“Si todos supiesen cómo Jesús es bello, cómo es amable, no
procurarían sino su amor. Nuestro corazón está hecho para amar una sola cosa: a nuestro gran Dios”.
Entre los más espléndidos espectáculos de la naturaleza están las grandes cascadas. En ellas, las voluminosas aguas se precipitan con una fuerza avasalladora, envolviéndolo todo a su alrededor en una misteriosa nube, nimbada de irisados destellos.
Al contemplarlas, el espíritu se extasía, y es llevado a relacionar ese espectáculo con una realidad de índole sobrenatural: el inconmensurable, fecundo y transformante amor de Dios.
En efecto, viniendo de una altura infinita, el agua viva y multiforme de la bondad divina desciende sobre los hombres con una abundancia sin fin. Llena de caridad a quien con buena disposición la recibe, trayendo como fruto el deseo ardiente de restaurar en toda la medida de lo posible tal amor gratuito del Creador.
Todos hemos sido llamados a hacer de nuestra existencia una desigual porfía por retribuir a Dios sus incontables beneficios. Algunas almas escogidas, no obstante, experimentan ya en esta Tierra un místico y transformante intercambio de amor que las hace vivir de alguna manera como en la eternidad, mediante una especial unión espiritual con el Redentor.
Éste es el caso de Santa Gema Galgani, cuya identificación con Cristo fue estrecha al punto de poder afirmar: “No estoy más en mí, estoy con mi Dios, toda para Él; y Él está todo en mí y para mí. Jesús está conmigo y es todo mío”.1
Convivencia con lo sobrenatural
Nació en la ciudad italiana de Lucca el 12 de marzo de 1878. Tuvo una corta, aunque intensa convivencia con su piadosa madre, la cual contrajo una tuberculosis de lenta e implacable evolución, lo que no le impidió legar a sus hijos una formación verdaderamente católica.
Una de sus últimas providencias fue la de hacer que la pequeña recibiese la plenitud de la gracia bautismal por la Confirmación, antes incluso de la Primera Comunión, como era la costumbre de entonces en Italia. Y a pesar de las dificultades impuestas por la enfermedad, la propia señora Galgani, auxiliada por una catequista, se encargó de preparar a su hija para que recibiera el Sacramento.
Después de la ceremonia, la niña permaneció en la basílica de San Michele in Foro para asistir a una Misa en acción de gracias y, estando rezando por su querida madre, tuvo su primer diálogo sobrenatural:
– Gema, ¿quieres darme a tu madre? – oyó en el fondo de su alma.
– Sí, pero sólo si voy junto con ella, respondió.
– No, dame de buena voluntad a tu madre. Tú debes quedarte ahora con tu padre. Me la llevaré al Cielo. Pero ¿me la das con gusto?
“Tuve que responder que sí”2, confiesa la santa en su autobiografía.
Las gracias de la Primera Comunión
En septiembre de 1885, la señora Galgani entregó piadosamente su alma a Dios, habiendo dejado instalada a su hija en casa de la tía materna, Elena Landi. Después de pasado algún tiempo, Gema regresó junto a su padre e ingresó como externa en el colegio de las Hermanas de Santa Zita, fundado por la Beata Elena Guerra.
A los nueve años, revelando una piedad fuera de lo común, la niña manifestaba enorme deseo de recibir la Sagrada Eucaristía. En vano suplicó durante largo tiempo a su confesor, Mons. Giovanni Volpi, a su padre y a las maestras: “Dadme a Jesús y veréis que seré más sabia, no cometeré más pecados, no seré ya la misma”.
Finalmente, el sacerdote terminó accediendo y, a pesar de su poca edad para las costumbres de la época, en la fiesta del Sagrado Corazón de 1887, Jesús Hostia entraba por primera vez en aquella fogosa e inocente alma: “Lo que pasó en esos momentos entre Jesús y yo, no sé expresarlo. Jesús se hizo sentir a mi alma de una manera muy fuerte. Comprendí entonces que las delicias del Cielo no son como las de la Tierra. Me sentí presa del deseo de hacer continua aquella unión entre Jesús y yo”.3
Unirse al Señor, asemejarse a Él, fue desde aquel momento el único objetivo de la vida de Gema.
