Sumisa a los designios de la Providencia, dejó a sus hijas el legado de la docilidad incondicional a los designios divinos e hizo brillar en los cielos de la Iglesia la estrella de la acción, unida a la contemplación, en las órdenes religiosas femeninas.
El día de San Sebastián, encontrándome en los Mártires, me sentí instada por el deseo de darme a Dios para hacer en toda mi vida su santísima voluntad”,1 declaró San Luisa de Marillac.
Esta madre de un gran número de hijas espirituales les legó la herencia de la docilidad incondicional a la voluntad del Padre, para seguir los pasos de Cristo, en la dedicación de toda su existencia, a recorrer ciudades y pueblos haciendo el bien a los cuerpos y a las almas de los más necesitados: “Las personas de la Caridad tienen la felicidad de tener esa relación con nuestro Señor, de estar como Él, ora en un lugar, ora en otro, para la asistencia del prójimo”.2
Por obra de la gracia, se formó entre ella y San Vicente un vínculo de alma indisoluble “San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac” – Iglesia de San Carlos al Corso, Venecia (Italia)
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Así fue esta santa cofundadora, con San Vicente de Paúl, del Instituto de las Hijas de la Caridad, que desde el siglo XVII actúa como un brazo benéfico de la Iglesia, socorriendo a pobres, enfermos y niños, y entró en el siglo XXI con más de 24.500 hermanas, extendidas en cerca de noventa países.3
Muy pronto conoció la voluntad de Dios
Luisa nació en París el 12 de agosto de 1591, en el seno de una buena estirpe francesa. Su familia, de noble linaje, era profundamente cristiana. El nombre Marillac está vinculado, en Francia, a prelados, abades, sacerdotes, abadesas y religiosas.
Tenía pocos días de vida cuando falleció su madre. A los 15 años, su padre — Luis de Marillac, señor de Ferrière y de Villiers— también murió. Entonces comenzaría una serie de pruebas y sufrimientos mediante los cuales la Providencia quiso aproximar a la joven hacia sí: “Bien pronto me hizo Dios conocer su voluntad, que fuese hacia Él por la cruz. Desde mi nacimiento y en todo tiempo, casi nunca me dejó sin ocasión de sufrir".4
Sin embargo, recibió esmerada educación: aprendió Literatura, Filosofía y Latín. Estaba dotada de un notable sentido artístico y le gustaba pintar imágenes y cuadros. Es digno de mención uno que pintó, ya de adulta, y que en la actualidad está guardado como reliquia en la casa madre de las Hijas de la Caridad: “Nuestro Señor Jesucristo de pie, de tamaño casi natural, con el corazón radiante sobre el pecho, extendiendo sus manos traspasadas, […] y con una expresión de bondad”.5 Causa admiración saber que el divino modelo se apareció exactamente así a Santa Margarita María Alacoque, cerca de 50 años más tarde…
Es la representación de aquel a quien adoraba en el corazón y a donde convergían todas las operaciones de su alma: “Habiendo leído el Evangelio del buen sembrador, y no reconociendo en mí ninguna tierra buena, deseé sembrar en el Corazón de Jesús todas las producciones de mi alma y las acciones de mi cuerpo, para que, teniendo el crecimiento de sus méritos, no obre yo más sino por Él y en Él".6
La pérdida de su padre le enseñó la fragilidad de las cosas de este mundo. Su tío Miguel de Marillac —consejero del Parlamento Real, católico fervoroso y benemérito de varias congregaciones religiosas— la acogió, pero ella quiso ingresar enseguida en un convento de capuchinas. Sin embargo, a causa de su complexión débil y delicada salud, su confesor —fray Honorato de Champagny— la disuadió de esa idea. Éste discernía en ella otro camino: “Hija mía, yo creo que son otros los designios de Dios”.7
Una gracia mística le pronostica su futuro
Impedida de hacerse religiosa, en 1613 se casó con Antonio Le Gras, secretario de la reina María de Médicis,hombre piadoso y de conducta intachable. De esta unión nació un niño: Miguel, objeto de su amor extremoso.
