Última entre sus compañeros en consumar el martirio, la débil Blandina soportó con indescriptible fortaleza los más terribles tormentos. Venció con heroísmo la última batalla, para volar alegre y presurosa al Cielo.
Paseando por las calles de una antigua ciudad de Francia, aun hoy pavimentadas con piedras rústicas y sólidas, al mejor estilo romano, nos parece oír los ecos del trajín que allí había hace mucho tiempo, quizá en el mismo horario. Y al contemplar la catedral y los edificios medievales, despuntan ante nuestros ojos escenas imaginarias de un pasado que marcó cada pulgada de aquel suelo bendito.
Nos da la sensación de estar escuchando el chirrido de un carro, listo para doblar la esquina, cargado de frutas, verduras y legumbres, en cuyo asiento va un honesto campesino. Del otro lado de la plaza, creemos vislumbrar una familia de tejedores con piezas fabricadas con gran esfuerzo durante la semana. Y no pasa mucho rato para notar la llegada de una joven que lleva una cesta repleta de flores cultivadas por ella misma. Es un día de feria y todo el pueblo se congrega allí. En poco tiempo el ajetreo y griterío de personas y animales impiden mantener una conversación fácilmente.
En determinado momento, por encima del bullicio, una grave y solemne campanada proveniente de la catedral hace que la turba se pare como por arte de magia: los hombres se quitan el sombrero y, acompañados por las mujeres y los niños, rezan devotamente el Ángelus.
A algunas manzanas de allí, en un ambiente bastante distinto, el toque de campana ejerce idéntico efecto. Caballeros de porte serio, reunidos para tratar asuntos mucho más complejos que el precio de las sandías o los melones, se ponen de pie y también rezan en alabanza a la visita del arcángel Gabriel a la Santísima Virgen.
Nada se conquista sin esfuerzo ni sacrificio
Finalmente, ¿hacia dónde nos ha transportado nuestra mente? A la ciudad francesa de Lyon, exuberante de vigor y de fe en el auge del período medieval.
Los hombres y mujeres que componen nuestra imaginaria escena son descendientes de aquellos que hicieron de Lugdunum —antiguo nombre galo-romano de nuestra Lyon— la primera colonia romana de la Galia que abrazó el cristianismo. Simbólicamente reunidos en torno a la catedral, toda su existencia se desarrolló en función de la religión.
Y bien podríamos pensar en uno de los ancianos de la ciudad que contemplando todo aquel armónico movimiento susurra, lleno de sabiduría:
—Nada se conquista en esta tierra sin mucho esfuerzo y sacrificio. La vida orgánica y bendecida que anima esta ciudad fue comprada por un precio muy alto. La sangre del divino Redentor se unió a la de muchos cristianos. Algunos de ellos son venerados como santos; de numerosísimos otros se ignora hasta el nombre… Dios, no obstante, conoce el valor de su sacrificio.
Nuestro venerable personaje tal vez no fuera capaz de medir la profundidad de su piadoso raciocinio, ni de entender cómo la sangre derramada por los primeros cristianos había marcado a fondo el Reino de Francia. Únicamente el Creador escruta los recónditos arcanos de la Historia; sólo Él y aquellos a quienes se complace en revelárselo son capaces de correlacionar enteramente una semilla de martirio con uno de los más bellos períodos de la civilización cristiana.
Veamos cómo ocurrió todo…
Violenta persecución contra los cristianos
Corría el año 177 del Señor. Contando ya con cerca de 40 000 habitantes, Lugdunum había rebasado ampliamente la colina de Fourvière, donde había sido fundada, y empezó a extenderse por los márgenes del Ródano y del Saona. Por su importancia económica y administrativa, podía ya en el siglo II “reivindicar el título de metrópolis de toda la Galia”.1
En la primavera de aquel año, la persecución contra los cristianos se había vuelto bastante violenta:
—¿Cómo te llamas?
—Soy cristiano.
—¿Dónde has nacido?
—Soy cristiano.
—¿A qué familia perteneces?
—Soy cristiano.
El gobernador romano perdió las esperanzas. Ese no era el primer interrogatorio y el prisionero continuaba sin contestar a ninguna pregunta. Le aplicaron toda suerte de torturas a aquel diácono llamado Santo — de nombre y, de hecho, de vida— para arrancarle alguna palabra imprudente, pero todo había sido en balde.
