SANTA ROSA DE VITERBO – Misericordia e intransigencia oriundas de un amor ardiente

Publicado el 03/27/2019

Desde su más tierna infancia, la seráfica alma de Rosa recibió una alta misión, de contenido profundo, amplio e inusual: sufrir el martirio de la fidelidad, combatiendo la ola de codicia e insumisión que parecía dominar Europa.

 


 

La caridad es paciente, es benigna; no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecorosa ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-8).

 

SANTA ROSA DE VITERBO – fresco de la catedral

de Ivrea (Italia)

He aquí un pasaje de la Sagrada Escritura que resume muy bien la vida de Rosa de Viterbo. Una sencilla campesina italiana que se encontró con toda clase de persecuciones, sufrimientos y adversidades y que supo proclamar a los siglos venideros que no hay nada imposible para un alma verdaderamente amante de Nuestro Señor Jesucristo.

 

¡Nacida en plena guerra!

 

La ciudad donde Rosa nació se había convertido en el siglo XIII en escenario de una violenta disputa. La Santa Iglesia, además de asolada por la herejía cátara, era por entonces perseguida y desafiada por Federico II, emperador alemán que pretendía anexar Italia a sus dominios, no dudando, para ello, apoderarse incluso de los territorios pontificios, a los que pertenecía también Viterbo.

 

La península itálica se había dividido en dos partidos: los secuaces del emperador, llamados gibelinos, y los defensores del Santo Padre, denominados güelfos. Estos últimos eran muy numerosos y fuertes en la ciudad, lo que llevó al Papa Gregorio IX, expulsado de Roma por los rebeldes, a refugiarse en el palacio pontifico que había allí. Así pues, cuando Santa Rosa vio la luz, en 1235, pudo constatar de cerca el caos de su época y la furia de los enemigos contra la Iglesia.

 

En 1240, Viterbo cayó en manos de los oficiales del emperador, que tiranizaron a sus habitantes. El pueblo y los nobles güelfos fueron obligados a trabajar en la construcción de una fortaleza, transportando piedras y maderas, en jornadas extenuantes.

 

Además, el impío soberano había ordenado que fueran presos todos los sospechosos de haberse alzado en armas contra él tomando el partido del Papa. Los verdugos marcaban sus frentes con hierros incandescentes y los encerraban en calabozos infectos, junto con cadáveres, o bien los quemaban vivos. Los viterbeses temían encontrarse con la muerte en cualquier momento, por la miseria, por el hambre o por el abandono en aquellas mazmorras que ellos mismos eran obligados a construir…

 

En ese conturbado período histórico vivió la pequeña Rosa. Por esa razón, ya en los primeros albores de su existencia comprendió la santidad de la Iglesia y la torpeza de sus perseguidores. Ante ese doble panorama, en su alma pueril se armonizaban dos extremos: un fuerte amor al bien y un intenso odio al mal.

 

Infancia inundada de milagros

 

Desde tierna edad, Rosa daba auténticas muestras de virtud y el perfume de su santidad atraía la atención de sus familiares y allegados. Antes incluso de haber aprendido a caminar, acompañaba a su madre a Misa y a los demás actos de piedad a la parroquia de Santa María in Poggio, comportándose con singular recogimiento.

 

Se alegraba al oír los episodios de la vida de Santa Clara, que desde 1212 vivía recluida en Asís con otras jóvenes que la seguían en su vida de radical consagración a Cristo. Le encantó especialmente la narración de la milagrosa derrota infligida por esa santa fundadora a los sarracenos que querían tomar posesión de su convento.

 

Se cuenta que, cierto día, sorprendieron a la niña en su cuarto rodeada de pajaritos que revoloteaban contentos a su alrededor, dejándose coger y acariciar, sin duda atraídos por su gran inocencia…

 

Narra también uno de sus biógrafos que cuando Rosa tenía 3 años falleció una hermana de su madre. Al saberlo, la santa niña se acercó al féretro, se arrodilló, levantó sus manos y su mirada al Cielo y rezó unos instantes. Luego apoyó una mano en el ataúd y con voz alta y firme llama a su tía, restituyéndole la vida milagrosamente. 1

 

Primeros contactos con la sociedad

 

A ejemplo del divino Infante, Rosa cada día iba creciendo en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres (cf. Lc 2, 52). Por eso, en la convivencia con sus conciudadanos, analizaba las conversaciones en profundidad.

