Santa Teresa del Niño Jesús, “Su amargo cáliz me pareció delicioso…”

Publicado el 07/24/2019

Lo que yo venía a hacer en el Carmelo lo declaré a los pies de Jesús Hostia en el interrogatorio que precedió a mi profesión: “He venido para salvar almas, pero sobre todo para rezar por los sacerdotes”.

 


 

El lunes 9 de abril, día en que el Carmelo celebraba la fiesta de la Anunciación, trasladada a causa de la Cuaresma, fue el día elegido para mi entrada en el convento. […] La mañana de ese gran día, después de echar un último vistazo a los Buissonnets, gracioso nido de mi infancia que nunca volvería a ver, salí del brazo de mi querido rey1 para subir a la montaña del Carmelo…

 

Al igual que en la víspera, toda la familia se reunió para oír la Santa Misa y comulgar. Tan pronto como Jesús descendió al corazón de mis amados parientes, no escuché más que sollozos a mi alrededor. Yo era la única que no lloraba; pero sentí que mi corazón latía con tanta violencia que me parecía imposible dar un solo paso cuando vinieron a decirnos que nos acercáramos a la puerta claustral. Fui hasta allí, pero preguntándome si no iría a morirme a causa de los fuertes latidos de mi corazón… ¡Ah, qué momento aquel! Hay que pasar por eso para saber lo que es…

 

Suave y profunda paz

 

Mi emoción no se manifestó exteriormente. Después de abrazar a todos los miembros de mi querida familia, me puse de rodillas ante mi incomparable padre y le pedí su bendición. Para dármela, también él mismo se arrodilló y me bendijo llorando… ¡Todo un espectáculo el de aquel anciano, que tuvo que hacer sonreír a los ángeles, ofreciendo su hija al Señor, aún en la primavera de la vida!…

 

Aún novicia, Santa Teresa junto a la

cruz de piedra erigida en el centro del

claustro del Carmelo de Lisieux

Unos instantes después, las puertas del arca santa se cerraban tras de mí y recibí los abrazos de las queridas hermanas que habían hecho de madres y a las que en adelante tomaría como modelo de mis acciones… Por fin se veían cumplidos mis anhelos; mi alma experimentaba una PAZ tan suave y profunda que me sería imposible expresarla. Y desde hace siete años y medio esta paz íntima ha permanecido conmigo, no me ha abandonado ni siquiera en medio de las pruebas más grandes.

 

“Es para siempre que estoy aquí”

 

Como a las demás postulantes, me llevaron al coro inmediatamente después de mi entrada; estaba oscuro por estar el Santísimo Sacramento expuesto, pero lo primero que me llamó la atención fueron los ojos de nuestra santa Madre Genoveva, que se clavaron en mí. Me quedé un rato arrodillada a sus pies, agradeciéndole a Dios el don que me concedía de conocer a una santa, y luego seguí a nuestra Madre María de Gonzaga a los diferentes lugares de la comunidad.

 

Todo me parecía maravilloso, me daba la impresión de haber sido transportada a un desierto, y sobre todo me encantaba nuestra pequeña celda. Pero la alegría que sentía era sosegada, ni el más ligero céfiro hacía ondular las tranquilas aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ninguna nube oscurecía mi cielo azul… ¡Ah! Sentía plenamente recompensadas todas mis pruebas… Con qué alegría tan profunda repetía estas palabras: “Es para siempre, siempre, que estoy aquí…”.

 

“Ningún sacrificio me sorprendió”

 

Esta dicha no era efímera, no se desvanecería con “las ilusiones de los primeros días”. ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no tener NINGUNA al entrar en el Carmelo. Encontré la vida religiosa tal como me la había imaginado, ningún sacrificio me sorprendió y, sin embargo —lo sabes bien, mi querida Madre—, ¡mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas!… Sí, el sufrimiento me tendió los brazos y me arrojé en ellos con amor…

 

Lo que yo venía a hacer en el Carmelo lo declaré a los pies de Jesús Hostia en el interrogatorio que precedió a mi profesión: “He venido para salvar almas, pero sobre todo para rezar por los sacerdotes”.