Movidos por un odio furibundo, avivado por su persistencia, los verdugos emplearon un nuevo tipo de tormento: calentaron en un horno unas láminas de metal y se las fueron poniendo por diversas partes del cuerpo, hasta reducirlas a una masa de carne tumefacta. Pero el heroico defensor de la fe soportó con inquebrantable firmeza tales atrocidades por amor a Cristo y a su Iglesia.
Todo estalló de forma súbita
A la par de acontecimientos como éste, la dulzura del clima primaveral parecía querer recordarle a la comunidad cristiana que las bellezas de este mundo están siempre interconectadas con las del Cielo, nuestra Patria definitiva, pues mientras de la tierra brotaban hermosas flores, florecían nuevos mártires para el Paraíso.
Súbita y violentamente estalló la persecución. No se sabe con certeza cuál fue el estopín de tan exacerbada explosión de odio, pues sólo consta que empezó con ocasión de la solemnidad anual que, de las regiones circunvecinas, “reunía en derredor del altar de Roma y de Augusto a los legados de las tres Galias”,2 en el famoso santuario de Lugdunum, para rendirles culto. Juzgándose ofendidos por la religión cristiana, salieron al paso de los que la practicaban. No sólo los expulsaron de sus casas, de las plazas y lugares públicos, sino que les prohibieron aparecer en cualquier sitio a la luz del sol o de la luna.
Los cristianos de Lyon y de Viena (del Delfinado) describen en una famosa carta, dirigida a sus hermanos de Asia y de Frigia, la crueldad con la que eran tratados: 3 “La intensidad de la opresión que se produce aquí, la cólera tan grande de los paganos contra los santos y todo lo que soportan los bienaventurados mártires no somos capaces de transmitirlo, ni siquiera consignarlo por escrito”.4
Algunos esclavos de familias cristianas también fueron presos y, por temor a los castigos a los que le amenazaban, acusaron a sus señores de actitudes sospechosas y de crímenes nefandos, como cenas caníbales y prácticas inmorales, aumentado aún más el odio a los seguidores de Jesucristo.
¡Velad y estad preparados!
Hasta pocos días antes de que se desencadenara tal “huracán”, la Iglesia de la Galia vivía en relativa tranquilidad. Esta provincia romana estaba, desde hacía varios años, bajo el dominio de Marco Aurelio que, a pesar de haber tenido puntos de fricción con el cristianismo, era considerado un emperador benévolo para con las nuevas comunidades de la religión de Cristo.5
En ese contexto, dos actitudes opuestas podían ser adoptadas por los cristianos galos: la de las vírgenes necias o la de las prudentes, de la parábola enseñada por el divino Maestro (cf. Mt 25, 1-13). Y cuando les sobrevino la dificultad, muchos de ellos demostraron haber aprovechado bien el tiempo de calma para unirse más a Dios y progresar en la virtud, pues no les faltó el “aceite” necesario para enfrentar las pruebas.
Es lo que le ocurrió, por ejemplo, a Vetio Epagato, el cual “había alcanzado la plenitud del amor a Dios y al prójimo, y cuya conducta era tan perfecta que, a pesar de su juventud, me recía el testimonio del anciano Zacarías, ya que había observado irreprochablemente todos los mandamientos y preceptos del Señor: diligente en todo servicio al prójimo, teniendo gran celo por Dios, burbujeante del Espíritu”.6
Junto con algunos compañeros, fue llevado a juicio en plaza pública, bajo insultos, golpes y pedradas del pueblo airado. El gobernador usó tanta crueldad contra uno de ellos, que Vetio, indignado, se levantó en su defensa. Incapaz de refutar sus argumentos, el tiránico magistrado trató de vencerlo mediante torturas. Pero le proporcionó la mayor de las glorias: la palma del martirio.
Doble castigo para los que adjuraron
Sin embargo, a otros la tribulación les sorprendió con la lámpara apagada, pues les faltaba el “aceite” de la fe y del coraje cuando el “novio” llegó: renegaron del divino Redentor y quemaron incienso a los ídolos. Si por encima de los fieles flotaba esta promesa de Cristo: “a quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los Cielos” (Mt 10, 32), sobre los lapsi no arrepentidos se cernía esta espantosa sentencia: “yo también lo negaré ante mi Padre que está en los Cielos” (Mt 10, 33).
