Dotada de gran personalidad, sublimada por las más altas acciones de la gracia, la matriarca de la Orden Carmelitana está entre las almas tan unidas a Dios que, por así decirlo, personifican la grandeza.
Al amanecer, un hermoso espectáculo se contempla desde lo alto de la Sierra de la Cantareira, a pocos kilómetros de la ciudad de São Paulo. Las tinieblas ceden lugar al diáfano azul de la bóveda celeste; las nubes, que en vano intentan cubrirla, gradualmente se vuelven del color del fuego. En unos instantes el rojo se transforma en dorado y en el horizonte, lento y majestuoso, despunta el Sol, pintando la naturaleza con tonos vivos. Ante este grandioso panorama, casi instintivamente, el espectador se siente asumido por la admiración e impulsado a pensar en la magnificencia de su Autor.
Ahora bien, si el esplendor de algo material es capaz de remontar de esa forma al Creador, cuanto más un alma divinizada por la gracia, más valiosa que el bien natural de todo el universo.1 En verdad, existen personas tan unidas a Dios que, por así decirlo, personifican la grandeza, pues en ellas resplandece la luz de la vida divina presente en su interior en un grado elevado.
Una de esas almas se destacó en el siglo XVI. “Poseía una inteligencia vasta y privilegiada, al mismo tiempo matizada y fuerte, tallada para volar alto. Además, estaba dotada de una voluntad firme y una sensibilidad totalmente controlada. […] Era, en resumen, la grandeza de la personalidad humana en uno de sus ejemplares más privilegiados en el orden de la naturaleza, refulgiendo con sublimidades de la gracia y dando una idea completa de lo que sería el tipo perfecto de la religiosa matriarca”.2
Realizó con tal perfección y fidelidad los planes que Dios trazó para ella, que la grandeza se incorporó a su nombre: Teresa de Ávila, la Grande.
Enfermedad e invitación a la contemplación
Teresa de Cepeda y Ahumada nació el 28 de marzo de 1515, en Gotarrendura, provincia de Ávila, en el seno de una familia numerosa de la pequeña nobleza castellana. Desde muy niña se interesaba por episodios de la vida de los santos, y cuando supo de los hechos de los primeros mártires, pensó que ese camino era una línea derecha al Cielo. Entonces decidió huir con su hermanito Rodrigo a “tierra de moros”, para entregar allí sus vidas en defensa de la fe. Estaban ya bastante lejos de la ciudad cuando un tío suyo consiguió alcanzarlos y devolverlos a casa.
Al haber perdido a su madre con tan sólo 14 años, Teresa se entregó en las manos de la Virgen, tomándola como única Madre. A los 20 años ingresó en el monasterio carmelita de la Encarnación, en Ávila —al principio contra la voluntad de su padre—, donde un año después hizo sus votos.
Allí vivían casi doscientas religiosas bajo la regla mitigada de la Orden del Carmen.3 Sor Teresa recibió una espaciosa celda, junto con la libertad de recibir visitas a cualquier hora e ir a la ciudad por el motivo que fuere. Era habitual que las monjas estuvieran horas charlando en el locutorio, convertido en una especie de centro de reuniones sociales.
Sin embargo, la cruz, elemento esencial de la grandeza, no tardó en presentarse a esa alma escogida. Poco después de su profesión religiosa, su salud se debilitó tanto que su padre, Alonso de Cepeda, consiguió permiso para llevarla al pueblo de Becedas, donde vivía una mujer cuyos tratamientos médicos tenían fama de eficaces. Durante el viaje, Teresa conoció la oración mental a través del libro Tercer alfabeto espiritual, del P. Francisco de Osuna, sintiéndose invitada a la vida de contemplación.
