SANTA OLGA DE KIEV – Misteriosa estrella en el firmamento de la Iglesia

Publicado el 07/10/2019

La vida de Santa Olga se nos presenta velada por las brumas del misterio. Enigmática es también la historia de la nación cristianizada por ella. ¿Cuáles serán los designios de la Providencia sobre ese gran país y su tan admirable soberana?

 


 

Sublime, perfecta y admirable en todos sus aspectos, nuestra religión es rica en misterios. Basta pensar en las numerosas figuras enigmáticas del Apocalipsis o en el curioso pasaje del segundo Libro de los reyes en que Elías, arrebatado en un carro de fuego con caballos también de fuego, sube al cielo en un torbellino…

 

Santa Olga – Museo de Santa Sofía, Kiev

La santa cuya vida vamos a comentar está entre esos preciosos arcanos de la Iglesia. Posee un halo de santidad fuera de lo común, tanto por las circunstancias históricas como por los rasgos de su personalidad, lo que parece apuntar a una realidad superior vinculada a los planes de Dios y aún no desvelada a la entera comprensión de los hombres.

 

Nace el primer estado eslavo oriental

 

Remontémonos a mediados del siglo IX y fijemos la atención en una región lejana entre Asia y Europa, cuyas fronteras, si fueran trazadas en los mapas actuales, abarcarían las tierras que pertenecen a Rusia, a Ucrania y a Bielorrusia.

 

En torno al año 860 empezó a construirse allí una confederación de tribus eslavas bajo el gobierno de Riúrik, un jefe de exploradores escandinavos conocidos como varegos. Cuando murió, le sucedió su pariente Oleg, el cual, al extender los dominios de la incipiente nación, conquistaría la estratégica Kiev y en ella establecería la capital.1 Había nacido el primer estado eslavo oriental, que pasaría a la Historia con el nombre de la Rus de Kiev.

 

Años más tarde, habiendo fallecido Oleg, le cupo al príncipe Ígor, descendiente de Riúrik, asumir la soberanía. Se había casado en el 903 con una joven de origen varego llamada Olga, nombre propio ruso derivado del escandinavo Helga, cuya raíz nórdica antigua —heilagr— curiosamente significa sagrado o bendito, santo o bienaventurado.

 

Olga era pagana, al igual que su marido y su gente, y aún pasaría cierto tiempo hasta que la gracia operara en su alma la sorprendente transformación que llevaría al Patriarca de Constantinopla a saludarla con estas palabras: “Bendita eres entre las mujeres rusas, pues has amado la luz y rechazado las tinieblas. Los hijos de Rusia te bendecirán hasta la última generación”.2

 

Un corazón vengativo e inquieto

 

En el 945 Ígor fue asesinado de manera brutal por los drevlianos, un pueblo tributario de Kiev que se sublevó contra el excesivo cobro de impuestos. Este acontecimiento cambió por completo la vida de la Gran princesa, no sólo porque con ello recayó la regencia en sus manos, puesto que su hijo no tenía la edad suficiente para gobernar, sino también porque le provocó una violenta reacción de venganza contra los asesinos de su marido.

 

Sí, pues, aunque es verdad que poseía sabiduría y pulso suficiente para dirigir el principado incluso en una época en que las guerras eran lo habitual y los períodos de paz un mero accidente, había algo muy importante en ella que se le escapaba de su dominio, como le sucede, por cierto, a todo ser humano desprovisto de fuerzas sobrenaturales: no conseguía controlar los malos ímpetus de su propio corazón…

 

Las represalias eran algo corriente entre los pueblos aún no cristianizados y Olga no fue una excepción a la regla, pero no se valió del uso de la fuerza para logar sus objetivos, sino de la astucia.

 

Terrible revancha contra los drevlianos

 

Narran los relatos que la primera etapa de su desquite consistió en acoger en Kiev a algunos representantes de los drevlianos, los cuales habían ido a ella con la noticia de la ejecución de Ígor y la propuesta de que se casara con uno de sus príncipes. Olga mandó que les dijeran que deseaba honrarlos públicamente y que los convidaba a un banquete. No obstante, debían ser llevados hasta el lugar no a caballo ni a pie, sino sentados en una barca que los propios siervos de la princesa transportarían. Al día siguiente, engalanados con hermosos trajes y seguros de que sería fácil sellar el contrato de casamiento, los emisarios fueron conducidos hasta la corte dentro de la embarcación. Cuando llegaron, los arrojaron en un enorme agujero abierto en uno de los salones del palacio y los enterraron vivos.

