El sábado de carnaval de 1930, congregados marianos de São Paulo viajaron a Santos, para participar en los ejercicios espirituales predicados por un sacerdote jesuita. Esos días de retiro marcarían a fondo el alma del joven Plinio.
Tenía más o menos 20 años cuando hice por primera vez los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. En esa época me encontraba en una etapa de mucha transformación porque dejaba la vida que había llevado anteriormente —pura, casta, gracias a Nuestra Señora, pero vinculada a la sociedad— para entrar en la Congregación Mariana, a cuyas actividades pretendía entregarme de manera completa y exclusiva.
No existía indecisión alguna en ese cambio: me había determinado a hacerlo y, con el auxilio de la Virgen, lo hice. Sin embargo, esto exigía mucho sacrificio. Además de la mudanza de estado deseaba esforzarme por buscar la perfección, es decir, la santidad.
Plinio Corrêa de Oliveira
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Hasta el momento había oído hablar de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio como una obra excelente, que primaba por la lógica. Y ésta, por un favor de la Providencia, constituía un atractivo para mí desde la infancia, algo que siempre embelesó mi espíritu. Recuerdo el encanto y entusiasmo que, siendo aún pequeño, me causaba un raciocinio bien hecho: “¡Qué maravilla de pensamiento claro y coherente! ¡Así debe ser! Una persona que dice cosas inconexas, incoherentes, dice bobadas. ¡No tienen ningún valor!”.
“Ejercicios Espirituales”: lógica arrebatadora
Un poco antes de comenzar el retiro, que lo haría en Santos, entré en una librería contigua a la iglesia del Corazón de Jesús, de esa ciudad, y allí encontré los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, comentados por un jesuita llamado Pinamonti. Era una edición popular, sencilla pero correcta, con los distintos puntos de las meditaciones gráficamente bien distribuidos.
Me acuerdo como si fuera hoy del momento en el que empecé a leer el libro. Por alguna razón fortuita no lo hice en el despacho de casa, sino en el dormitorio. Éste era muy espacioso y tenía una mesa escritorio donde estudiaba. Me encerré allí, para que no me molestaran, me acerqué a la mesa, me senté en una silla y comencé a leer.
¡Me quedé extasiado! ¡Mi alma nadaba en aquello! Los comentarios del P. Pinamonti se presentaban muy bien tejidos, acompañados de un apéndice con hechos ilustrativos de los distintos temas que analizaba. Me agradaba también esa transposición de la teoría a los hechos, pues un comentario lógico, en principio, es óptimo; pero ¿cómo es la realidad? Entonces mostraba tal castigo, tal recompensa, tal catástrofe, tal victoria, etc. Eran ilustraciones impresionantes.
Por otro lado, me parecía entretenida la lectura de esas meditaciones y lo consideraba un libro de primera. Hasta tal punto que, a pesar de poseer —gracias a Nuestra Señora— un temperamento muy tranquilo, recuerdo que fue la única vez que me retorcía en el asiento, literalmente, de entusiasmo y de contentamiento por la lógica con la que San Ignacio desarrollaba aquellas verdades. La lógica inspirada por la fe Católica Apostólica Romana: ¡he aquí una cosa realmente arrebatadora! Así se debe pensar, así se debe ser. ¡La verdad es esa! ¡El camino es ese!, y seguir algo que no sea eso es una locura; al contrario, seguirlo es ir tras la sabiduría.
Determinación de salvar el alma y de luchar por la Iglesia
Cuando en el transcurso de la lectura llegué a la meditación sobre los novísimos pensé: “Aquí se encierra la cuestión. Pues, ya que el hombre existe, en determinado momento le llega la muerte, el juicio y el Cielo o el Infierno. No hay salida. Y ahora, yo, Plinio, veo que no escaparé de ello. Si es cierto que moriré, igualmente es cierto que seré juzgado. Y si es cierto que pasaré por el juicio, tengo ante mí la posibilidad de una felicidad sin fin, cuya perspectiva me encanta el alma, pero también tengo ante mí la posibilidad de un infierno terrible”.
El Dr. Plinio (segundo por la derecha) con los miembros de la Congregación Mariana de Santa Cecilia durante un breve retiro espiritual realizado en 1931
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La ineluctable perspectiva de ser juzgado por Dios tras la muerte es algo tremendo, porque de ello pende el futuro entero de un individuo: la felicidad completa, si va al Paraíso, o la desgracia total, si es condenado al castigo eterno. Al hacer tales consideraciones, resolví con una firmeza mucho mayor que antes salvar mi alma, pasar la vida luchando por la Santa Iglesia Católica y seguir el camino que, con el favor de la Virgen, he recorrido a lo largo de todos estos años.