Con todo, los acontecimientos demostraron que su opción no había sido acertada, ni siquiera desde el punto de vista humano. “Los que habían renegado de su fe durante las primeras detenciones, también fueron encarcelados en la misma prisión y compartían los mismos sufrimientos, ya que en esta ocasión su apostasía no les sirvió de nada. A los que habían confesado lo que en verdad eran, se les encerraba como cristianos y ninguna acusación más caía sobre ellos, en cambio a los que habían sido arrestados como homicidas e impúdicos su castigo era dos veces más pesado que el de los otros”.7
Más grande es la cruz de quien Dios más ama
Todos los hombres deben sorber en esta vida del trago amargo del dolor, del cual nace la verdadera gloria. Tratando sobre el sufrimiento, Mons. João Scognamiglio Clá Dias afirma que incluso hubo quien “se atrevió a aproximarlo al género de los sacramentos, quizá un ‘octavo sacramento’, añadiendo de forma análoga un nuevo componente al definitivo septenario que la doctrina católica nos enseña”.8
Ahora bien, a aquellos a quienes el Señor más ama les reserva una porción más grande de su cruz, para que también sean dignos de una gloria mayor. Pueden ser considerados entre los más amados, por tanto, los principales mártires de la persecución de Lyon, porque, si crueles fueron los tormentos soportados por los demás, ni sabemos cómo calificar los suplicios aplicados al diácono Santo, al recién bautizado Maturo, al noble luchador Átalo o a la joven Blandina.
No podemos olvidarnos, además, del santo obispo Potino, guía y cabeza de esos elegidos. En su juventud había sido discípulo de San Policarpo, de quien aprendió no sólo la ortodoxia de la doctrina, sino la irreprochabilidad de sus costumbres. Y en la hora de la tormenta no abandonó a sus ovejas; por el contrario, se anticipó a abrirles el camino.
Potino sobrepasaba los 90 años y si las décadas habían consumido el vigor de su cuerpo, un amor incandescente lo animaba, llevándolo a comparecer ante el gobernador con admirable intrepidez. Al verlo, éste le preguntó quién era el Dios de los cristianos. Sin titubear, el anciano respondió con altanería: “Si eres digno de ello, lo conocerás”. 9
Arrastrado a las afueras de la ciudad y con el cuerpo herido por los golpes del odioso hatajo de paganos, que ni siquiera respetaba su ancianidad, fue nuevamente arrojado a la cárcel, donde entregó su alma a Dios unos días después.
Dios escoge a los débiles para ser modelo de fortaleza
De entre todos, despierta especial admiración y piedad la Bienaventurada Blandina, que pertenecía a la clase de los esclavos y, no obstante, poseía un alma llena de nobleza. Frágil mujer, enfrentó los tormentos con audacia varonil. “Blanda” en el nombre, demostró una voluntad rigurosa y persistente al defender su fe.
Su testimonio nos muestra cómo Dios, muchas veces, escoge lo que el mundo considera débil no sólo para confundir a los poderosos, como dice San Pablo (cf. 1 Cor 1, 27), sino ante todo para servir de modelo de lo que es posible ser alcanzado cuando alguien se pone con total flexibilidad en las manos de su Creador. El hecho de haber sido elegida por la Providencia no la eximió de pasar por terribles y prolongadas torturas. Blandina fue martirizada poco a poco, convirtiéndose en una torre de fortaleza, punto de referencia para todos los que, débiles como ella, pasarían por tremendas y duraderas situaciones de sufrimiento por la Santa Iglesia.
Además de los tormentos físicos, pesó sobre ella un tormento moral aún más difícil de soportar: el del instinto de sociabilidad contrariado. El ver a sus hermanos en la fe partir hacia la eternidad, uno a uno, mientras ella permanecía con vida, cada vez más aislada y sin apoyo colateral, ¡eso era cruel! A pesar de ello se mantuvo perseverante, aceptando con paciencia esta prueba más enviada por Dios. Con la mirada puesta en el futuro y segura de la victoria de la Iglesia inmortal, no cedió en ningún momento al desánimo ni a la incertidumbre.