 

En aquella época las noticias corrían lentamente. Por eso la viuda aún tuvo la posibilidad de convocar a otros drevlianos más alejados para que se reunieran en la capital, alegando que deberían hacerle una guardia de honor hasta su tierra, donde, aseguraba ella, tendría lugar el matrimonio. Al presentarse en Kiev les avisaron que había una casa de baños a su disposición, a fin de que se asearan antes de comparecer a la presencia de la soberana. Se trataba de otra emboscada: cuando los drevlianos entraron, los siervos de la princesa cerraron las puertas del edificio y le prendieron fuego.

 

Sin embargo, la venganza todavía no había terminado.

 

Olga se dirigió a la ciudad de los drevlianos con una pequeña escolta, anunciándoles que iba a visitar la tumba de su marido y rendirle un homenaje fúnebre, que incluía un banquete. En él les fue servida gran cantidad de hidromiel a los drevlianos y cuando éstos quedaron embriagados la princesa ordenó a sus sirvientes que acabaran con ellos. El festín se convirtió en un enorme funeral…

 

La conclusión de sus represalias tuvo lugar al año siguiente, en la ciudad de Kórosten, donde Ígor había perecido. Los drevlianos se habían refugiado allí huyendo de los ataques del ejército de Kiev, e incluso tras ser sitiados se negaron a someterse. La soberana les expidió entonces un mensaje en el que les anunciaba, en términos suaves, que no deseaba más que un tributo simbólico, que le bastaba tres palomas y tres pardales por casa. Satisfechos con la noticia, los drevlianos reunieron los pájaros y se los enviaron a la princesa, con sus saludos. No obstante, esa petición tenía un singular objetivo: Olga ordenó a sus soldados que les ataran en las patas trocitos de azufre envueltos en mechas de tela y que cuando anocheciera las encendieran y liberaran a las aves. Al volver a sus palomares, marquesinas y aleros que les servían de abrigo en las casas y posarse en sus nidos… la ciudad entera quedó en llamas.

 

Grande de espíritu, intrépida en la acción

 

La lectura de estos episodios nos llevaría a juzgar que Olga era una tirana y considerada como tal por sus súbditos. Muy distinto, sin embargo, es lo que se verifica en los registros históricos. Por ejemplo, esto es lo que comenta un autor al referirse al regreso de la soberana a la capital tras una incursión en tierras drevlianas: “Fue recibida por el pueblo, feliz de verla de nuevo, con tanta alegría como admiración. Se vio rodeada de una popularidad fundada en razones. […] En esa ocasión, pudo oír que era llamada, tanto por los hombres de guerra como por los amigos de la paz, la gloriosa gran princesa”.3

 

Durante los años que estuvo a la cabeza de la Rus de Kiev, Santa Olga reveló ser “grande de espíritu, fuerte de carácter, inteligente en el consejo, intrépida en la acción; uniendo a estas cualidades, que suscitarían envidia en los hombres de Estado, una elevada prudencia, no olvidándose de que en las acciones serias de un gobierno sabio hay tres períodos: la preparación, la ejecución y el resultado”.4

 

Este conjunto de conceptos tan singulares fue perfeccionándose conforme lo exigían las circunstancias y en la medida en que su aplicación era necesaria, de modo que, al avanzar en edad, Olga también sentía en su interior un vacío cada vez mayor. La agudeza de su discernimiento le evidenciaba la existencia de un mundo superior, más poderoso e influyente, al cual debía someterse, y ella intentaba hacerlo, pero… las figuras del panteón nórdico a las que se les daba culto en la Rus de Kiev ya no satisfacían los anhelos de su alma.

 

La mirada perspicaz de la princesa se volvía con creciente interés hacia las innovadoras prácticas religiosas de algunos de sus súbditos: los cristianos, que gozaban de libertad en el principado y poseían incluso una iglesia donde se reunían para las celebraciones.

 

Atraída por la fuerza del Evangelio

 

En el transcurso del siglo X la fe cristiana iba poco a poco penetrando en la Rus de Kiev gracias a los misioneros que venían de Bizancio y de los territorios eslavos vecinos otrora evangelizados por San Cirilo y San Metodio.5

 

No nos es difícil concebir, a partir de los datos históricos de los que disponemos, cómo la princesa Olga habrá reaccionado a los primeros susurros de la gracia. Fijemos unos instantes nuestra atención en la llanura helada de Kiev, donde se erguía el palacio de la soberana, y tratemos de imaginar la escena.