Esposa de Cristo Crucificado
Durante el período transcurrido con las Hermanas de Santa Zita, la niña se dedicó con todo esmero a las actividades escolares. Por su buen ejemplo, era el “alma” de la escuela y muy querida por sus compañeras, que la respetaban, pues a pesar de ser poco expansiva tenía el don de la palabra concisa y del actuar resoluto.
Mientras tanto, el divino Maestro la colmaba de gracias interiores, haciéndola progresar cada vez más en las vías de la perfección. La vida de la joven Gema transcurría envuelta en frecuentes fenómenos místicos, y eso se translucía de algún modo en su mirada.
Santa Gema Galgani a los 21 años
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Cierto día, cuando ya contaba con 16 años, nuestra santa recibió de regalo un costoso reloj y una cruz con cadena de oro. Y para agradar al pariente que le había hecho el obsequio, salió a la calle llevándolos consigo. Por la noche, mientras se preparaba para dormir, se le apareció su ángel de la guarda que le dijo: “Recuerda que los preciosos arreos que han de hermosear a una esposa de un Rey Crucificado, no pueden ser otros que las espinas y la cruz”.4
La joven, que siempre había sentido especial devoción por los sufrimientos de Jesús, consideró esa advertencia con toda seriedad y desde entonces renunció a cuanto podría servir de pretexto a la vanidad, pasando a vestir con una sencilla ropa negra.
El comienzo de la “vía dolorosa"
Desde la muerte de su madre, cuenta la santa en su biografía, nunca había dejado de ofrecer algún pequeño sacrificio a Jesús. Sin embargo, había llegado la hora de empezar a sorber en grandes tragos el cáliz del sufrimiento.
En 1896 una terrible necrosis en un pie, acompañada por agudísimos dolores, la obligó a someterse a una intervención quirúrgica. Gema rechazó cualquier tipo de anestesia y se mantuvo inmóvil durante toda la operación, mientras los asistentes acompañaban estupefactos lo que más parecía ser una tortura que un acto terapéutico. Tan sólo algunos gemidos involuntarios la traicionaban en el momento más difícil de la intervención, la cual soportó sin quitar la mirada del Crucifijo, pidiéndole aún a Jesús perdón por la debilidad manifestada. Al año siguiente su padre fallecería tras haber perdido toda su fortuna, dejando a la familia en una gran miseria.
Encuentro con San Gabriel de la Dolorosa
En 1898, Gema fue alcanzada por una grave enfermedad en la columna vertebral, lo que la dejó postrada en la cama, con dificultad para hacer el más mínimo movimiento.
En medio de tanta molestia, su ángel de la guarda no dejaba de consolarla, y el divino Maestro se servía de sus dolores para hacerla progresar en la virtud de la humildad. También adquirió una gran devoción por San Gabriel de la Dolorosa, religioso pasionista que había fallecido treinta años antes, cuya biografía leyó ávidamente durante su enfermedad.
Una noche, tras haber hecho voto de virginidad y haber manifestado el propósito de vestir el hábito religioso si viniera a sanar, se le apareció en sueños el santo pasionista diciéndole: “Haz en el momento oportuno el voto de ser religiosa, pero no añadas nada más”. Y cuando Gema le preguntó el por qué, se quitó el símbolo pasionista que llevaba prendido a la sotana, se lo dio para que lo besara y se lo puso a la enferma, repitiendo: “Hermana mía…”.
