Santa Hildegarda de Bingen, un “milagro continuo”

Publicado el 09/18/2020

Como una dádiva del propio Dios, todas las épocas históricas vieron surgir almas suscitadas por la Providencia, llamadas a una unión especial con el Creador y a la misión de indicar los rumbos para la humanidad. Es lo que el Dr. Plinio nos hace comprender al analizar la vida de Santa Hildegarda, mística y religiosa benedictina del siglo XII, contemporánea de San Bernardo de Claraval.

Plinio Corrêa de Oliveira

Algunos datos biográficos sobre Santa Hildegarda de Bingen me impresionaron, no solo por exteriorizar la belleza de una vida consagrada a la virtud, así como también por las enseñanzas doctrinarias que enseñan.

Veremos que Santa Hildegarda, cuya existencia transcurrió en el siglo XII, se convirtió en una especie de milagro continuo y palpable. Todo en ella nos causa admiración, habiendo sido incumbida, de modo particular, de transmitir una profecía concerniente a cierta manifestación de la Revolución que comenzaba, y de otros aspectos de esta hasta el fin de los siglos. No estaría fuera de propósito afirmar que dichas revelaciones constituyen incluso una elevada prueba de los que escribimos en nuestro ensayo “Revolución y Contra-Revolución”.

Simplicidad ante las visiones sobrenaturales

Las notas biográficas referidas son extraídas de la famosa obra del P. Rohrbacher, “Vida de los Santos”:

Santa Hildegarda nació en el Condado de Spannheim, diócesis de Mainz, en 1098, de padres nobles y virtuosos. A la edad de 8 años, fue llevada al monasterio de Duesenberg, o del monte San Disibodo, y colocada bajo la dirección de la bienaventurada Jutta, o Judith, hermana del Conde de Spannheim.

Ella tuvo, por lo tanto, una bienaventurada que la formó, desde los 8 años de edad.

Hoy, muchos se oponen a la existencia de seminarios para menores y también al hecho de admitir niños, aunque sin votos, en las órdenes religiosas. Santa Hildegarda, no obstante, floreció maravillosamente junto a las benedictinas, institución en la cual ingresó en tan tierna edad.

De los 8 a los 15 años, tuve muchas visiones sobrenaturales, hablando de ellas con simplicidad a las compañeras, que quedaban maravilladas, así como todos los que tenían conocimiento de eso.

Segura de que las otras personas eran favorecidas con las mismas visiones, las comentaba con naturalidad y simplicidad, lo que ya es una prueba de la autenticidad de esos fenómenos místicos.

Indagaban cuál podría ser el origen de tales visiones.

La propia Hildegarda observó, con sorpresa, que, mientras veía interiormente su alma, al mismo tiempo veía cosas exteriores con los ojos del cuerpo, como de costumbre, lo que jamás había oído decir que le hubiese sucedido a alguien.

O sea, ella se encontraba por ejemplo en una sala, conversando con algunos conocidos y, mientras hablaba con ellos, tenía visiones extraordinarias. Era, por lo tanto, una gran mística.

Desde entonces, atemorizada, no osó conversar con nadie más sobre su luz interior. Con todo, muchas veces en sus conversaciones se refería a cosas que aún estaban por suceder y que parecían extrañas a los oídos de los circunstantes (…) Este estado de intuición sobrenatural perduró durante toda su vida.

Ella preveía el futuro, y los hechos posteriores confirmaban sus vaticinios.

Escribe las revelaciones y es curada milagrosamente

Tenía 40 años cuando oyó una voz del cielo ordenarle que escribiese todo cuanto viese. Se resistió durante mucho tiempo, no por obstinación, sino por humildad y desconfianza. A los 42 años y 6 meses, vio el cielo abrirse y una llama muy luminosa le penetró la cabeza, el corazón y todo su pecho, sin quemarla, sino calentándola suavemente.

Se trata, evidentemente, de una manifestación del Espíritu Santo.

En ese momento, ella recibió el don de comprender los Salmos, los Evangelios y los otros libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, de tal forma que podía elucidar el sentido de las palabras, aunque no consiguiese explicarlas gramaticalmente, pues no conocía el latín ni la gramática.

Se sabe que, en aquel tiempo, la Biblia era casi siempre divulgada en latín. Aunque no entendiese el significado de las palabras, Santa Hildegarda conseguía explicar el contenido de los textos sagrados. Hecho que constituye un milagro de los más marcados, y también continuo, palpable. Era un fenómeno manifestado exteriormente, y cualquier persona podía constatarlo.

Como perseveraba en negarse a escribir, más por temor que por desobediencia, cayó enferma. Finalmente, confió su preocupación a una religiosa, su directora y, por medio de ella, al prior de la congregación. Después de aconsejarse con los miembros más sabios de la comunidad e interrogar a Hildegarda, el prior le ordenó que escribiese, lo cual ella hizo por primera vez. Inmediatamente se vio curada y se levantó de la cama.

Es, por lo tanto, otro hecho extraordinario.