Una gran decepción
Los Ejercicios Espirituales me fueron, por tanto, extremamente benéficos. Y yo, con poca experiencia de la vida, empecé a elogiarlos entre algunos conocidos, insistiéndoles en que compraran el libro e hicieran las meditaciones. Mis diligencias, sin embargo, no encontraron en todos el eco favorable que yo esperaba.
Tiempo después vine a percibir que exactamente la lógica elogiada por mí les causaba horripilación a varios de ellos. Y me di cuenta de que era inútil insistir con éstos. Fue mi primera gran decepción en materia de apostolado: si no quieren la lógica, ¡¿cómo van a querer la virtud?! Son cosas reversibles una en la otra.
Por ejemplo, la teología es la lógica con respecto a lo que Dios reveló. En todo lo que el hombre hace de bueno y aprovechable, de alguna forma está presente la lógica. Infelizmente, como pude constatar, no todas las personas compartían ese sentimiento…
Invitación a un retiro en Santos
Finalmente, en determinado momento fui invitado en la Congregación Mariana a hacer mi primer retiro espiritual, que sería predicado por un sacerdote jesuita con base en el texto de San Ignacio. En aquel tiempo aún estaba poco familiarizado con las actividades del Movimiento Católico, pero hablaron de ir a Santos y enseguida me acordé del mar.
Mar, ¡perpetuo espectáculo! ¡No hay nada como él! En mi opinión, ni siquiera el cielo físico lo vence en belleza. El mar mantiene una continua conversación con la persona que lo contempla: se hace grandioso, se hace pequeño, se vuelve caprichoso, va, viene, se balancea, susurra, brilla, queda opaco… Uno de los mejores coloquios es el que tenemos cuando miramos el mar, que me causa verdadero encanto.
Entonces nos íbamos a Santos. Un viaje en tren rápido y agradable, que ya había hecho en numerosas ocasiones antes de hacerme congregado; y siempre me hospedaba en casas o apartamentos junto a la playa. Me imaginé que el retiro lo haríamos en un convento situado también a la vera del mar y que sería muy agradable estar sentado enfrente de las olas del océano, meditando en las verdades eternas. Tanto más que, en aquellos comienzos de los años treinta, no existía el peligro de las modas inconvenientes, pues éstas aún eran muy recatadas. Me parecía un lugar ideal para los ejercicios espirituales.
Al llegar a Santos ya estaban en la estación algunos congregados que fueron a recogernos en coche para llevarnos hasta el sitio del retiro. Pensé: “Bien, ahora voy a ver el mar”. Yo conocía la ciudad y me fijé que, por el recorrido que tomaban los vehículos, se dirigían hacia el fondo de la bahía de Santos, a leguas de las playas. Nos metimos por un barrio cualquiera hasta detenernos en una casa de la Sociedad de San Vicente de Paúl, recién construida y aún no inaugurada.
Me quedé sorprendido: “¡¿Y el mar!?”. No osé preguntar nada. “Bueno, ¡aquí está la fe, aquí está la pureza! Aquí estoy yo”.
Otras sorpresas en el primer día de retiro
El retiro se realizó durante el carnaval. Me había formado la idea de que nos encerraríamos en una casa para evitar las inmoralidades de las folías, y que allí dentro se llevaría una vida corriente, normal. Cualquier persona imagina que el mundo es la imagen del ambiente en el que ha nacido. De manera que pensé que allí la existencia sería similar a la que yo vivía en casa. Enseguida me di cuenta de mi error. No había criados que nos sirvieran, ni barbero o limpiabotas que nos atendieran, ni otras asistencias a las que estaba acostumbrado.
Amanecer en la ensenada Mar Virado, Ubatuba (Brasil)
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De ahí a poco el sacerdote nos reunió en la capilla, sencilla, piadosa, donde estaba el Santísimo Sacramento con una presencia irradiante. Me quedé encantado. El padre hizo la predicación de apertura, buena, lógica, seria, que me dejó muy bien impresionado.
También nos dictó algunas normas, entre ellas esta: “¡No hablen! ¡Estos tres días deben ser de silencio!”.
Me caí de las nubes, pues no sabía que fuera posible estar tres días sin hablar. Soy comunicativo por naturaleza, locuaz —mi padre era pernambucano y heredé de él la locuacidad nordestina—, y tanto tiempo en silencio me parecía algo terrible. Pensé: “Tres días en silencio, ¡¿yo?! ¡Qué cosa horrorosa!”.
Luego vino el almuerzo. Me encontré con una comida a la que tampoco estaba habituado.
Un acuerdo en el sótano
Creía que tendría una habitación individual, pero me llevaron a una especie de sótano que debía compartir con tres o cuatro congregados de São Paulo, amigos míos. Mi perplejidad aumentó: “No voy aguantar estos tres días aquí callado, en este sótano, lejos del mar…”.