 

Fuera, el viento aullaba y la nieve caía rigurosamente. A solas en el gran salón de su residencia, la princesa reflexionaba, sentada en un trono de piedra. Su porte denotaba autoridad y seguridad, pero en su mirada trasparecía una violenta inquietud interior. Los hermosos rasgos de su fisonomía estaban algo desfigurados por la insatisfacción que le contraía los labios y la frente. Absorta, miraba hacia un punto indefinido de la chimenea, cuyo crepitar aminoraba de vez en cuando por el movimiento de los sirvientes en los pasillos y aposentos contiguos.

 

En determinado momento, le anunciaron la llegada del sacerdote a quien había convocado para entrevistarlo en privado. La princesa lo recibió con cortesía y empezó el interrogatorio. Primero quiso saber dónde vivía, con qué se ocupaba y cuáles eran sus posesiones. El sacerdote respondía a todo con serenidad y firmeza, dejando desconcertada a su inquiridora con ciertas afirmaciones, de las cuales destilaban los perfumes de la conducta cristiana: la abnegación a favor del prójimo, el desapego de los bienes del mundo, la integridad moral.

 

A fin de probar la sumisión de los adeptos de la nueva religión al poder del Estado, le preguntó:

 

—¿Qué harías si te expulsara de Kiev?

—Os obedecería, y me marcharía en busca de otro lugar donde hubiera hermanos míos, para proseguir allí mi misión de enseñar y santificar.

—¿Hermanos? ¿Quiénes son tus hermanos? —indagó extrañada.

—Son todos los hijos de Dios, es decir, todos los bautizados. Como sacerdote, estoy dispuesto a dar mi vida por la salvación eterna de un solo de ellos, si fuera necesario.

—¿Y cuando uno de ellos te ofende?

—retrucó la princesa, perpleja.

 

Ella suponía que el Evangelio se basaba en la famosa ley del talión, por la cual el desquite debía ser equivalente a la afrenta recibida; por eso no pudo contener una exclamación de asombro cuando el sacerdote le esclareció:

 

—Si la ofensa sólo es contra mi persona y no alcanza la honra de Dios, yo le perdono. Nuestro divino Salvador así lo preceptuó: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, orad por los que os maltratan y persiguen”. Quien ama únicamente a los que lo aman no hace nada de extraordinario, y debemos ser perfectos como Dios lo es.

 

Partió de Kiev en busca de la sabiduría

 

Aunque aquellas verdades contundieran su mentalidad, la princesa estaba ávida por saber más. Ya habían llegado a sus oídos noticias sobre la valentía de los bautizados, que por fidelidad a Cristo declaraban que preferían la muerte a ofrecer un sacrificio a los dioses. Admiraba esa fortaleza de espíritu, pero permanecía intrigada: ¿cómo era posible que hombres abnegados y tan llenos de dulzura, capaces de doblegarse para hacer el bien al prójimo y dispuestos a sufrir de todo sin murmurar, pudieran ser tan inflexibles en sus ideas, valerosos hasta el punto de vivir y proclamar abiertamente una doctrina opuesta a las costumbres reinantes, exponiéndose a la burla, al odio y a la persecución?

 

Sin duda, muchas fueron las ocasiones en las que entablaría conversaciones de la misma índole con ministros cristianos y a medida que las palabras iban penetrándole en sus oídos la gracia divina le trabajaba el corazón. Desde las más elementales verdades, como la inmortalidad del alma humana, hasta los más altos misterios de la fe desvelaban un vasto horizonte que atendía a sus anhelos de orden y grandeza, y serenaba su ánimo.

 

Trazando una bella analogía entre la princesa eslava y la reina de Saba, un autor antiguo escribe que ésta había dejado Etiopía para oír la sabiduría de un hombre, mientras que aquella, cierto día, partió de la Rus de Kiev en busca de la sabiduría divina.6 Esto sucedió en torno al año 955, cuando Olga se dirigió a Constantinopla para ser bautizada, abrazando públicamente el estilo de vida de los cristianos.

 

Aurora de la conversión del pueblo ruso

 

Todo lleva a creer que, en la capital del Imperio bizantino, Santa Olga visitó varias iglesias, entre ellas la de los Santos Apóstoles, donde pudo venerar los restos de San Andrés. Conforme reza la tradición, el hermano de Pedro estuvo en la región de Kiev y la bendijo, profetizando que allí se elevaría una ciudad en la cual Dios sería servido. ¡Qué intercambio de misteriosas confidencias interiores no debe haberse establecido entre el alma que llevaría el cristianismo a Rusia y el apóstol que había proclamado en aquellas tierras la Palabra divina por primera vez!