 

La aflicción reinante entre todos llevaba a aquel pequeño serafín a meditar largamente sobre cómo podría demostrarle al Señor su amor, expiar los pecados que eran cometidos contra Él y combatir a quienes ultrajaban a la Iglesia. Ahora bien, al no descubrir enseguida los medios necesarios para eso, empezó socorriendo a los enfermos que encontraba y a alimentarlos.

 

Sobre este celoso apostolado, comenta otro de sus biógrafos: “Se afirmaba que Dios siempre escuchaba sus plegarias. Algunos enfermos aseguraban que ella los había curado. ‘Le debo la vida’, decía su tía. ‘Sin sus oraciones no hubiera yo tenido este nuevo hijo, y yo misma tampoco existiría’, afirmaba su madre. ‘Enternecida por mis lágrimas y por mi miedo de ser regañada —contaba una compañera de la santa— Rosa compuso mi cántaro roto cuando volví de la fuente’. Se fue formando así una leyenda dorada alrededor de Rosa, a causa de las gentes sencillas que se encomendaban a su intercesión y que su bondad proverbial beneficiaba”.2

 

Poniendo una mano sobre la difunta, con voz alta y

firme llama a su tía, y le restituye la vida milagrosamente

Santa Rosa resucita a su pariente – Santuario de Santa Rosa,

Viterbo (Italia).

Todos esos prodigios no podían provenir sino de una profunda vida de piedad, y eso Rosa poseía auténticamente. En su cuarto, “una estrecha habitación que recibe la luz por un enrejado agujero, colocado muy arriba en el espeso muro exterior, como en un calabozo”,3 pasaba largas horas, rezando de rodillas sobre el suelo irregular, absorta en contemplación; allí practicaba duras y austeras penitencias; allí recibía incontables comunicaciones místicas y visiones sobrenaturales, las cuales ya se le habían hecho comunes. Muchas personas solían espiarla para edificarse con el espectáculo de su fervor.

 

Rosa se sentía, en verdad, llamada a la vida monacal. No obstante, como ocurriría con Santa Teresa del Niño Jesús, no podía ingresar en un convento debido a su corta edad… Por eso en compensación se empeñaba por imitar en casa la vida de las religiosas.

 

María Santísima le confía una misión

 

A los 8 años cayó gravemente enferma. La fiebre la postró durante quince dolorosos meses. A causa de la dolencia, se volvió “una pobre criaturita pálida, echada en un rincón de su celda, sobre un mal jergón”.4

 

Sin embargo, “no se quejaba nunca, y cuando la sacudía un golpe de tos susurraba suavemente: ‘¡Gracias, Señor mío!’ ”.5 Como un pequeño cordero, se dejaba inmolar por las sabias manos de Dios y se alegraba en consolar a Jesús con sus dolores. Pero pensaba, en su generosidad, que los sufrimientos que padecía eran insuficientes y al verse impedida de hacer más penitencias le rogaba insistentemente al divino Redentor: “¡Dulce Señor mío, hazme sufrir entonces Tú, o bien llámame a tu lado!”.6

 

De hecho, Dios la llamó, no para el Cielo, sino para combatir al emperador apóstata que, como los antiguos césares romanos, pretendía hacerse dueño del mundo entero.

 

Hallándose, cierto día, cercada por vecinos y conocidos, con los ojos cerrados y casi deshecha por la enfermedad, la angélica niña súbitamente esbozó una ligera sonrisa… Abrió bien los ojos, relucientes, y se puso de pie. ¡Había entrado en éxtasis!