Durante todo ese tiempo, sus parientes y conocidos no dejaron de hacer novenas y triduos implorando su curación; sin embargo, ella permanecía indiferente, dócil a los designios divinos. Al cabo de un año, para agravar la situación, los médicos le diagnosticaron un tumor en la cabeza, y le dieron por desahuciada. Entonces, una de sus antiguas maestras consiguió convencerla de que hiciera una novena a Santa Margarita María Alacoque. El último día de esa novena, pocas horas después de haber recibido la Sagrada Comunión, la joven se puso de pie, totalmente sana. Era el primer viernes del mes de marzo.
"No ceses de sufrir por Él en ningún momento"
El Jueves Santo del año siguiente, Gema, aún debilitada, practicaba en su cuarto la devoción de la “Hora Santa en compañía del Señor en el Huerto”, escrita por la fundadora de las Hermanas de Santa Zita, sintiendo mientras la hacía un profundo dolor por sus faltas. Terminada la oración, apareció ante ella la figura de Jesús Crucificado que le decía: “Hija, estas llagas las habías abierto tú con tus pecados, pero ahora, alégrate, que todas las has cerrado con tu dolor. No me ofendas más. Ámame, como yo siempre te he amado”.5
"Soy feliz, Jesús, porque siento mi corazón el vuestro, y porque os poseo" Relicario conteniendo el corazón de Santa Gema – Galgani, Madrid |
Días después, mientras rezaba las oraciones de la tarde, Cristo Crucificado se le hizo nuevamente visible y le dijo: “Mira, hija mía, y aprende cómo se ama. ¿Ves esta Cruz, estas espinas y clavos, estas carnes lívidas, estas contusiones y llagas? Todo es obra de amor, y de amor infinito. He ahí hasta qué punto te he amado. ¿Quieres amarme de verdad? Entonces aprende a sufrir: el sufrimiento enseña a amar”.
En otra ocasión, mientras le pedía a Dios la gracia de amar mucho, oyó una voz sobrenatural que le decía: “¿Quieres amar siempre a Jesús? No ceses de sufrir por Él en ningún momento. La cruz es el trono de los verdaderos amantes; la cruz es el patrimonio de los elegidos en esta vida”.
Esas visiones, a la vez que intensificaban el dolor por sus pecados, le traían una gran consolación y aumentaba en ella el deseo de amar a Jesús y padecer por Él.
La gracia de los Sagrados Estigmas
En la víspera de la fiesta del Sagrado Corazón de ese mismo año, Gema perdió los sentidos y cuando despertó se encontró en presencia de la Santísima Virgen, que le decía: “Mi Hijo, Jesús, te ama mucho y quiere concederte una gracia muy grande; ¿te mostrarás digna de ella?”. La santa no sabía qué responder. Nuestra Señora continuó diciéndole: “Seré para ti una madre. ¿Sabrás mostrarte como verdadera hija?”. Y a continuación extendió su manto y la cubrió con él.
NEn ese instante se le apareció nuevamente Jesús. Con la simplicidad propia de las almas inocentes, así narra Gema lo ocurrido: “Sus llagas estaban abiertas, pero no chorreaba sangre; de ellas salían llamas ardientes. En un abrir y cerrar de ojos esas llamas tocaron mis manos, mis pies y mi corazón”. Permaneció durante algún tiempo bajo el manto de la Reina de los Cielos. Después la Virgen María le besó en la frente y desapareció, dejando a la joven arrodillada con fuertes dolores en las manos, en los pies y en el corazón, de donde goteaba sangre: Santa Gema Galgani había recibido la gracia de los Sagrados Estigmas.
El fenómeno se repetía todas las semanas. Los jueves las llagas se abrían por la noche, permaneciendo hasta las tres de la tarde del viernes. El sábado, o el domingo a más tardar, de ellas sólo quedaban unas marcas blanquecinas.
Además de los estigmas, cuya existencia pocos conocían, eran frecuentes en la vida de Santa Gema otras manifestaciones sobrenaturales, como sudores de sangre e incontables éxtasis, que le ocurrían en cualquier instante. Eso hizo que las relaciones con sus tías, con las que vivía desde la muerte de su padre, fueran cada vez más difíciles.