Los tratamientos, sin embargo, no produjeron el resultado esperado: “A los dos meses, a poder de medicinas, me tenía casi acabada la vida”, 4 decía la santa. De regreso a la casa paterna, una contracción muscular fortísima la dejó sin sentido durante casi cuatro días. La habrían enterrado si su padre no se hubiese opuesto. Al despertar, su estado era lamentable: “Quedé toda encogida, hecha un ovillo; sin poderme menear, ni brazo ni pie ni mano ni cabeza, más que si estuviera muerta”.5
Incluso en esas condiciones, Teresa deseaba volver pronto al convento. Su alma, como la de Job (cf. 2, 10), se encontraba en excelentes disposiciones: “Estaba muy conforme con la voluntad de Dios, aunque me dejase así siempre. Paréceme que toda mi ansia era de sanar para estar a solas en oración como estaba acostumbrada”.6
Después de tres años de parálisis, sus oraciones a San José le obtuvieron la curación y a partir de ese momento la devoción al santo Patriarca se volvió primordial en su vida.
Lucha interior y paz de alma
Con la salud aún débil, Teresa retomó la vida comunitaria en la Encarnación. No obstante, iba desgastándose, descuidando la oración interior en la que tanto había progresado durante su enfermedad. El monasterio había perdido el fervor inicial de la vocación y alejado del espíritu carmelita. En el locutorio, abierto a las señoras de sociedad, se hablaba frecuentemente de frivolidades y vanidades mundanas, lo que acabó teniendo una influencia negativa sobre la vida espiritual de la santa.
Cuando hubo pasado un tiempo, por consejo de fray Vicente Varrón, sacerdote dominico, retomó el hábito de rezar mentalmente, aunque eso le supusiera, al principio, trabar una auténtica lucha contra sí misma: “Y es cierto que era tan incomportable la fuerza que el demonio me hacía —o mi ruin costumbre— para que no fuese a la oración, y la tristeza que me daba en entrando en el oratorio, que era menester ayudarme de todo mi ánimo (que dicen no le tengo pequeño y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer, sino que lo he empleado mal) para forzarme, y en fin me ayudaba el Señor”.7
Un día, cuando estaba rezando en su oratorio, al darse cuenta de que sus conversaciones fútiles habían aumentado los dolores de Cristo, sintió tan vivamente pesar por sus faltas, que se arrojó a los pies de una imagen del Señor llagado prometiendo no levantarse de allí mientras Él no la fortaleciese para no ofenderlo más. “Porfié y valióme”,8 diría más tarde, contando este episodio.
“Paréceme que ganó grandes fuerzas mi alma de la divina Majestad —cuenta en el Libro de la vida, su autobiografía—, y que debía oír mis clamores y haber lástima de tantas lágrimas. Comenzóme a crecer la afición de estar más tiempo con Él”.9 Y añade: “Acaecíame en esta representación que hacía yo de ponerme junto a Cristo […], venirme de improviso un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él.”10
Dios la hace pasar por el crisol de las probaciones
Por medio de esta práctica de oración la santa crecía en la intimidad con Dios, hasta que las tentaciones empezaron a aparecer. El Altísimo quería hacerla pasar por el crisol de las probaciones. Pero si la embestida de las olas encrespadas engrandece con sus golpes el peñasco que se eleva altanero a la orilla del mar, también el oleaje de la probación, enfrentado con confianza y ufanía, hace que las almas grandes crezcan aún más.
“Como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones en mujeres y engaños que les había hecho el demonio, comencé a temer, como era tan grande el deleite y suavidad que sentía, y muchas veces sin poderlo excusar”,11 Entonces le hablaron del P. Gaspar Dazar —que más tarde le ayudaría y apoyaría mucho en la reforma carmelitana— como siendo un hombre que podría ayudarla a discernir el origen de esa alegría. Era un célebre teólogo, “espejo [de virtud] de todo el lugar, como persona que le tiene Dios en él para remedio y aprovechamiento de muchas almas”.12 Lo conoció a través de Francisco Salcedo, santo y virtuoso hidalgo, emparentado lejanamente con ella.