 

Cuando se quiere alcanzar un objetivo, es necesario poner los medios para ello. Jesús me hizo comprender que era a través de la cruz que Él quería darme almas; y mi atracción por el sufrimiento crecía a medida que éste aumentaba. Durante cinco años ese fue mi camino; pero exteriormente nada revelaba mi sufrimiento, tanto más doloroso cuanto que era yo sola quien lo conocía. ¡Ah, qué sorpresa nos llevaremos en el fin del mundo leyendo la historia de las almas!… ¡Cuánta gente se quedará asombrada viendo el camino por el que fue conducida la mía…!

 

Consoladoras palabras de un confesor

 

Esto es tan cierto que dos meses después de mi entrada el P. Pichon, que había venido para la profesiónv de sor María del Sagrado Corazón, se quedó admirado de ver lo que Dios estaba obrando en mi alma y, el día anterior, me dijo que, al observarme rezando en el coro, mi fervor le parecía totalmente infantil y mi camino muy dulce.

 

Mi entrevista con el buen sacerdote fue un consuelo muy grande para mí, aunque velado por las lágrimas a causa de la dificultad que sentía a abrir mi alma. Hice, no obstante, una confesión general, como jamás la había hecho. Al terminar, el padre me dijo estas palabras, las más consoladoras que hayan resonado en los oídos de mi alma: “En presencia de Dios, de la Santísima Virgen y de todos los santos, declaro que nunca has cometido un solo pecado mortal”. Y luego añadió: da gracias a Dios por todo lo que hace por ti, pues si te abandonara, en lugar de ser un angelito, serías un diablillo.

 

¡Ah! No tuve ninguna dificultad en creerlo, pues sabía lo débil e imperfecta que era, pero la gratitud embargaba mi alma. Temía tanto haber empañado la vestidura de mi Bautismo que una garantía como aquella, salida de la boca de un director espiritual como los deseaba nuestra Madre Santa Teresa, es decir, que unieran la ciencia a la virtud, me parecía como salida de la misma boca de Jesús… El buen sacerdote me dijo también estas palabras, que se grabaron dulcemente en mi corazón: “Hija mía, que Nuestro Señor sea siempre tu Superior y tu Maestro de novicios”. […]

 

Amargo y delicioso camino

 

La florecilla trasplantada a la montaña del Carmelo debía abrirse a la sombra de la cruz; las lágrimas y la sangre de Jesús fueron su rocío, y su adorable rostro velado por el llanto, su sol… Hasta entonces no había explorado la profundidad de los tesoros escondidos en la Santa Faz. Ha sido por ti, Madre querida, que he llegado a conocerlos. Lo mismo que, en otro tiempo, nos precediste a todas en el Carmelo, también has sido la primera en penetrar los misterios de amor ocultos en el rostro de nuestro Esposo. Entonces tú me llamaste, y he comprendido… Entendí qué era la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de este mundo me mostró que la verdadera sabiduría consiste en “querer ser ignorada y tenida en nada”, en “cifrar la propia alegría en el desprecio de sí mismo”… ¡Ah!, como el de Jesús, yo quería que “mi rostro estuviera realmente escondido, que nadie en la tierra me reconociera”. Tenía sed de sufrir y de ser olvidada…

 

¡Cuán misericordioso es el camino por donde Dios me ha guiado siempre! Nunca me ha hecho desear algo que luego no me haya dado. Por eso su amargo cáliz me pareció delicioso…

 

Santa Teresa de Lisieux. Les manuscrits autobiographiques. Manuscrit A. In: “OEuvres Complètes”. Paris: Du Cerf; Desclée de Brouwer, 2009, pp. 185-190.

 

1 Forma afectuosa con que Santa Teresa se refería a su padre, San Luis Martin.

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