Luisa vivía en la corte como esposa y madre ejemplar, mujer prudente, humilde, firme y abnegada. Nunca dejó de comulgar frecuentemente, poco habitual en aquellos tiempos influenciados por el jansenismo. Uno de sus directores fue Mons. Francisco de Sales, amigo íntimo de su tío Miguel. Tras el fallecimiento del santo obispo de Ginebra, recibió la sabia orientación del obispo de Belley, Mons. Juan Pedro Le Camus.
El año 1623 le trajo grandes probaciones. Por una parte, sentía su alma inundada por el intenso deseo de entregarse más al servicio de Dios y del prójimo. Por otra, no obstante, tal anhelo le parecía incompatible con sus obligaciones de esposa y madre. A esta perplejidad, otras inquietudes que le asediaban su espíritu: temía ser demasiado apegada a su director espiritual e incluso le asaltaban dudas de fe.
La festividad de Pentecostés vino a devolverle la paz de alma y desvelarle, finalmente, su futuro y su vocación. Así narra la gracia que recibió cuando asistía a Misa en la iglesia de San Nicolás de los Campos: “En un instante una voz interior me notificó que […] llegaría un tiempo en que me encontraría en estado de hacer voto de pobreza, castidad y obediencia en compañía de personas que harían otro tanto. Comprendí entonces que me encontraría en un lugar donde podría socorrer al prójimo; mas no entendía cómo ello pudiera realizarse, porque veía allí gentes que entraban y salían. En cuanto al director, se me dijo que quedara tranquila y que Dios me daría uno”.8 Sintió en ese momento la certeza de que quien le mostraba eso era Dios mismo y, por tanto, no había motivo para dudar.
Era una visión previa del instituto de vida activa que iba a fundar, constituido por “personas que entraban y salían”, importante novedad para aquella época, como veremos más adelante.
Su encuentro con San Vicente de Paúl
El obispo Le Camus, por un designio de la Providencia, no pudo ir a París ese invierno y encaminó a su dirigida a un sacerdote amigo: Vicente de Paúl.
Éste había fundado la Congregación de la Misión, de sacerdotes dedicados a la evangelización de la pobre y necesitada gente del campo. Al P. Vicente no le gustaba dirigir a señoras de la nobleza, aunque hacía algunas excepciones. Por eso —a petición de otro gran amigo suyo, Francisco de Sales, fundador de la Orden de la Visitación—, aceptó el encargo de orientar a las visitandinas de París, cuya superiora era otra alma virtuosa: Juana de Chantal. El santo obispo declaró que le había confiado la dirección de sus hijas espirituales porque no conocía otro sacerdote más digno. A partir del primer encuentro ya no se puede hablar de Santa Luisa de Marillac sin referirse a San Vicente de Paúl.
El señor Le Gras, después de mucho sufrimiento, falleció cristianamente —en los brazos de su esposa— el 21 de diciembre de 1625. La joven mujer, viuda a los 34 años, ahora podía consagrarse por completo al servicio de Dios y del prójimo. Abandonó la vida de sociedad y se puso en las sabias manos de San Vicente de Paúl.
Durante los primeros cuatro años que pasó bajo la orientación de este santo sacerdote procuró adiestrar su temperamento para las osadas empresas que le aguardaban, según un triple principio: “Amar a Dios con la fuerza de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente, ver en el prójimo a Jesucristo, amando y sirviendo a nuestro Señor en cada uno y a cada uno en nuestro Señor, y no adelantarse a la divina Providencia, esperando con sosiego su voz de mando”.9
Unión respetuosa y profunda entre dos santos
Por obra de la gracia, se formó entre ella y San Vicente un vínculo de alma indisoluble. Siempre afables y vigilantes, los dos se intercambiaron visitas y cartas, hasta la ancianidad, legando a la Historia un perfume de verdadera amistad cimentada en el amor de Dios. La correspondencia entre ambos muestra el mutuo afecto y respeto con que se trataban. Ella, humilde y con veneración filial; él, sencillo, afectuoso, sobre todo religioso y grave, dejando entrever en cada paso “su alma de sacerdote, su corazón de padre y su celo de santo”.10
Una de las preocupaciones de Luisa era su hijo. Su cariño excedía los límites del amor materno y dejaba aparecer cierto apego humano. El joven Miguel, tras la muerte de su padre, había quedado privado también de la convivencia materna y no se amoldó enteramente a la vida en el seminario donde fue internado para terminar su educación. Además de esto, algunos problemas en la política francesa comprometieron a la familia Marillac, por su influencia y presencia en la corte. Tales circunstancias afectaron el comportamiento del muchacho, causando bastante aprensión en su madre.
