Después de ofrecer la vida por su superiora, Santa Gibitruda fue llevada al Juicio, pero Dios le ordenó volver a la tierra debido a faltas veniales que cometiera y no expiara. Él es tan sublimemente intransigente que no quiso soportarla en su presencia mientras tuviese aquellos defectos.
La biografía que tenemos para comentar es de una santa de la cual nunca había oído hablar. Se trata de una monja benedictina del siglo VII, Santa Gibitruda. La ficha es sacada del libro Vidas de los Santos, del P. Rohrbacher1.
Constancia ante los primeros obstáculos
Sobre Santa Gibitruda, un monje llamado Jonás escribió:
Una virgen llamada Gibitruda, noble de nacimiento y por la Religión, se convirtió y dejó el siglo para ganar la comunidad (de Eboriacum), y la madre del monasterio, Burgondofara, la recibió con alegría, como a un gracioso y delicado regalo, pues era pariente suya. La quemaba un tal ardor, que siempre la gracia del Espíritu Santo parecía inflamarla.
Estaba aún en su casa paterna cuando, por consejo del Espíritu Santo, decidió dedicarse al culto de la Religión, y rogó a su padre y a su madre que erigiesen un oratorio donde pudiese ser la sierva de su Creador.
Los padres la juzgaron erradamente: los dos eran nobles de raza franca y no les importaba aún la vida que lleva al Reino de los Cielos. Por el contrario, deseaban saborear las honras del siglo, y por eso querían de la hija una posteridad, antes que la prenda del cielo. No obstante, nada pudieron hacer para disuadir a la joven de lo que traía en su espíritu: cedieron a su deseo y le construyeron una capilla pequeñita.
Como la joven iba allí día y noche, la astucia del hábil enemigo se propuso tomarla como blanco. Y comenzó, por medio de su doncella, a causarle obstáculos, e impedirle que fuese al oratorio. La joven, viéndose atormentada, comenzó a buscar la clemencia del Creador, a fin de que aquella que le impedía orar y quería robarle la luz del alma fuese privada de la luz exterior.
La bondad divina no se hizo esperar. Muy pronto la mujer atacada por un mal de los ojos, se vio despojada de la luz necesaria, y el Árbitro clemente redobló el temor de los padres castigando al padre con fiebres, si bien que inflamado por la nobleza y por el ejemplo de la hija, ya aspiraba al temor divino. Pidió entonces a la hija que rogase al Señor por él y, si recuperaba la salud por su intercesión, seguiría su voluntad. A este pedido de fe respondió la salud por largo tiempo diferida; el fuego de la fiebre lo dejó y el padre recuperó la salud de otrora. La joven, entonces, pidió licencia para ir a la comunidad de Eboriacum.
Allí llevó vida religiosa por muchos años, cuando, un día, Burgondofara fue tomada de fiebres, llevando a creer que los lazos de su presente vida se cortarían.
Pon en orden tus sentimientos
Gibitruda, viendo a la madre del monasterio cerca de la última hora, entró angustiada en la basílica y pidió al Señor, con lágrimas, que se acordase de la antigua misericordia, a fin de que no dejase morir a la madre, pero que, a ella misma, recibiera en el cielo con las compañeras y allí no llamase a la madre sino para seguirlas.
Juicio final
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Después de las lágrimas, oyó una voz venida de lo alto que le dijo:
Ve, sierva de Cristo, lo que pediste obtuviste. Ella, de buena salud, puede ser unida a los bienaventurados después; pero tú serás primeramente desligada de las trabas de la carne.
En el mismo instante fue tomada por la fiebre y rindió su alma poco después. Ya los ángeles la habían tomado y la llevaban más allá del éter, y puesta ante el tribunal del eterno Juez, veía bandadas de vestiduras blancas –fue ella misma quien lo refirió después–, toda la milicia del cielo de pie delante de la gloria del eterno Juez.
Oyó una voz que partía del trono y decía:
-Vuelve, porque no estás enteramente desapegada del siglo. Está escrito: “da y te será dado”, y, además, se ve en la oración: “Perdonad nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. ¿Te acuerdas de los sentimientos de rencor para con tres de tus hermanas? No curaste la herida con el remedio de la indulgencia. ¡Corrige, pues, tus flaquezas, pon en orden tus sentimientos, que manchaste con el tedio y con la negligencia!
¡Oh maravilla! Volviendo y tomando la vida anterior, ella reveló con tristes gemidos la sentencia que recibió, y confesó las faltas. Llamó a las compañeras hacia las que reservaba sentimientos de cólera, y les pidió perdón, para no incurrir en la condenación eterna por ocultar una falta.
Nuevamente saludable, vivió seis meses más en el siglo. Después, presa de la fiebre, predijo el día de su muerte y anunció la hora en que dejaría el mundo.
