"Mujer fuerte", en la bella expresión de la Sagrada Escritura, es la Virgen Madre del Hombre-Dios. Todas las otras mencionadas en el Antiguo Testamento son meras pre-figuras de esta que es la Mujer Fuerte por excelencia. Y las millares que fulguran en el firmamento de la Historia de la Iglesia son apenas pálidos reflejos de una parte de la Fortaleza de María.
Entre estas, hay simples amas de casa, como la madre de San Juan Bosco, la cual, enviudándo muy joven todavía, cultivó animosamente, con sus propias manos, los campos donde sacaba el sustento de la familia. Hay religiosas que se destacaron por obras grandiosas, como Santa Teresa de Ávila. Y hay simples laicas que, sin proferir los clásicos votos religiosos, guardaron el celibato, para dedicar la vida enteramente al servicio de Dios y de su Iglesia.
Este último es el caso de Santa Catalina de Siena, proclamada Doctora de la Iglesia por el Papa Pablo VI y co-Patrona de Europa, por S.S. Juan Pablo II.
La pequeña Catalina
Dotada de gran inteligencia y belleza, nació Catalina en 1347, en la ciudad de Sena, en una época en que la Península Itálica, entonces dividida en numerosos Estados soberanos, pasaba por grandes conturbaciones, no solo en el campo político, sino también en el religioso. Fue la penúltima de los 25 hijos de la pareja Benincasa, sin embargo, con la muerte de su hermana más joven, acabó asumiendo la posición de menor e hija predilecta de la familia. Su padre era un simple tintore-ro, pero – hombre hábil y enérgico, recto y de gran reputación en los alrededores – exitoso en su profesión.
Esa niña privilegiada recibió de sus padres y hermanos una primorosa educación, pero una reducida instrucción escolar, pues solamente a los 30 años aprendió a leer y escribir, según consta, de manera milagrosa. Desde los albores del uso de la razón, le gustaba mucho rezar, visitar iglesias y oír las historias de los santos.
Desde niña, fue favorecida por el Esposo de las Vírgenes con dones místicos extraordinarios. Por ejemplo, con solo 6 años de edad, tuvo una grandiosa visión de Jesucristo. Ella había salido con su hermano Esteban para visitar a la hermana Buenaventura, en el otro lado de la ciudad. De regreso, pasando por el Valle Piatta, Catalina levantó los ojos en dirección a la iglesia de Santo Domingo y vio a Jesús en el aire, revestido de paramentos sacerdotales, sentado en un trono sobre nubes luminosas, acompañado de San Pedro, San Pablo y San Juan Evangelista. El Señor le sonrió afablemente y la bendijo, trazando en el aire tres cruces en su dirección, como hacen los obispos. Ella quedó inmóvil, petrificada, contemplando la presencia viva de Nuestro Señor. Su hermano, que nada veía, espantado con la inmovilidad de la niña, le gritó asustado:
– Catalina, ¡¿qué haces ahí?!
Ella volvió los ojos para Esteban y, cuando miró de nuevo en dirección a la visión, ésta ya había desaparecido.
Llorando, se quejó:
– ¡Ah, sí hubieses visto lo que yo vi, no me habrías llamado!
Decisión y firmeza desde la infancia
Fray Raimundo de Cápua, confesor y primer biógrafo de la santa, basándose en los recuerdos de Lapa de Benincasa, madre de Catalina, nos cuenta que ésta tomó la resolución de no casarse cuando tenía solo 7 u 8 años. Era claro que la Divina Providencia tenía designios especiales en relación a esa hija electa.
Pero la familia tenía para ella otros planes…
Su propia madre hizo todo lo posible para que ella también se casase, en lo que contó con la ayuda de su hermana Buenaventura, recién casada.
Esta, con quien Catalina fue a vivir, la incentivó a vestirse y peinarse elegantemente, para ostentar su belleza y conseguir un buen marido. Al inicio, la joven Catalina cedió y, de a poco, se fue esmerando en su presentación personal. Entretanto, Jesús quería el corazón de esa virgen exclusivamente para sí, y le envió una severa advertencia, representada por la muerte súbita de su hermana Buenaventura.
Cayendo en sí, Catalina volvió a la casa de los padres, donde retomó la vida de penitencia, que se habituara a llevar cuando niña.
Para vencer las presiones de la madre, que no desistía de su intento, la heroica joven cortó su bella cabellera, en señal de completo desapego y de ruptura con el mundo. Este hecho provocó una feroz reacción de la madre, que, en represalia, la obligó a hacer todo el servicio de la casa, como una sirvienta, y le sacó la habitación donde ella acostumbraba a recogerse en oración y penitencia.
Pero, como dice San Pablo, "todas las cosas concurren para el bien de aquellos que aman a Dios" (Rom 8, 28). La pérdida de su "celda monacal" llevó a la joven santa a construir para sí la "celda del corazón", respecto a la cual ella misma comentaría más tarde, en una de sus innúmeras cartas: "Esta celda es una morada que el hombre carga consigo por todas partes. En ella se adquieren las verdaderas y reales virtudes, especialmente la humildad y la ardientísima caridad" (Carta 37).
Viendo la fortaleza de la hija, que no cedía en sus convicciones y no perdía la alegría, el padre intervino a su favor, devolviéndole el pequeño cuarto y permitiéndole recibir el hábito de penitente de la Orden Tercera de Santo Domingo, el cual ella anhelaba con toda su alma.
Nupcias espirituales
Desde los 17 hasta los 20 años de edad, Catalina pasó reclusa en su celda, orando y ayunando, aprendiendo los secretos de Dios y penetrando en sus maravillas. Solo salía para ir a la Misa, casi no conversaba con nadie y se alimentaba poquísimo. Es más, a lo largo de su vida, pasó días y días alimentándose solo de la Sagrada Eucaristía. Su creciente devoción a la Santísima Virgen la ayudaba a vencer las tremendas tentaciones con que el demonio la atormentaba.