Con mano firme y paternal, San Vicente fue al auxilio de ambos. Amonestaba a la madre por los excesos de amor, que aceptaba las advertencias con entera docilidad. “¡Oh qué dicha el ser hijo de Dios! Pues este Señor ama a los suyos con afecto aún más tierno que el que usted tiene a su hijo, con ser este amor tan grande que apenas he visto cosa igual en ninguna otra madre”.11 Con relación a su hijo, supo comprenderlo, y lo acogió en su propia comunidad. Y como no tenía vocación sacerdotal, lo amparó hasta que contrajese matrimonio.
Surge una nueva concepción de vida religiosa
Para dar continuidad a su apostolado con los campesinos, en las localidades donde predicaba misiones, San Vicente de Paúl fundaba pequeñas asociaciones llamadas “las Caridades”, asistidas por señoras ricas de la región. Estas mujeres, conocidas como las “damas de la Caridad”, se dedicaban a dar continua asistencia a los necesitados, especialmente a los enfermos. Sin embargo, sin una conexión directa con su fundador, dichas asociaciones enseguida se vieron envueltas en problemas no pequeños: había abusos, disputas por la autoridad, desvío de fondos y ayuda, riñas personales, etcétera. Estaba faltando una persona que, con maña y firmeza, pudiera visitar cada una de esas “Caridades” para mantener el orden y la armonía.
Era la luz de la Providencia que iba trazando los surcos de la vocación de Luisa. Fue la visitadora de San Vicente de Paúl. Y con el toque femenino de la mujer fuerte de la Escritura (cf. Pr 31, 10-31), ordenaba y daba cuerpo a los frutos apostólicos de los incansables sacerdotes de la Misión.
Además de esto, había otra necesidad más apremiante que solucionar: las “damas de la Caridad” no estaban sujetas a los trabajos más penosos, como el cuidado directo y personal de los enfermos. Se hacía urgente reclutar a personas dedicadas y dispuestas a todo tipo de humillación, que fuesen “siervas de la Caridad”. San Vicente encontró esta disposición en muchas jóvenes que había conocido en sus andanzas y las encaminó a Luisa con el objeto de que fuesen formadas de acuerdo con su espíritu. Las jóvenes de esta pequeña comunidad naciente pronto pasaron a ser llamadas “hermanas de la Caridad”.
Surgía así una nueva congregación, la Compañía de las Hijas de la Caridad. El instinto materno de estas jóvenes religiosas se volcaría en los enfermos y menesterosos, por amor a Dios. Serían vírgenes y madres de los pobres y necesitados, primero en el campo, pero enseguida también en las ciudades, incluso en París. Atendían en los hospitales, buscaban a los enfermos en sus casas, recogían en orfanatos a los niños abandonados. No tardó mucho en ser solicitadas para llevar a cabo sus beneméritas actividades en situaciones de riesgo, como lugares devastados por sangrientos combates, donde socorrían a heridos y moribundos.