Su muerte fue tan feliz que, en la celda, donde el cuerpo yacía inanimado, se creían sentir exhalaciones de bálsamos y perfumes. A nosotros, que allí estábamos en ese momento, nos pareció un gran milagro.
En el trigésimo día, al celebrarle una Misa, según la costumbre de la Iglesia, un tal perfume llenó la nave que se diría haber allí todos los efluvios de las esencias y de los aromas. A justo título, el Creador hacía brillar, por sus dones, las almas que aquí le fueron dedicadas, y que, por su amor, nada del siglo quisieron amar”.
El milagro es un premio de la fe…
La ficha puede parecer tan extraordinaria, por los milagros en ella narrados, que tal vez despierte en alguno un sentimiento de desconfianza. ¿No se tratará de una leyenda que habría sido incorporada a la historia? ¿Será que realmente hechos tan extraordinarios se dieron? Tanto más que, si nosotros acompañamos la vida de los santos más recientes, no notamos milagros de ese orden. Y si no los hay, ¿por qué los habría en aquel tiempo? Y en este caso, ¿no estaríamos en nuestro derecho de dudar de acontecimientos de esa naturaleza?
A mi ver, esa sería una duda sin sentido, porque dos datos son indiscutibles y deben atraer nuestra atención.
El primero es: en las épocas de mucha fe, Dios Nuestro Señor realiza milagros más grandiosos que en tiempos de poca fe. Se diría que esto es una paradoja, pues donde hay poca fe Él debería hacer milagros portentosos, y donde ya existe mucha fe, no habría necesidad de tales milagros.
Pero la verdad es precisamente lo contrario. El milagro es un premio de la fe. Y quien pide con mucha fe puede obtener favores tan contrarios al orden normal, que constituyan milagros. Exactamente, por causa de eso, en las épocas de mucha fe los milagros excepcionales son más numerosos.
En la época en que el espíritu de duda penetra en las almas, y ellas comienzan, a priori, a negar la posibilidad del milagro o a exigir pruebas mucho más amplias y meticulosas de lo que sería necesario para reconocer la existencia del milagro; cuando las almas no tienen apetencia de lo extra-terreno, de lo sobrenatural, de lo divino, y, a fortiori, de lo metafísico y de lo sublime, la gracia se retrae y la acción de Dios se va tornando más escasa, rara y difícil de obtener. Es un castigo para aquellos que no quisieron creer.
Ahora bien, en el siglo VII estábamos en una época de fe, la Iglesia vivía los primeros siglos de reconstrucción de la sociedad medieval que daría en la Cristiandad. En ese tiempo era natural que los milagros fuesen estupendos. Aquellas personas pedían y obtenían cosas que realmente los maravillaban, pero no las robustecían tanto en la fe, pues ya poseían esa fe vigorosa que fuera la causa de ese pedido.
En el Santuario de Aparecida del Norte hay un recinto llamado “sala de los milagros”, donde las personas depositan objetos en gratitud o cumplimiento de promesas por gracias recibidas, en muchas de las cuales, si debidamente estudiadas, se podría reconocer el carácter de milagro. Viendo la fe con la que aquel pueblo va a rezar allí, se comprende que sus oraciones sean atendidas. Supongamos que aquella fe decayera mucho. ¿El número de gracias no disminuiría también? Sin duda. Porque la oración hecha con poca fe es poco atendida.
…Fruto de la predicación de la Santa Iglesia Católica
Alguien dirá: “¡Pero entonces no hay salida para un pueblo que cae en el despeñadero de la falta de fe! Es un círculo vicioso: él se enmendaría si supiese de milagros; por otro lado, él no conoce los milagros, pues éstos no vienen a un pueblo débil en la fe. Entonces él está perdido, amarrado en su propia incredulidad y condenado”.
Esto no es verdad. La causa ordinaria y común de la fe no es el milagro, sino la predicación de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Es la propia existencia de la Iglesia, la apetencia que el espíritu humano –tocado por la gracia– tiene de conocer las verdades que la Esposa de Cristo enseña y de amarlas como ellas son. ¡He ahí la causa determinante de la fe! El milagro es una causa excepcional de la fe. El gran favor de Dios no es que alguien haya creído por causa de un milagro, sino el creer aun sin verlos.
Esto lo testifica el famoso episodio de Santo Tomás Apóstol que, al serle anunciada la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, dudó. Cuando se le apareció el Resucitado, él creyó. Entonces, el Divino Maestro exigió que pusiese la mano en su sagrado Costado para que tocando constatara ser Él mismo. Y después hizo este comentario: “Porque me has visto Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron”. (Jn. 20, 29).