 

Claustro del antiguo convento de San Damián, de Viterbo

Tras conversar con algunos bienaventurados, les ordena a los circunstantes: “¡De rodillas! ¡Saludad a la Reina, que llega rodeada de ángeles y santos!”.7 Entonces, como el que repite palabra por palabra un texto dictado por otro, empezó a transmitir lo que la Santísima Virgen le decía: “Vestirás el hábito de la penitencia, irás en peregrinación, orarás, predicarás contra los enemigos de la fe, no temerás; serán benditos en esta vida y en la otra aquellos que te escucharen, y los que te cerraren sus oídos serán castigados”.8

 

Nuestra Señora confirmaba, así, todos los anhelos que la gracia había sembrado en su alma desde su más tierna infancia; le confiaba una alta misión, de contenido profundo, amplio e inusual: sufrir el martirio de la fidelidad, con resolución firme y categórica, combatiendo la ola de codicia e insumisión que parecía dominar Europa.

 

Comienza su predicación

 

Después del milagro, la joven santa empezó a ejecutar sin vacilación las órdenes celestiales: se cortó los cabellos, vistió una pobre y grosera túnica de penitencia y marchó en peregrinación a la iglesia de San Juan Bautista, pues era 24 de junio, día en que se conmemora su nacimiento. Tras ella se congregaron numerosos fieles que, al enterarse de su milagrosa curación y de la aparición de la Virgen, deseaban contemplar de cerca su santidad.

 

A partir de entonces, Rosa pasó a dedicarse exclusivamente a la predicación: recorría las calles de la ciudad, llevando siempre en la mano un crucifijo, hablándoles a las multitudes e inflamándolas de amor al Crucificado y de arrepentimiento por sus pecados. Su celo por la causa de la Iglesia, su pasión por el divino Redentor y su deseo de que terminaran de ofenderlo la hacían santamente obstinada por la conversión de las almas, y la llevaban a que predicara en tiempo oportuno e inoportuno, sin cuidar de sí misma, con paciencia inagotable y admirable sabiduría.

 

Muchas veces, era tan grande el número de los que iban a oír sus exhortaciones y tan pequeña su estatura de niña, que se veía obligada a subirse sobre piedras a fin de ser vista por todos… Al contacto con su alma de luz se animaban los flacos, se reconducían los perdidos, se santificaban los buenos.

 

Incompatible con el error

 

Dotada de un arrojado e inflexible genio ante el mal, Santa Rosa con frecuencia libraba encendidas discusiones con ciertos gibelinos que osaban pronunciar injurias contra el Papa y contra la Iglesia. Un día, tras insultarla, uno de ellos la golpeó brutalmente. Pero lejos de alterarse únicamente dijo con serenidad: “¡Desventurado! Dentro de tres días te golpearán a ti”. De hecho, tres días después el infiel descubrió que había contraído la lepra y se volvió objeto de horror para sus conciudadanos.9

 

“Después de mi muerte estaréis contentas de tenerme con vosotras”

El cuerpo incorrupto de la santa, venerado en el santuario

de Santa Rosa, anexo al antiguo convento

La presencia de esta virtuosa jovencita en aquella ciudad causaba verdadera exasperación a los enemigos de la Fe, pues convertía a gran número de sus adeptos, les estropeaba constantemente sus planes y encendía el entusiasmo en el ejército de los defensores del Papado. Impulsiva, audaz e impetuosa, Rosa desmentía las más vibrantes invectivas e increpaba a los infieles. Tan joven y frágil, se transformó, por su fidelidad cristalina, en el flagelo de los cátaros y ruina de los gibelinos.

 

El odio de los malos contra Rosa, no obstante, alcanzó su auge cuando empezó a profetizar la muerte cercana de Federico II: “Escuchad bien. Todavía unos días, sí, todavía unos días y saltaréis de gozo, porque obtendréis una victoria muy grande. Anoche mismo me aseguró un ángel que pronto morirá el emperador”.10 Tomados de furor, los jefes y gobernantes gibelinos decidieron desterrarla, ya que matarla causaría una incontenible rebelión.

 

Sin otra salida, la seráfica virgen, acompañada por sus padres, Juan y Catalina, se vio obligada a marchar sin rumbo lejos de su pueblo, por la noche y en pleno y riguroso invierno europeo. Se refugiaron en la ciudad de Soriano, donde los güelfos estaban en el poder.

