Resurrección y Fátima

Publicado el 04/24/2024

Después de los castigos predichos por la Virgen en Fátima, durante los cuales posiblemente quedemos como Nuestro Señor en la Pasión –perseguidos, torturados, cubiertos de llagas de dolor desde lo alto de la cabeza hasta las plantas de los pies–, habrá un momento radiante en que la promesa de Nuestra Señora se cumplirá. Llegará el día en el cual los ángeles dirán: “Ya no hay más tristeza ni sufrimiento para vosotros. ¡Regocijaos, porque el Inmaculado Corazón de María triunfó!”

Plinio Corrêa de Oliveira

En la Pascua de la Resurrección, la Santa Iglesia celebra el triunfo definitivo del Redentor sobre la muerte y el pecado, y afirma solemnemente que, resucitado, Cristo vive por todos los siglos, como Cabeza mística de todos los fieles.

Gloria de Dios: preocupación que debe acompañarnos desde la cuna hasta la tumba

Dicen los autores espirituales que toda meditación bien hecha debe traer como consecuencia una resolución concreta. Las consideraciones de orden meramente platónico no interesan para la vida espiritual. Si contemplamos, es para amar más y actuar mejor. “¡Ay de la ciencia que no se transforma en amor y en acción!” – dijo el gran Bossuet1. Y nosotros podríamos afirmar: “¡Ay de la meditación que no se transforma en amor, en virtud y en apostolado!”

Así, de nada nos serviría que llenáramos de santa alegría nuestras almas y, en la hartura y tranquilidad de nuestros hogares, o abriendo un rápido y soleado paréntesis en la amargura de nuestras luchas y necesidades, celebráramos las fiestas de la Santa Pascua, si no se notara un aumento de amor a Dios en nuestros corazones, y ese aumento no tuviera como consecuencia nuestro incremento en la virtud.

Ahora bien, nadie ama a Dios sin amar su gloria. La realización de esa gloria es el anhelo más vivo de todas las almas verdaderamente piadosas. “¡Que en todas las cosas Dios sea glorificado!”, es el lema bajo el cual trabajan, en las vías arduas de la santificación interior y del apostolado, los hijos de San Benito. “Para mayor gloria de Dios”, es la divisa que sirve de meta para todas las oraciones y labores de los hijos de San Ignacio. Recórranse los sistemas de espiritualidad propios a las varias Órdenes, examínense los autores espirituales de todos los lugares y de todos los tiempos, y se verá que hacen de la gloria de Dios el blanco desinteresado y total de su existencia.

Nadie, por otro lado, da gloria a Dios sin obedecer al beneplácito divino. La obediencia a la voluntad del Creador, la plena conformidad de todas nuestras ideas con la Doctrina Católica, de todas nuestras voliciones con la moral católica, de todos nuestros sentimientos con el sentire cum Ecclesia2, he aquí la preocupación que, desde la cuna hasta la tumba, debe acompañar a toda alma creyente.

En medio de tanta tristeza, Nuestra Señora tenía una franja de alegría

Entierro de Jesús – Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

Dentro de las alegrías de la Resurrección, tan llenas de enseñanzas para todos los católicos, conviene que saquemos alguna lección especial para nosotros.

Todas las visiones y revelaciones fidedignas con respecto a la Pasión narran que, de algún modo, la hora más lúgubre no fue cuando el Divino Redentor expiró, sino después de que Nuestra Señora colocó su sagrado Cuerpo en el sepulcro. En ese momento, Ella no tuvo más la amarguísima consolación de contemplar las facciones muertas de su Hijo, pues se dirigió al cenáculo, cuyo predio pertenecía a una persona dedicada a Nuestro Señor, y allí atravesó las horas amargas de su soledad.

Soledad, sin ninguna duda, porque eran pocos los que estaban en torno de Ella: las santas mujeres, San Juan Evangelista, San Pedro, uno u otro Apóstol que llegaba de regreso corroído de vergüenza y de dolor a pedir perdón. Pero era tan poca gente dentro de todo aquel universo hostil… Sin embargo, soledad, sobre todo, porque María Santísima se encontraba en aquella inmensa soledad: no estaba más junto a su Divino Hijo, que era todo para Ella. Él estaba muerto.

Todos los que tuvieron la felicidad de ver místicamente lo que pasaba en el alma de Nuestra Señora en esa hora cuentan cómo, concomitantemente a esa tristeza, había un fondo de alegría, porque Ella sabía que Él resucitaría y, en breve, estarían de nuevo juntos: y que la Pasión había quedado atrás, aquel océano de dolores ya había sido transpuesto, y la inmensa gloria iba a revelarse al mundo, para la grandeza y la salvación de toda la humanidad.