La sacó de esa situación embarazosa la piadosa señora Cecilia Giannini, quien, admirada con los prodigios de la gracia en aquella alma, la adoptó como hija. En su nueva familia, todos le devotaban gran veneración. Anotaban con precisión las palabras que profería en sus frecuentes arrobamientos y se maravillaban con los estigmas sagrados y las heridas producidas, ora por el látigo de la flagelación, ora por las espinas de la corona.
Encuentro con los padres pasionistas
En junio de aquel mismo año de 1899, tan fundamental en la existencia de la santa, sería donde Gema habría de tener su primer encuentro con los padres pasionistas, prenunciado por San Gabriel de la Dolorosa.
En los últimos días de ese mes había comenzado en la iglesia de San Martín las “Santas Misiones”, predicadas por sacerdotes de esa Orden. El último día hubo comunión general, en la que también participó Santa Gema. Durante la acción de gracias, Jesús le preguntó: “Gema, ¿te gusta el hábito con el que está revestido ese sacerdote? ¿Te gustaría verte revestida con él?”.
“Sí”, añadió el Señor al verla incapaz de dar una respuesta afirmativa, “tú serás una hija de mi Pasión, y una hija predilecta. Uno de estos hijos míos será tu padre. Ve y manifiéstale todo lo que ocurre contigo”.
Después de algunas vicisitudes, tan frecuentes en las almas más escogidas, Gema terminó escribiendo, con autorización de Mons. Volpi, al P. Germano Di San Stanislao, religioso pasionista, residente en Roma, cuyo nombre y fisonomía el Señor le había indicado.
Santa Gema poco antes de su muerte en 1903 |
El sacerdote, que estaba dotado de un gran talento y virtud, viajó a Lucca para conocerla, y pasó a ser un auténtico padre para la santa. Durante tres años, la condujo con destreza por los caminos de la perfección. Gracias a esa dirección espiritual, hecha sobre todo mediante cartas, quedaron documentados los singulares favores recibidos por la angelical joven. Son misivas emocionantes, en las que trasluce toda la belleza de su alma.
"Consummatum est"
El último calvario de la virgen de Lucca empezó en la Pascua de 1902. Su cuerpo, postrado en cama por una terrible enfermedad que la imposibilitaba de ingerir alimento, reflejaba las penas interiores que padecía su alma privada de todas las consolaciones y alegrías sensibles. “¿No sabéis que soy toda vuestra? ¡Jesús sólo!”, suspiraba Gema, en medio de un aparente abandono.
Había participado sucesivamente de todos los tormentos del Hombre Dios: sus angustias interiores, su sudor de sangre, la flagelación y sus numerosas llagas, los malos tratos, por obra de los demonios, las profundas heridas de la corona de espinas, el dislocamiento de los huesos y las llagas de los clavos. Lo que únicamente le faltaba, para imitar cabalmente al Redentor en su Pasión, era la agonía y la muerte en un mar de dolores.
Fue lo que ocurrió, finalmente, el Sábado Santo de 1903. Con tan sólo 25 años de edad, la seráfica virgen se liberó definitivamente de las ataduras que la prendían a la Tierra y recibió su “recompensa demasiadamente grande” (Gn 15, 1), Dios mismo por toda la eternidad.
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El alma de Gema entró en la gloria enriquecida por el único y real tesoro, aquel que nunca acabará: la caridad. “Si todos supiesen cómo Jesús es bello, cómo es amable, no procurarían sino su amor”.
En efecto, cómo el mundo sería otro si oyese el consejo de la virgen de Lucca y pudiese afirmar como ella: “Mi corazón palpita continuamente en unísono con el Corazón de Jesús. ¡Viva Jesús! El Corazón de Jesús y el mío son una misma cosa. […] Sí, soy feliz, Jesús, porque siento mi corazón palpitar con el vuestro, y porque os poseo”.
(Revista Heraldos del Evangelio, Abril/2011, n. 112, pag. 30 a 33)