Se podría objetar: “Pero, Dr. Plinio, entonces usted reduce mucho el papel del milagro, el cual deja de ser una gracia tan grande.
No. En relación a los flacos en la fe, el milagro es una gracia por la cual Dios fuerza, por así decir, el alma de algunos especialmente favorecidos y que no quisieron creer. Para éstos, el milagro es un gran bien, una dádiva extraordinaria; sin embargo, más felices habrían sido si hubiesen creído sin el milagro.
Para los que tienen fe, el milagro es de mucho valor como una prueba del amor de Nuestro Señor, que rompe su propio procedimiento normal para atender la súplica de alguien consagrado a Él, como esa religiosa, y que le pide un favor.
Así, vemos cómo Santa Gibitruda, siendo consagrada a Nuestro Señor, pidió y obtuvo gracias espléndidas, entre las cuales, la de que quedara ciega aquella mujer que obstaculizaba su vocación.
Existen situaciones en las que se puede pedir la desgracia de los otros
Algunos tal vez podrán quedar sorprendidos: “¿Cómo es posible que alguien pida que otro quede ciego? Se comprende que se implore para que una persona recupere la vista, pero, que quede ciega…”
Hay casos en los que una oración así puede ser perfectamente legítima y justa. La santa tuvo, probablemente por imponderables, el conocimiento de una determinada situación moral, o recibió una comunicación interior, por lo que ella vio que aquella mujer sería absolutamente refractaria a cualquier gracia. Absolutamente hablando, Dios podría darle gracias tan grandes que acabase por convertirse. Quizás aquella mujer tuviese el alma tan endurecida y mereciese tales castigos que Él no quiso concederle esas gracias.
Así, a la joven le quedaba sólo la siguiente alternativa: quedar gravemente amenazada de perder su vocación, o pedir que la otra quedara ciega. Además, para su perseguidora era mucho mejor quedar ciega en esta tierra y no causar la perdición de un alma, que conservar la vista y comprometer una vocación. Pero, sobre todo, era mucho mejor para la gloria de Dios que aquella joven se hiciese santa, y que la ciega aguantara después, con virtud, su ceguera.
Hay situaciones, por tanto, en las cuales se puede pedir el mal de los otros, pero no en cualquier coyuntura o circunstancia. ¿Basta entonces que una persona me incomode, me moleste o perjudique mi salvación, para yo tener el derecho de rogar que ella quede ciega? No es así. Hay todo un conjunto de circunstancias que deben ser consideradas. Con todo, existen casos en los que se puede pedir la muerte, la enfermedad, la desgracia de los otros para que ellos no perjudiquen la ejecución de un designio de la Providencia. Si en los secretos designios de Dios no hubiera otro medio de apartar aquel obstáculo sino el castigo de aquella persona, pedir que ella sea castigada es una cosa que se puede hacer perfectamente y con criterio.
Incredulidad de Santo Tomás – Museo Castellvecchio, Verona, Italia
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Para que esa petición sea bien hecha, son necesarias dos condiciones: que quien la pida, lo haga sin ningún apego personal. Luego, no es por rabia, irritación o comodidad, sino solo por el celo de su propia santificación. En segundo lugar, que en la hora de pedir –por las dudas– acentúe mucho: ¡Si ésta fuera la voluntad de Dios! Si no hubiera otro medio de remover del camino este obstáculo a mi santificación, entonces ruego que esto se realice. En estas condiciones, es perfectamente legítimo pedir.
Severidad y misericordia no se excluyen, sino que se completan
Vemos la prueba de esto en el lance final de la vida de Santa Gibitruda. Ella ofreció su vida por la superiora y, al morir, tuvo incluso una visión espléndida en la cual contemplaba el revuelo de los ángeles con sus hábitos. Naturalmente, es un símbolo, pues siendo puros espíritus loa ángeles no usan hábito. Llevada al juicio divino, recibió la comunicación de que había tres Hermanas a quienes ella tenía rencor o irritación, y ella no podía estar en la presencia de Dios con ese defecto.
Vemos en esto una mezcla de sublime bondad y condescendencia del Creador, y su sublime intransigencia. Dios es tan sublimemente intransigente, que una hermana por quien hizo un milagro tan excelso, no quería, sin embargo, soportarla en su presencia, mientras ella tuviese aquellos defectos.
Pero es tan sublimemente misericordioso que practicó este milagro: llevó a la hermana a su presencia y denunció el pecado que ella, ciertamente por propia culpa, no veía. La mandó de regreso a la tierra para pedir perdón por el pecado y expiar. Habiendo ella expiado e implorado perdón, entonces la llevó al cielo. Noten qué misericordia extraordinaria de Él con ella, al lado de una profunda severidad. Y cómo la severidad y la misericordia, lejos de excluirse, se complementan.