Los verdugos sometieron su cuerpo a tantos suplicios que sus compañeros temían, no sin motivo, que no tuviera fuerzas para ser fiel. Durante muchos días fue torturada desde el amanecer hasta la puesta del sol, hasta el punto de que su cuerpo era todo una sola llaga. Sin embargo, “como generoso atleta, rejuvenecía en su confesión; para ella era una recuperación de las fuerzas, un descanso y una suspensión de los sufrimientos aguantados el decir: ‘Soy cristiana y entre nosotros no hay nada de malo’ ”.10
La llevaron, junto con Maturo y el diácono Santo, a un foro para ser entregados a las fieras en un espectáculo público. Los verdugos azotaron con látigos de hierro a los dos varones; su sangre encharcaba la arena, y los asistentes, lejos de conmoverse ante tan despiadada escena, daban chillidos desde las gradas, ávidos de más sensaciones fuertes. Entonces ambos fueron arrojados a las fieras y obligados a luchar contra ellas, para divertir al público. Después de eso los pusieron sobre asientos de hierro al rojo vivo, desde donde se desprendía un olor a carne quemada, que embriagaba a la asistencia. Finalmente, los mataron.
Como un eslabón entre la tierra y el Paraíso
¿Y Blandina? A ella le estaba reservado un tormento no menos duro: fue colgada en un madero, donde quedó expuesta a las fieras. “Verla así atada en forma de cruz y oírla rezando en voz alta infundía gran ánimo a los atletas, que en ese combate les parecía ver con sus ojos corporales, en su hermana, a Aquel que había sido crucificado por ellos”.11 Contemplándola, así como a los demás mártires, muchos cristianos renegados se arrepentían y recibían fuerzas para proclamar la fe, entregando también su vida por Cristo.
Con el cuerpo erguido al cielo y la fisonomía sufrida, pero serena y confiada, Blandina figuraba para los demás como un eslabón entre la tierra y el Paraíso, pues parecía que ya estaba viviendo en él. Y como las fieras no la tocaban, la llevaron de vuelta a la cárcel, donde permaneció a la espera de nuevos combates y mayores victorias.
Habiéndose consumado más de cuarenta martirios, en el último día de luchas entre gladiadores enviaron a Blandina otra vez a las fieras, en compañía de Póntico, un joven de 15 años. Nuestra heroína enfrentó otro ciclo de torturas, en medio de las cuales confortaba a Póntico y lo animaba, con sus palabras y con su propia osadía, a enfrentar con valentía el dolor y la muerte.
Tras someterla a latigazos y otros suplicios, los verdugos la envolvieron en una red levantada del suelo, exponiéndola, durante bastante tiempo, a la furia de un toro, que la lanzaba al aire. “Permanecía la Bienaventurada Blandina, la última de todos, como una noble madre que acababa de exhortar a sus hijos y enviarlos victoriosos al Rey; por su parte, ella recorre de nuevo toda la serie de sus combates y vuela hacia ellos, llena de gozo y alegría en esa partida”:12 finalmente es decapitada, yendo presurosa al Cielo.
1 RICHARD, François; PELLETIER, André. Lyon et les origines du Christianisme en Occident. Lyon: Éditions Lyonnaises d’Art et d’Histoire, 2011, p. 35.
2 RIBER, Lorenzo. Santos Mártires de Lyon. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2004, v. VI, p. 47.
3 Los extensos fragmentos de esta carta fueron recogidos por Eusebio de Cesarea en su obra Historia Eclesiástica; son la única fuente primaria de la que se dispone sobre el asunto, por tanto, nos basaremos en este famoso historiador paleocristiano para la narración de los hechos de este artículo.
4 EUSEBIO DE CESAREA. Historia Eclesiástica. L. V, c. 1, n.º 4.
5 Cf. LLORCA, SJ, Bernardino. Historia de la Iglesia Católica. Edad Antigua. La Iglesia en el mundo grecorromano. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1996, v. I, p. 194.
6 EUSEBIO DE CESAREA, op. cit., n.º 9. 7 Ídem, n.º 33.
8 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. En el sufrimiento, la raíz de la gloria. In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano: LEV, 2012, v. V, p. 325.
9 EUSEBIO DE CESAREA, op. cit., n.º 31.
10 Ídem, n.º 19.
11 Ídem, n.º 41.
12 Ídem, n.º 55.