 

Dios le pediría el sacrificio de no ver realizados en vida

los santos anhelos que Él mismo había depositado en su alma

 

Monumentos dedicados a San Andrés, Santa Olga,

San Cirilo y San Metodio en el centro de Kiev

Al regresar a Kiev, Santa Olga intentó convertir a su hijo Sviatoslav a la verdadera fe, pero éste se resistía, alegando que el pueblo se burlaría de él si abrazara una creencia diferente de las costumbres generales de la nación. Se cuenta que, habiendo asumido ya el gobierno de la Rus, su madre frecuentemente trataba de convencerlo diciéndole: “Hijo mío, he conocido la sabiduría y esto me regocija. Si tu la conocieras, también te regocijarías”.7 Y como se obstinaba en su paganismo, ella le recordaba que al ser él la cabeza del pueblo no debería preocuparse con el respeto humano: “Si te bautizas, todos harán lo mismo”.8

 

Sin embargo, Dios le pediría el sacrificio de no ver realizados en vida los santos anhelos que Él mismo había depositado en su alma. La concreción del gran deseo que la consumía, de ver a la nación rusa en los brazos de la Santa Iglesia, les sería reservada a otros…

 

En el 969 Santa Olga atravesó el umbral de la eternidad, y había ordenado que a su muerte no debían promover los tradicionales honores funerarios paganos, pues quería que los últimos ritos sobre su cuerpo fueran los sacramentos y bendiciones de la Santa Iglesia.

 

“Rusia se convertirá”

 

La bruma del misterio que envuelve la vida de Santa Olga invita a que nos preguntemos respecto a su alta misión en el firmamento de la santidad de la Iglesia y a que nos interroguemos también en cuanto al papel reservado por la Providencia para la gran nación que en breve habría de florecer de su linaje: Rusia.

 

Sobre este inmenso país, gobernado por el comunismo durante décadas, la Santísima Virgen puso especial atención en las apariciones de Fátima, asociándolo estrechamente a la implantación de su reinado en la tierra. Después de anunciar guerras y persecuciones en las cuales varias naciones serían aniquiladas, Nuestra Señora prometió: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia, que se convertirá, y será concedido al mundo algún tiempo de paz”.9

 

Con base en estas palabras, también cuajadas de interrogantes y enigmas, nuestra pregunta toma forma más definida: ¿no tendrá también la santa princesa alguna misteriosa relación con el Reino de María? La diestra divina, que entrelaza los hilos de la Historia con suma perfección, ¿no habrá asociado a la promesa de la Virgen Santísima la fidelidad de Santa Olga, haciendo de ella un joyero en el cual está depositada la grandiosa vocación de ese país, lista a realizarse en un futuro no distante?

 

Qui vivra, verra – El que viva, lo verá”, dicen los franceses. No hay duda de que el Reino de María vendrá y que está próximo. Pero no podemos ni siquiera imaginar las misteriosas maravillas que Nuestra Señora reserva para los que tengan la felicidad de conocerlo.

 

 

1 Cf. ELISSALDE CASTREMONT, L. d’. Histoire de l’introduction du Christianisme sur le continent russe et vie de Sainte Olga. Paris: Charles Douniol, 1879.

2 CHRONIQUE DITE DE NESTOR. Paris: Ernest Leroux, 1884, p. 48. 3 ELISSALDE CASTREMONT, op. cit., pp. 416-417.

4 Ídem, p. 416.

5 Cabe destacar que en tiempos de la regencia de Santa Olga y del gobierno de su nieto San Vladimiro, existía plena comunión entre la Iglesia de Constantinopla y la de Roma, “cuyo obispo era reconocido como el que presidía la comunión de toda la Iglesia” (SAN JUAN PABLO II. Carta apostólica “Euntes in mundum” con ocasión del milenio del Bautismo de la Rus de Kiev, n.º 4).

6 Cf. CHRONIQUE DITE DE NESTOR, op. cit., p. 49.

7 Ídem, p. 50.

8 Ídem, ibídem.

9 SOR LUCÍA. Memorias I. Cuarta Memoria, c. II, n.º 5. 10.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2008, p. 177.

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