Aprobación y elogios del Papa Eugenio III

Pasamos, ahora, de la historia de ella a las revelaciones que escribió. Estas eran garantizadas por milagros, de los cuales el más reciente había sido el restablecimiento de su salud. De aquí en adelante, veremos que las revelaciones tendrán vida propia, diferente de la existencia de ella. Y esa historia es realmente admirable.

Tal cura le pareció tan milagrosa al prior, que este fue a Mainz a relatar lo que sabía al Arzobispo y a las más altas figuras del clero, mostrándoles los escritos de Hildegarda.

Eso dio motivo para que el Arzobispo consultase al Papa.

Deseando Eugenio III estar al par de aquel prodigio, envió al monasterio de Hildegarda al Obispo de Verdun, Alberon. Hildegarda respondió con mucha simplicidad a las preguntas que le fueron hechas. Habiendo el Obispo presentado su relato al Papa, este mandó que le trajesen los escritos de Hildegarda y, tomándolos en las manos, los leyó en voz alta…

Se percibe que el relato fue favorable y por eso el Pontífice juzgó oportuno tomar conocimiento directo de los escritos. Enseguida se da, una escena que merecía ser representada en una miniatura o pintada sobre esmalte:

Los leyó en voz alta en presencia del Arzobispo de Mainz, de los cardenales y de todo el clero.

Se puede imaginar una sala de la Edad Media, con aquellos tronos y asientos hechos de mampostería, pegados a las paredes, en los cuales se instalaban esos dignatarios eclesiásticos, todos erectos. En ese ambiente impregnado de elevación y seriedad, el Papa comienza entonces hacer la lectura de las revelaciones de Santa Hildegarda. Es una escena de un colorido y de un pintoresco especiales.

También contó todo lo que le había sido relatado por los emisarios por él enviados, y todos los asistentes dieron gracias a Dios.

Imaginen la belleza del episodio, los presentes exclamando: “¡Oh! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a nuestro Redentor! ¡Alabada sea María Santísima! ¡De hecho, todo es magnífico!”, etc. Un coro de alabanzas.

“¡Vigilancia!” – el consejo de San Bernardo

Y nada mejor: allá se encontraba San Bernardo. ¿Qué más añadir? En esa asamblea se yergue la voz vigorosa, sagrada y meliflua del gran Abad de Claraval. Es un hecho tan impresionante que hasta nos causa asombro. Estando él allí, todo se ilumina y se transfigura.

San Bernardo estaba presente y también dio testimonio de lo que sabía sobre la santa mujer, porque la había visitado cuando viajó a Frankfurt.

Como veremos más adelante, el Papa Eugenio III escribió una carta a Santa Hildegarda, debido a la buena impresión que San Bernardo había tenido de ella en la visita mencionada. ¿Qué contenía esa misiva? Se podría conjeturar que el Pontífice apenas le hizo elogios… Pero, como era orientado por San Bernardo, el Papa, además de felicitarla por la gracia recibida, la exhortó a permanecer fiel a ese don divino.

Es decir, delante de una gran santa se tiene primero un movimiento de admiración. Pero, después, de temor, considerando que esta Tierra es un valle de lágrimas y el riesgo del pecado no abandona a ningún hombre, excepto si está confirmado en gracia. De ahí las preguntas: “¿Esto durará? ¿Una maravilla de esas no puede caer?”

El insigne luchador que San Bernardo, él mismo un santo magnífico y modelo de la virtud de la vigilancia, comprendía los abismos que hay potencialmente – aunque de modo no consentido – en el alma de cualquier persona, hasta en las de los que alcanzaron un alto grado de santidad. De donde resulta su preocupación, y la del Papa, en dirigir esas palabras a Santa Hildegarda.

San Bernardo pidió, pues, al Papa, en lo cual fue secundado por todos los presentes, que divulgase tan grande gracia concedida por Dios a la Iglesia durante su pontificado, y la confirmase con su autoridad.

El Papa siguió el consejo y escribió a Hildegarda, recomendándole que conservase, por humildad, la gracia por ella recibida…

O sea, el Sumo Pontífice dice a Santa Hildegarda: “Mira, te está yendo muy bien, pero no te resbales. Después trataremos de otras cuestiones”. De esta forma fue objetivo y directo, como corresponde al orden real de las cosas en esta tierra de exilio.

…y relatase con prudencia todo cuanto le fuese revelado por medio del Espíritu Santo.

En otros términos: “Cuente las revelaciones que recibió, pero tenga miedo de tanta grandeza, porque ella puede precipitarla en el infierno”.

Previendo el inicio y los desdoblamientos de la Revolución

La santa relató al Papa Eugenio, en una carta bastante larga, todo cuanto había oído de la voz celestial, con relación al pontífice. Anunciaba una época difícil, cuyas primeras señales ya se manifestaban.

Como se verá, esa época difícil que ella preveía y cuyas primeras señales ya se manifestaban, era el inicio de la Revolución.

“Los valles se quejan de las montañas, las montañas caen sobre los valles…”

Los valles son la parte inferior de la sociedad.

“…porque los súbditos no sienten más temor de Dios. Están un tanto impacientes por subir como a la cumbre de las montañas para incriminar a los prelados, en vez de acusar sus propios pecados.”