El teólogo analizó su caso y le dijo que la convivencia que decía tener con Dios en la oración mental no pasaba de imaginación y obra del maligno. Además, la fama de la religiosa carmelita se había difundido por la ciudad y, en poco tiempo, muchos eran de la opinión de que la beata de la Encarnación estaba endemoniada. Teresa mantenía en el fondo de su alma “una grandísima seguridad que era Dios, en especial cuando estaba en la oración”, pues en esas ocasiones siempre se sentía “mejorada y con más fortaleza”.13 No obstante, su corazón se inquietaba: “Es grande, cierto, el trabajo que se pasa, y es menester tiento, en especial con mujeres, porque es mucha nuestra flaqueza y podría venir a mucho mal diciéndoles muy claro es demonio”.14
Aconsejada por el mismo P. Daza, buscó apoyo en los jesuitas, a los que tomó por confesores, pues comprendían bien el lenguaje de la vía espiritual que le había sido trazado por la Providencia. Le alentaron en este terrible período los consejos de San Francisco de Borja y, más adelante, del franciscano San Pedro de Alcántara.
Cristo parecía andar siempre a su lado
“Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”, 15 fueron las palabras que oyó Teresa en el primer éxtasis que le concedió la gracia divina. “Desde aquel día yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios como quien había querido en aquel momento —que no me parece fue más— dejar otra a su sierva”.16 Al par de las pruebas, ahora Cristo continuaba hablándole con frecuencia y parecía andar siempre a su lado: “Ninguna vez que me recogiese un poco, o no estuviese muy distraída, podía ignorar que estaba cabe mí”.17
No era raro, en esas intimidades con Jesús, sentir en su alma el fuego del amor divino. En más de una ocasión llegó a tener su corazón transverberado por un ángel, dejándole las marcas físicas de una perforación: “Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí […]. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarlo, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios”.18
No es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia
Después de una visión del infierno, alrededor de 1560, se desveló en su alma la gran misión que le estaba reservada. Al conocer los asombrosos tormentos de los precitos, sintió ella misma compasión al ver el enorme número de almas que se condenaban. Le penalizaba sobremanera la situación de la Santa Iglesia, pues le llegaban noticias de los daños causados en aquella época por las sectas que empezaban a diseminarse por Europa. Veía con amargura cuánta gente se alejaba de Dios y cuán pocos eran sus amigos.
Entonces se preguntaba qué podría hacer para ser útil a la Iglesia en esa terrible encrucijada: “Pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese”.19 Y aconsejaba a sus hermanas de vocación: “Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia, y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen a los que ha hecho tanto bien”.20
A partir de esta resolución, su vida estuvo marcada por un creciente amor a su Orden religiosa, no pensando en su provecho espiritual, sino en servir al Cuerpo Místico de Cristo, por cuya causa su corazón se consumía de celo. “Mirad, Dios mío, mis deseos y las lágrimas con que esto os suplico, […] y habed lástima de tantas almas como se pierden, y favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la cristiandad, Señor”.21
Sobre todo, veía la necesidad de reformar el Carmelo y sentía la llamada de la Providencia para realizar esta misión. Deseaba comunidades que no fueran mero refugio de almas contemplativas, preocupadas en fruir y gozar de la convivencia divina, sino verdaderas antorchas de amor ocupadas en reparar el mal que era hecho a la Iglesia. “Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo. […] No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”.22
Fundación de San José y comienzo de la Reforma del Carmelo
El deseo de fundar casas religiosas de estricta observancia a la primitiva Regla carmelitana muy pronto le fue confirmado, y animado, por el Señor. “Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría Él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, […] que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos”.23
Sin embargo, no recibió el mismo apoyo de sus superiores, de sus hermanas de hábito y de la sociedad abulense… Sólo con mucha prudencia y el favor de varios hombres de Dios —como San Pedro de Alcántara, San Luis Beltrán, el obispo de Ávila, el padre Gaspar Daza, entre otros —pudo superar las oposiciones levantadas y llevar a cabo las reformas necesarias.