 

Poco tiempo después anunciaron públicamente la muerte de Federico II, ocurrida el 13 de diciembre de 1250. Con ello, tras dieciocho meses de destierro, Rosa pudo volver a su tierra natal, donde contempló por fin los frutos inmediatos de su apostolado y esfuerzo: el Papa Inocencio IV había recuperado una a una las ciudades pontificias y se había dirigido a Viterbo, donde mandó demoler la fortaleza gibelina y someter a los rebeldes.

 

Últimos años vividos en recogimiento

 

Habiendo cumplido el encargo que le había confiado la Virgen Santísima y deseando lanzarse en el olvido, Rosa pidió ser recibida entre las clarisas del monasterio de San Damián, pero la superiora la rechazó, dando diversos pretextos. En realidad, la consideraba “una peligrosa visionaria capaz de perturbar la paz de su comunidad con sus locuras”.11

 

La joven santa no insistió, pero les anunció: “Después de mi muerte estaréis contentas de tenerme con vosotras”.12 Y se resignó a pasar el resto de sus días recogida en su propia casa.

 

En poco tiempo, se unieron a ella algunas jóvenes amigas que, instruidas por sus sabias enseñanzas, dedicaron también sus vidas al servicio de Dios. De este modo, Rosa reunió a un número considerable de seguidoras y fundó una próspera comunidad femenina que se regía por la Regla de la Tercera Orden Franciscana. Sin embargo, las monjas de San Damián obtuvieron enseguida una bula del Papa Inocencio IV en la que impedía el establecimiento de cualquier comunidad de religiosas o de religiosos a menos de dos millas de distancia de su convento. Las discípulas de Santa Rosa fueron obligadas a dispersarse.13

 

Las que tenían que haberla apoyado, la despreciaban como si de una desequilibrada se tratara y procuraban apartarla bien lejos; pero, sin sombra de resentimiento o disgusto, se consolaba recordando que tales rechazos y padecimientos morales también los había sufrido, en grado supereminente, su amado Jesús.

 

Serena entrada en la eternidad

 

El pequeño “ángel de Viterbo”, tras pasar varios meses recluida en su casa, contrajo una última enfermedad, por medio de la cual Dios la llamaría al Cielo. De salud siempre frágil, Rosa no tardó en entrar en agonía. Se confesó, recibió el viático con admirable piedad y poco después expiró serenamente, pronunciando los sagrados nombres de Jesús y María.

 

Los viterbeses la lloraron copiosamente y de inmediato empezaron a recurrir a su intercesión, como a una santa. Los bienaventurados, a su vez, recibirían con alegría el alma de aquella que en esta tierra no hizo sino proclamar con sus obras las suaves palabras del salmista: “¿No te tengo a ti en el Cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne; pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo. Sí: los que se alejan de ti se pierden; tú destruyes a los que te son infieles. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor Dios mi refugio, y contar todas tus acciones en las puertas de Sion” (Sal 72, 25-28).

 

Dieciocho meses después del fallecimiento de Rosa, su cuerpo, que había sido sepultado en el cementerio parroquial de Santa María in Poggio fue exhumado y encontrado incorrupto. Siete años más tarde, el 4 de septiembre de 1258, el Papa Alejandro IV la trasladó solemnemente al monasterio de San Damián, el mismo que otrora la había rechazado.

 

 

1 Cf. BARASCUD, Jean-Charles- Dieudonné. Vie et miracles de Sainte Rose de Viterbe. Vierge du Tiers-Ordre de Saint-François. 2.ª ed. Paris: Victor Sarlit, 1864, pp. 5-7.

2 BEAUFAYS, OFM, Ignacio. Santa Rosa de Viterbo. Buenos Aires: Caritas, 1942, pp. 28-29.

3 Ídem, p. 10.

4 Ídem, p. 33.

5 Ídem, ibídem.

6 Ídem, p. 34.

7 Ídem, p. 36.

8 Ídem, ibídem.

9 Cf. Ídem, pp. 51-52.

10 Ídem, p. 53.

11 Ídem, p. 67.

12 Ídem, ibídem.

13 Cf. BARASCUD, op. cit., p. 143.

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