicente era, por el contrario, “como un látigo de fuego que abrasaba e iluminaba”.10 Fuego de caridad que “sacudía las conciencias medio adormecidas, y por eso era, por excelencia, el santo opuesto a la tibieza”.11

 

Predicaba en las plazas y en campo abierto, pues las iglesias se quedaban pequeñas para contener a los miles de asistentes. Hablaba con voz potente y sonora, rica en matices, que hacía sentir la fuerza de la presencia de Dios y su gracia. Escrutaba con mirada penetrante a sus oyentes, se valía de su portentosa imaginación para atraer mejor la atención, desplegaba sus razonamientos con conceptos claros y precisos. Todo esto favorecido con un prodigioso conocimiento de la Sagrada Escritura, cuyas enseñanzas aplicaba a los hechos concretos y a las circunstancias reales de su tiempo.

 

Carismas especiales

 

Palabras de sabiduría y de ciencia, carismas de milagros, curaciones, profecía, discernimiento de los espíritus, glosolalia, exorcismo… Imposible enumerar todos los hechos de su vida que ilustran cada uno de estos carismas.

 

En una época en que no se podía ni soñar con nuestros modernos micrófonos, fray Vicente usaba su potente voz para hacerse oír de lejos. Pero sus biógrafos registran, a este respecto, casos inexplicables naturalmente. De ellos, uno de los más elocuentes es el de un monje del monasterio de los Bernardos que, estando a unas ocho leguas —más de 45 km— del lugar desde donde hablaba el santo, lo oyó y anotó uno de sus sermones.

 

Obediente al encargo recibido,

no dejó de predicar hasta

cuando estaba enfermo ya

anciano San Vicente Ferrer,

por Pedro García de Benabarre

Museo Nacional de Arte de

Cataluña, Barcelona (España)

Después de cada predicación curaba a los enfermos, bendiciéndolos y pronunciando estas palabras: “Las señales que acontecerán a los que creyeren serán éstas: pondrán las manos sobre los enfermos, y recibirán sanidad. Jesucristo, Hijo de María, salud del mundo y Señor de él, así como te trajo a la fe católica, te conserve también en ella y te haga bienaventurado y te quiera librar de esta enfermedad”.12 Tal como los Apóstoles el día de Pentecostés, hablaba siempre en su lengua materna —el valenciano— y todos lo entendían perfectamente, en cualquier país o reino donde predicase, así como exorcizaba al demonio a su paso. Cierto día, echaron sobre la muchedumbre de fieles tres caballos que expelían humo por sus narices, movidos por demonios furiosos, que veían a esas almas escapar de sus garras. Fueron expulsados por la fuerza de la autoridad de San Vicente.

 

Preveía el futuro próximo o remoto. Uno de los episodios más famosos es el de un valenciano que le llevó a su sobrino, Alonso de Borja, para que lo bendijese y fray Vicente le dijo: “Enviad a este niño a la escuela, porque vendrá a ser Papa y me honrará grandemente”. Unos años después, el joven Alonso fue a saludarle y le oyó esta profecía: “Huélgome hijo de tu bien, que has de ser Sumo Pontífice y me has de canonizar cuando sea tiempo”.13 Obediente al encargo recibido, no dejó de predicar hasta cuando estaba enfermo ya anciano San Vicente Ferrer, por Pedro García de Benabarre – Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona (España) De hecho, más tarde fue ordenado Obispo de Valencia, llegó a ser el Papa Calixto III y tuvo el privilegio de canonizar a nuestro santo…

 

Una Santa Noche a todos…que el Inmaculado Corazón de Maria ilumine tu noche y tu vida! “Nunc dimittis servum tuum, Domine”

 

Obediente al encargo recibido, no dejó de predicar hasta cuando estaba enfermo ya anciano, cansado y con achaques. Tenía que ser ayudado a subir los escalones, pero parecía recuperar las energías cuando empezaba a hablar.

 

Finalmente, la tan anhelada unidad de la Iglesia se dio en el Concilio de Constanza, en el que la influencia de San Vicente contribuyó bastante para el fin del cisma. Allí se realizó el conclave que eligió al Papa Martín V, el 11 de noviembre de 1417, a cuya obediencia se sometió toda la cristiandad. Se diría que el santo hizo suyo el cántico de Simeón —“Nunc dimittis servum tuum, Domine” (Lc 2, 29)—, pues transcurridos sólo dos años murió en Vannes, Bretaña, el 5 de abril de 1419, como lo habría predicho el Señor.

 

Treinta y seis años después de su muerte fue elevado a la honra de los altares. Habiendo cumplido su misión con denuedo y gallardía, es una gloria para España, para la Orden de Predicadores y para la Iglesia, porque “a excepción de los Apóstoles, probablemente nadie excedió a San Vicente Ferrer como predicador”. 14

 


 

1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 111, a. 1.

2 ANTIST, OP, Vicente Justiniano. Vida e historia del apostólico predicador San Vicente Ferrer. In: SAN VICENTE FERRER. Biografía y Escritos. Madrid: BAC, 1956, p. 99.

3 Ídem, pp. 104-105.

4 Ídem, p. 108.

5 Ídem, p. 109.

6 Ídem, ibídem.

7 DANIEL-ROPS, Henri. A Igreja da Renascença e da Reforma – I. A reforma protestante. São Paulo: Quadrante: 1996, p. 35.

8 Ídem, ibídem.

9 ANTIST, op. cit., p. 116.

10 MILAGRO, OP, José María. San Vicente Ferrer. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2003, v. IV, p. 96.

11 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 4/4/1966.

12 ANTIST, op. cit., p. 121.

13 Ídem, p. 137.

14 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Como um profeta do Antigo Testamento. In: Dr. Plinio. Año XVI. N.º 181 (Abril, 2013); p. 2.

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