Vemos esto en la propia alma de la Santa. Si Nuestro Señor hizo por ella todo cuanto realizó, es obvio que es una gran santa. Sin embargo, tales son las contradicciones que caben en la pobre alma de una criatura humana, que ésta puede ser elevada en virtudes bajo muchos puntos de vista y, por tanto, atraer de hecho el amor de Dios, pero tener algunos defectos de los cuales ella necesita ser purificada y que la Providencia no tolera.
Y es por este modo contradictorio de ser de las criaturas que brilla de una manera especial la yuxtaposición de la justicia y de la misericordia de Dios. Justo en relación a un defecto, misericordioso para con el propio defecto en atención a las altas cualidades, y escogiendo un modo magnífico para curar a la religiosa de una falta que no era un pecado mortal, pues si lo fuese el Creador no haría eso. No llevaría a esa alma en estado de pecado mortal ante su propia presencia y a ver a los ángeles. Evidentemente, eran faltas veniales. Pero, en aquella alma, sobre todo, Dios no quería tolerar esas faltas. Él podría dar gracias comunes para que ella se arrepintiese y fuese al cielo sin ese milagro. Pero quiso hacerlo para probar, por esta historia, cuánto ama excepcionalmente a las almas que lo aman excepcionalmente. Y no podía haber para ella un castigo más glorioso que aquél que ella recibió. Podría llamarse “la Santa del glorioso castigo”.
¡Qué gloria en ese castigo! ¡Qué estupendo ser amada de tal manera que, para recibir esa reprensión, es sacada de la vida, puesta en la presencia de Dios, su alma es nuevamente reintegrada a su cuerpo y le es restituida la vida, habiendo recibido del propio Dios la lección que necesitaba recibir!
Él podría haber mandado a un ángel para hacer eso, pero fue Él mismo quien lo realizó. ¿Puede haber mayor gloria y mayor prueba de amor? Sin embargo, era un castigo.
Mirada luminosa para percibir nuestros propios defectos
Alguien podría preguntar: “¿Pero, por qué Dios hizo eso así? ¿Fue sólo por esa santa?”
Si fuese sólo por ella ya estaría perfectamente bien hecho. Eso se dio en el siglo VII. Nosotros estamos en el siglo XX, que ya va caminando hacia su fin. ¡Cuántos siglos después, en tierras que nadie imaginaba en aquel tiempo que existiesen, se está comentando esta ficha y la ocurrencia de esos hechos! Y nosotros aún nos extasiamos con la maravilla obrada por Dios, con ese conjunto complejo de aspectos tan variados, de los que estoy dando noticia.
O sea, esto fue hecho para que quedara brillando en la historia de la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Cuando acabe el mundo y llegue el Juicio Final, es posible que alguno de aquellos sobre los cuales mis ojos están cayendo en este momento, encuentre una santa que le esté sonriendo de modo particular. Y la santa use como insignia una varita más luminosa que muchos soles, y hecha de una materia más preciosa que el oro. Y entonces se aproxime a esa persona y le diga: “¿Saben quién soy? Yo soy Gibitruda, la santa del glorioso castigo. Recé por ti aquella noche que supiste mi castigo y mi gloria. Y ahora te encuentras cerca de mí y estamos todos salvados. Miremos hacia Nuestra Señora y glorifiquémosla, y, por medio de Ella a Nuestro Señor Jesucristo”. Y nosotros entonces, extasiados con la gloria de Santa Gibitruda, nos acordaremos de esta pobre conferencia, y le daremos gloria a ella, sintiéndonos asociados a su santa alma.
¡Cómo es bueno, por tanto, cerrar esta reunión diciendo: “Santa Gibitruda, rogad por nosotros! Dadnos la gracia de que no nos suceda lo que os iba pasando; o sea, tener algunos defectos que por nuestra culpa no vemos. Si no merecemos un castigo tan glorioso como el vuestro, es verdad también que nosotros tuvimos, al menos, una ayuda luminosa que fue la vuestra. Teníamos defectos ocultos, pero por vuestro ejemplo, siglos después, los percibimos conociendo vuestra biografía. Y fue una invitación para que, en la noche del 26 de octubre de 1976, pediros: Santa Gibitruda, haced luminosa nuestra mirada en el examen de conciencia, de manera a percibir todo lo que está oculto, y nuestras almas comparezcan delante de Nuestra Señora, límpidas como fue la vuestra, en la segunda vez en que delante de Dios aparecisteis. ¡Santa Gibitruda, rogad por nosotros!”
(Extraído de conferencia de 26/10/1976
1) ROHRBACHER, René François, Vidas dos Santos, São Paulo: Editora das Américas, 1959. Vol. XIX, El Dr. Plinio, a finales de la década del 70 p. 42-45.