En el año 1367, en el día de la cena de Carnaval, víspera de Miércoles de Cenizas, Nuestro Señor apareció a la Santa en lo recóndito de su celda, esposándola en nupcias místicas. Después de colocarle como señal un anillo de oro en el dedo, le ordenó que fuese a juntarse a la familia en la cena, pues quería hacer de ella un apóstol.
Del recogimiento al apostolado y a la lucha
Comenzaba para nuestra Santa nueva fase de su corta vida. Inició su apostolado socorriendo a los pobres y enfermos. No había quien no la conociese en Siena. Tampoco nadie que viniese a pedirle auxilio y no fuese rápidamente atendido.
Una terrible peste asoló al país en 1374 y Catalina, con generosidad heroica, se dedicó como nunca a prestar asistencia a las víctimas del flagelo. Cuidó de los cuerpos enfermos, pero sobre todo trató de las almas, consiguiendo conquistar a muchas de ellas para el Cielo. Curaba enfermos, convertía pecadores impenitentes con la fuerza de su oración y expulsaba demonios con una sola palabra de su boca.
Mucho más importante, sin embargo, fue la actuación de Santa Catalina en aquel conturbado mundo político de fines de la Edad Media. En torno de los Estados Pontificios, se agrupaban pequeños reinos, además de varias ciudades que constituían Estados soberanos. A todo momento nacían nuevos conflictos, o recrudecían antiguos. Sin hablar de las "guerras privadas" de facciones familiares dentro de una misma ciudad. Mucho peor, revoluciones de muchas de esas ciudades contra el Papa. Este se defiende, fulminando con sentencia de interdicto algunas de ellas. Nuevas revoluciones, ¡un verdadero caos!
Contando solo con la fuerza que su Divino Esposo prometió que nunca le faltaría – y efectivamente ¡nunca faltó! -, Santa Catalina fue llamada a intervenir en numerosos de esos conflictos. Viajando casi incesantemente de ciudad en ciudad, ejerció un importante papel de pacificadora. Como no podía dejar de ser, su principal empeño tenía como meta la gloria de Dios y la defensa del Papado y de los Estados Pontificios.
Exilio de Avignon y Gran Cisma
Toda esa intensa actividad de Santa Catalina fue, sin duda, de gran beneficio para la Iglesia y la Cristiandad. Pero no pasa de un simple escalón para aquello que constituye su gran misión pública: la lucha para traer de regreso a Roma la sede del Papado.
Forzado por mandatos políticos ocasionales, el Papa Clemente V, ex-Arzobispo de Bordeaux, transfirió en 1309 la Sede Pontificia de Roma para la ciudad francesa de Avignon. En términos concretos, este hecho sometió a los Sucesores de Pedro al juego de las ambiciones y las corrupciones de reyes, príncipes y otros gobernantes terrenos e, infelizmente, incluso de altas personalidades eclesiásticas indignas de sus cargos. Todo esto con enormes prejuicios para el gobierno de la Iglesia y la salvación de las almas.
Sin nunca exceder su humilde condición de simple laica de una Orden Tercera, Santa Catalina exhortaba con osadía y serenidad, "en nombre de Cristo", a los grandes de este mundo, no solo autoridades temporales, sino inclusive a los cardenales de la Corte Pontificia de Avignon. Y concurrió poderosamente para que, al final, en el año 1377, el Papa entonces reinante, Gregorio XI, decidiese enfrentar la oposición del Rey de Francia y reinstalar en la Ciudad Eterna el gobierno del mundo cristiano.
Pero Gregorio XI falleció al año siguiente, siendo sucedido por Urbano VI. Un grupo de Cardenales, bajo pretextos falaces, se reveló contra él, volvió para Avignon, declaró nula la elección del Papa legítimo y eligió un antipapa, el cual tomó el nombre de Clemente VII.
Nació así el llamado Gran Cisma de Occidente, durante el cual Santa Catalina fue la paladina y la columna de sustentación del verdadero Papa, por ella apodado de "el dulce Cristo en la Tierra".
"Lo que es débil en el mundo, Dios lo escogió para confundir a los fuertes" – afirma San Pablo (1 Cor 1, 27). La humilde hija del tintorero Benincasa emprendió innúmeros viajes para resolver complicadas cuestiones; fue consejera de reyes, príncipes, obispos y hasta incluso de Papas. Iluminada por el Espíritu Santo, fortalecida por la gracia del Dios Crucificado, hizo todo cuanto pudo para defender la unidad de la Iglesia que tanto amaba, en la persona del sucesor de Pedro.
Doctora de la Iglesia
Con solo 33 años, partió para la eternidad el 29 de abril de 1380, dejando una gran cantidad de discípulos, un ejemplo de vida y una obra escrita compuesta de 381 cartas, 26 oraciones y el libro "El diálogo", en el cual describe todo su método de apostolado y vida interior, llamado por la Iglesia como "libro de la doctrina divina".
Por sus enseñanzas llenas de verdad y sabiduría, fue honrada por el Papa Pablo VI con el título de Doctora de la Iglesia, en octubre de 1970. "Sus cartas son como chispas de un fuego maravilloso que brilla en su corazón, ardiente del Amor infinito que es el Espíritu Santo" – afirmó el Santo Padre al otorgarle este glorioso título.
Que el ejemplo de Santa Catarina de Sena penetre en nuestras almas, con la fuerza de ese mismo fuego que ardía en su corazón, y nos traiga la fidelidad plena e íntegra a la Santa Iglesia de Cristo, en la persona augusta del Papa.