Se debe notar que el término “prelado”, en el lenguaje medieval, se refiere a los primeros, no solo en el orden eclesiástico, sino también en el temporal. Santo Tomás de Aquino habla más de una vez de prelados espirituales y temporales, como siendo los principales de la Iglesia y del Estado. Entonces, los inferiores tenían envidia de los que ocupaban la posición más alta, y acusaban los pecados de estos, sin corregirse de sus propias faltas. Cuando la persona no se enmienda, se le hace fácil decir que el otro es un sinvergüenza, mientras que ella misma es tan solo una “sinvergüenzota”…

“Los valles dicen: ´Soy más adecuado que ellos para superior´. Denigren, por envidia, todo lo que los superiores hacen.”

Conviene aquí recordar lo que afirmamos en “Revolución y Contra-Revolución”, con respecto al orgullo, aplicable igualmente al vicio de la envidia: el orgulloso odia a su superior, y puede llegar al odio a la superioridad en cuanto tal. Para él, el bien es la igualdad completa.

“Se asemejan los valles a un insensato que, en vez de limpiar sus ropas sucias, nada más hace sino observar de qué color es el traje del prójimo.”

Es decir, el envidioso proclama, por ejemplo, que el conde o el canónigo son malos, pero su alma está en pecado mortal. ¿De qué sirve esa censura al defecto ajeno?

“Las propias montañas, es decir, los prelados…”

Por lo tanto, los nobles, los clérigos y, en rigor, también la alta burguesía.

“…en lugar de elevarse continuamente a las comunicaciones íntimas con Dios, a fin de transformarse cada vez más en la luz del mundo, se descuidan y se oscurecen.”

En ese pasaje aparece una noción linda sobre el papel de la nobleza y del clero: tener comunicaciones continuas con Dios para iluminarse cada vez más con el esplendor divino, para efecto, ya sea espiritual, ya sea temporal. De esa forma, serán como la luz puesta en lo alto de la montaña, para iluminar el mundo entero. Como ellos no siguieron ese llamado, sino que se relajaron en el trato con Dios, se fueron oscureciendo. No esparcieron más la luz que deberían esparcir, causando así la sombra y la perturbación que reinaba en los órdenes inferiores.

Entonces, sectores de la plebe no prestaban, pero el punto de partida de esa decadencia fue la actitud de miembros de la nobleza y del clero que se dejaron tomar por la tibieza. En un justo y majestuoso castigo, las partes más bajas de la sociedad, llenas de envidia, embisten para derrumbar a aquellos superiores.

¡Cómo esa disposición de las cosas nos parece lógica, grandiosa, y cómo demuestra toda la economía de la Providencia a través de la Historia!

Por otro lado, así vamos comprendiendo quién era Santa Hildegarda, objeto de esas visiones y profecías.

Avisos para el propio Papa

Ella continúa, dirigiéndose al Pontífice:

“Y porque Vos, gran Pastor y Vicario de Cristo, debéis buscar la luz para las montañas y contener los valles…”

Nótese la tarea curiosa del Papa. En cuanto a las montañas, buscar la luz; con relación a los valles, contener. Decir a los rebelados que deben obedecer, y a las autoridades que tienen que volverse hacia la luz.

“Dad preceptos a los señores y disciplina a los súbditos. El soberano Juez os recomienda que condenéis y apartéis de vuestro lado a los tiranos importunos e impíos, por el temor de que, para vuestra confusión, ellos se inmiscuyan en vuestra sociedad.”

Probablemente, el Papa podía así acabar favoreciendo a algunas personas que tiranizaban al pueblo. Ahora bien, él había sido monje cisterciense, como San Bernardo, y este entonces le escribió la obra De Consideratione, en la cual trazaba el perfil de virtud que un auténtico Sucesor de Pedro debía tener. Eugenio III siguió los consejos del santo, llevando una vida tan ejemplar que la Iglesia lo proclamó bienaventurado.

“Sed compasivo para con las desgracias públicas y particulares, pues Dios no desdeña las llagas y los dolores de aquellos que lo temen.”

La santa, [que se había convertido en] abadesa, hacía predicciones y daba apropiados consejos a los obispos y a los barones, que de toda parte le escribían y la consultaban. Ella fue entre las mujeres lo que San Bernardo había sido entre los hombres. Tuvo innumerables revelaciones sobre las obras de Dios desde la creación del mundo hasta la derrota del Anticristo.

Murió el 17 de septiembre de 1179, en la noche de domingo para el lunes, con la edad de 80 años. La Iglesia festeja a la santa el día de su muerte.

Por esos breves trazos biográficos nos es dado ver, por lo tanto, que Santa Hildegarda, nimbada de milagros continuos e indiscutibles, fue también una figura profética, habiendo apuntado el comienzo, la esencia y los desdoblamientos de la Revolución a lo largo de los siglos. Y como todos los héroes de la fe elevados a la honra de los altares, es digna de nuestra admiración y devoción.

Tomado de Revista Dr. Plinio, No. 78, septiembre de 2004, pp. 26-30, Editora Retornarei Ltda., São Paulo.

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