No obstante, aun dispuestas a cualquier sacrificio, tenían plena conciencia de que no eran religiosas según los moldes de su tiempo, es decir, no pertenecían a un instituto de monjas de clausura. San Vicente les dejaba bien claro ese punto: “Vosotras no sois religiosas”. Sin embargo, se empeñaba en confirmarlas en su singular vocación: “Os aseguro que no conozco religiosas más útiles a la Iglesia que las hermanas de la Caridad, en razón del servicio que prestan al prójimo”.12
El último contacto entre ellos fue un mensaje que él le envió: “Usted va delante, pronto la volveré a ver en el Cielo" Restos mortales de Santa Luisa de Marillac – Capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, París (Francia)
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Claro, no podían descuidar la contemplación, en el sentido de una vida de piedad vigorosa, fundamento de su apostolado: hacerlo todo por amor a Dios, viendo al Señor en cada pobre y enfermo, dentro de la obediencia a una regla bien definida. Pero la nueva institución une a este espíritu la vida activa, profunda innovación para la época: “Las hijas de la Caridad tendrán por monasterio un hospital, por celda un cuarto alquilado, por claustro las calles de la ciudad o las salas de las casas de salud, por clausura la obediencia, por rejas el temor de Dios, por velo la santa modestia”..13
Obediencia incondicional al fundador
Es imposible, en tan cortas líneas, narrar el inmenso bien que han hecho estos dos santos. Luchas, dificultades y pruebas no les faltaron, tanto materiales como espirituales; no obstante, las enfrentaban con valentía y lucidez, con la seguridad del cumplimiento de la voluntad del Padre.
Fiel a toda prueba, Santa Luisa de Marillac conducía el nuevo instituto en la obediencia incondicional a su fundador. Dada la unión entre sus almas, sabía que la voluntad de Dios estaba en la voluntad de él. Éste, a suvez, con intenso discernimiento, sabía distinguir las jóvenes que tenían verdadera vocación de las que no, y ayudaba a la santa en la formación de sus muchas hijas, cuyo número no hacía sino aumentar. Juntos elaboraron las reglas y dieron forma canónica a la congregación, la cual fue aprobada por el arzobispo de París en 1655, después de treinta años de arduo apostolado.
Movido por su celo paternal, y accediendo a los deseos de Santa Luisa, San Vicente se empeñaba en consolidar la obra recién nacida. Esto lo hacía, especialmente, mediante una serie de conferencias llenas de fuego y entusiasmo, en las que incentivaba a sus hijas espirituales en las vías de la santidad, de acuerdo con el carisma de la fundación: “Humillaos mucho, mis queridas hermanas, y trabajad para ser perfectas y haceros santas”,14 insistía.
Luisa fue una de las primeras en anotar y guardar cuidadosamente las palabras de su padre y fundador. Sus apuntes de conferencias y cartas acabaron por formar tres volúmenes con un total de 1500 páginas. Esta colección manuscrita, titulada Máximas y Avisos, se conserva en los archivos de la congregación. Todo este tesoro constituye el “más auténtico y puro depósito de la doctrina y del espíritu” 15 que debe animar a las Hijas de la Caridad de todos los tiempos.
"Usted va delante, pronto la volveré a ver en el Cielo"
Santa Luisa de Marillac preservó intacta su inocencia bautismal. El testimonio de San Vicente a este respecto es incuestionable: “¿Qué he visto en ella durante los treinta y ocho años que la conozco? Me vienen al recuerdo algunos mosquitos de imperfección, pero pecado grave, nunca. Nunca”. 16 Pues bien, a esta alma inocente le pidió Jesucristo un último sufrimiento: privarle de la convivencia con su venerable fundador. Cayó seriamente enferma y no podía visitarlo; y él, a su vez, ya con 85 años, tampoco se levantaba de la cama ni escribía. Un sacrificio más grande no se le podía pedir. El último contacto entre ellos fue un mensaje que el venerable sacerdote le envió: “Usted va delante, pronto la volveré a ver en el Cielo”.17
Tras haber recibido los sacramentos, entregó su alma a Dios el 15 de marzo de 1660, a los 68 años. De hecho, seis meses más tarde, San Vicente fue a reunirse con ella en la eternidad. Su cuerpo reposa en París, en la casa madre de la congregación, en la misma capilla donde la Santísima Virgen, sellando esta obra tan amada por su divino Hijo, se le apareció en 1830 a una de sus hijas —Santa Catalina Labouré— para derramar desde allí torrentes de gracias sobre el mundo entero, a través de la Medalla Milagrosa.
(Revista Heraldos del Evangelio, Marzo/2012, n. 123, pag. 32 a 35)