Mientras me instalaba, entraron dos de mis conocidos y les pregunté, en voz baja:
—¿Vais a poder aguantar mudos?
—Es verdad, permanecer en silencio es algo increíble.
Al verlos que opinaban lo mismo que yo, les hice una propuesta nada edificante:
—Vamos a hablar bajito, de lo contrario no soportaremos esta situación.
Estuvieron de acuerdo y convenimos en conversar en ese tono discreto. A pesar de eso, me sentía aún tan descorazonado que, en lugar de sentarme en la cama, me tumbé atravesado, cabeza y manos hacia un lado, piernas al otro, y exclamé: “¡Qué cosa! ¿Dónde fuimos a parar?”.
En ese momento alguien abre la puerta y uno de mis amigos grita:
“¡Un espía!”.
Sospecho que el inoportuno personaje no entendió lo que estaba ocurriendo. Por mi parte, no obstante, acabé por comprender que era necesario atravesar el túnel, quedarme allí los tres días y pasar por todo, sin quejas.
El retiro vale cualquier sacrificio
San Ignacio de Loyola – Vitral del santuario de Loyola, Azpeitia (España)
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Por la tarde tuvimos la primera meditación, conducida por el sacerdote jesuita. Estaba sentado ante una mesa pequeña y simple, que por ornato tenía tan sólo un crucifijo. Todos los ejercitantes también acomodados en sillas, y yo en medio de ellos, y pensando: “Bien, vamos a ver qué va a decir el sacerdote”.
El predicador comenzó los ejercicios espirituales de San Ignacio, empezando por el clásico Principio y fundamento.
Poco después yo ya ponderaba conmigo: “¡Vaya, esto de aquí vale el resto! Voy a comer lo que no estoy acostumbrado, estaré en el sótano, haré cualquier cosa. Pero voy a prestar atención en las predicaciones, porque es algo bien pensado y muy benéfico para mi alma”.
Y pasé a llegar a la capilla incluso antes de que el padre se dirigiera a ella para sus prácticas. Al disponer de un tiempo hasta que el sacerdote apareciera, me quedaba rezando unas poquitas oraciones, lo que tampoco era hábito mío. Es decir, todo se revelaba nuevo para mí.
El retiro fue desarrollándose, yo prestaba mucha atención en lo que el predicador decía, pero, en los intervalos, no aguantaba aquel silencio. Entonces —mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa— inducía a mis amigos del sótano a charlar… bajito. Habría obrado mejor si no hubiera hablado: allí lo que la Providencia quería de mí era que guardara silencio.
Ante el sagrario, alegría y atracción
Sin embargo, a pesar de esa laguna, me complacía en permanecer recogido en la capilla. Me agradaba estar ante el sagrario, sencillo y pobre, pero en cuyo interior se encontraba el propio Dios. Y me parecía que, al mirar el tabernáculo, algo de especial se producía en mí, una alegría en el alma, un bienestar y una atracción singulares. Y sólo ocurría cuando consideraba el sagrario. Si desviaba la mirada hacia otra cosa, aquella sensación pasaba.
Había allí, a disposición de los ejercitantes, un devocionario de congregados marianos en el que figuraba una Visita al Santísimo Sacramento, muy piadosa y bien hecha. Comencé a rezarla y tenía la impresión de que aquellas palabras eran tan adecuadas que fueran dirigidas por el propio Santísimo Sacramento a un fiel cualquiera, a mí que estaba delante de Él. Me sentí penetradísimo por esa oración, lo que me causó intenso contentamiento.
“San Ignacio había marcado a fondo mi alma”
Cuando, finalmente, salí del retiro y me hallé en el mundo de todos los días, en Santos, con aquella atmósfera balnearia de puerto de mar comercial, con todos los aspectos característicos de la vida moderna reunidos, percibí —sin darme cuenta y a pesar de mi pequeña correspondencia— cómo la gracia me había hecho caminar en las vías de la virtud. De tal manera que me sentía a leguas de aquel mundo y de aquella realidad. Comprendía que, con el espíritu, había viajado más de lo que imaginaba.
Al principio del retiro había configurado un plan: “Esto me está haciendo mucho bien al alma. Pero cuando salga, ¡qué maravilla! La primera cosa que haré será dar un paseo por la playa y comer algo delicioso, mariscos, frutos del mar, etcétera”.
No obstante, cuando el retiro ya estaba llegando a su término empecé a sentir añoranzas de él. Tan inmensas que, al salir, en vez de realizar lo que había planeado cogí el tren y regresé a São Paulo. Callado, silencioso, a solas en el vagón, pensando en el retiro. San Ignacio había marcado a fondo mi alma.
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. São Paulo. Año III. N.º 24 (Marzo, 2000); pp. 23-27.