Ayudada por algunos amigos adquirió, en la misma ciudad de Ávila, una minúscula casa en precarias condiciones destinada a ser el nuevo monasterio. Abrazada la empresa, comenzaron las pruebas: una pared que estaba siendo rehecha cayó sobre su sobrino pequeño; su cuñado, que dirigía las obras, se puso enfermo; la bula papal que aprobaba su fundación llegó incompleta de Roma… Y cuando, en el momento decisivo, amaneció desplomada otra pared de la casa, construida con los últimos ducados que Sor Teresa había conseguido, la tentación de desánimo amenazó a todos. No obstante, mirando los escombros decía: “Si se ha caído, levantarla”.24
Finalmente, con las debidas autorizaciones, el 24 de agosto de 1562 se celebró la primera Misa en el Monasterio de San José, el primogénito de los Carmelos reformados. En la más estricta pobreza y clausura, Teresa se puso a instruir a sus monjas, mostrándoles la fuerza de la vida comunitaria bien llevada, en la obediencia y en la alegría. Siempre les recordaba el principal motivo por el cual habían consagrado sus vidas: “Y si en esto podemos algo con Dios, estando encerradas peleamos por Él, y daré yo por muy bien empleados los trabajos que he pasado por hacer este rincón, adonde también pretendí se guardase esta Regla de nuestra Señora y Emperadora con la perfección que se comenzó”. 25
La gran Teresa, ayer y hoy
Ese radical modo de vivir atrajo enseguida a muchas jóvenes vocaciones. Cuando Santa Teresa entró en la eternidad, en 1582, había dejado fundados más de veinte monasterios de la rama reformada, femeninos y masculinos. Y como suele ocurrir con los muy llamados, el árbol que ella plantó continuó, tras su muerte, dando inestimables frutos a la Iglesia en los cinco continentes.
Transcurridos 450 años de la fundación del primero de esos monasterios, el Papa Benedicto XVI creyó conveniente recordar la coyuntura en la cual vivió la santa mística y cómo aquella situación nos parece familiar. Para el Santo Padre, la reflexión de la santa carmelita permanece muy actual, luminosa e interpelante. “También hoy, como en el siglo XVI, y entre rápidas transformaciones, es preciso que la plegaria confiada sea el alma del apostolado, para que resuene con meridiana claridad y pujante dinamismo el mensaje redentor de Jesucristo. Es apremiante que la Palabra de vida vibre en las almas de forma armoniosa, con notas sonoras y atrayentes. […] Siguiendo las huellas de Teresa de Jesús, permitidme que diga a quienes tienen el futuro por delante: Aspirad también vosotros a ser totalmente de Jesús, sólo de Jesús y siempre de Jesús. No temáis decirle a Nuestro Señor, como ella: ‘Vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?’ (Poesía 2)”.26
Atendiendo al llamamiento divino, Santa Teresa supo identificar con gallardía los objetivos de su vida con los de Dios, pasando a la Historia como “una gran dama, una gran mujer, una gran monja y una gran santa”.27 Por eso, el introito de la Misa votiva canta con propiedad: “Le dio el Señor sabiduría y prudencia en abundancia, y la grandeza de corazón como las arenas de la playa del mar”.28 ²
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1 Cf. SANTA TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 113, a. 9, ad 2. 2 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santa Teresa de Jesus. Alma de rara grandeza. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año IX. Nº 103 (Oct., 2006); p .24. 3 La regla carmelitana fue suavizada por la Bula de Mitigación promulgada por el Papa Eugenio IV, en 1432. 4 SANTA TERESA DE JESÚS. Libro de la vida. C. V, nº 7. 5 Cf. Ídem, c.VI, nº 1. 6 Ídem, nº 2. 7 Ídem, c. VIII, nº 7. 8 EFREM DE LA MADRE DE DIOS, OCD; STEGGINK, OCarm, Otger. Tiempo y vida de Santa Teresa. Madrid: BAC, 1968, p. 99. 9 SANTA TERESA DE JESUS. Libro de la vida. C. IX, nº 9. 10 Ídem, c. X, nº 1. 11 Ídem, c. XXIII, nº 2. 12 Ídem, c. XXXII, nº 18. 13 Ídem, c. XXIII, nº 2. 14 Ídem, ibídem, nº 13. 15 Ídem, c. XXIV, nº 6. 16 Ídem, ibídem, nº 7. 17 Ídem, c. XXVII, nº 2.
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