Eso daba a María Santísima, en medio de tanta tristeza, una franja de alegría, delante de la certeza del júbilo inmenso que vendría después, mayor que los tormentos de la Pasión. Porque, aunque los dolores hayan sido inconmensurables, es verdad también que, siendo la Resurrección y la Redención la finalidad de la Pasión, naturalmente el fin vale mucho más que los medios. Luego, es mayor aún la alegría por ver alcanzado y aparecer a los ojos de los hombres el objetivo para el cual un tan grande dolor fue pagado. Así, en la paz, la Santísima Virgen tenía esta serenidad, esta confianza, más aún, esta certeza: Cristo resucitará. Y, realmente, todas sus expectativas se confirmaron.

Después de resucitar, Nuestro Señor fue a visitar a su Madre Santísima

Cristo resucitado aparece a la Santísima Virgen. Museo Nacional de Arte Antiguo, Lisboa, Portugal

Imaginemos el Santo Sepulcro, situado en una gruta cerca del local donde Jesús fue crucificado, el Gólgota, como relata el Evangelio. Tumba nueva perteneciente a José de Arimatea y cedida por él para que Nuestro Señor fuera sepultado. Según la costumbre judaica, el cadáver era envuelto por entero, y se colocaba a la entrada de la gruta una piedra rigurosamente bien tallada, para vedar la entrada enteramente.

Adentro domina la oscuridad. De repente, irrumpe una luz más intensa que el brillo del sol. Era Nuestro Señor Jesucristo, cuya Alma santísima, hipostáticamente unida a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, había estado en el Limbo para llevar a las almas de los justos la buena nueva de la Redención y prepararlas para subir al Cielo.

Aquel Cuerpo glorioso, nacido de las entrañas de María Virgen, estremece de vida y se levanta por sí mismo. Las ataduras que lo envuelven, así como la piedra que sella el sepulcro, caen, y las innumerables heridas comienzan a resplandecer como soles. Desde afuera, los guardias oyen un trueno y se desmayan y Jesús aparece reluciente. Es la Pascua de la Resurrección. Él pasó por los valles profundos de la muerte y resurgió glorioso, para después subir al Cielo.

Noten ese pormenor importante: cuando Nuestro Señor resucitó, ninguna criatura humana lo vio salir de la sepultura. Él quiso que nadie fuera el primero en verlo resucitar. En el momento en que las santas mujeres, San Pedro y San Juan Evangelista llegaron allá, la tumba ya estaba vacía. En el primer instante después de haber dejado el Santo Sepulcro, Jesús fue a visitar a su Madre Santísima, de manera que Ella fuera la primera en contemplarlo radiante, en una alegría verdaderamente indescriptible.

La esperanza de María, que en la soledad continuó firme en el auge de las tinieblas, se confirmó totalmente. De ahí resulta, entonces, la enorme alegría pascual trascendente, incomparablemente mayor que el momento tremendo del dolor. Podemos, así, tener una idea de cómo fue la primera Pascua en aquel Sapiencial e Inmaculado Corazón.

Primavera de la fe, mayor que la de la Edad Media

Eso que pasó en el Inmaculado Corazón de María debe ocurrir también en nuestras almas a propósito de los dolores actuales de la Santa Iglesia. Nosotros estamos acercándonos a la hora extrema de la Pasión. El sufrimiento es intensísimo y debe atravesar nuestras almas de lado a lado con la espada de dolor. Pero en medio de ese dolor, tenemos una franja de alegría y la certeza del cumplimiento de la promesa de Fátima: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”

Las cosas de la Causa Católica tienen sus “muertes” y sus “resurrecciones”. Se diría que la Civilización Cristiana está liquidada, que no sobra nada más del pasado glorioso de la Santa Iglesia, y que, de la verdadera Iglesia Católica, Apostólica y Romana, restan solamente algunas gotas que el calor abrasador de la Revolución acabará por hacer evaporar.

Sin embargo, Nuestro Señor afirmó: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.” (Mt 16, 18).

Después de las tristezas y ansiedades de los castigos predichos por la Virgen en Fátima, durante los cuales posiblemente quedemos como Nuestro Señor: perseguidos, torturados, cubiertos de llagas de dolor desde lo alto de la cabeza hasta las plantas de los pies, llegará, sin duda, el momento radiante en que la promesa de Nuestra Señora se cumplirá. Llegará el día en el cual los ángeles nos dirán: “Ya no hay más tristeza ni sufrimiento para vosotros, vuestra prueba quedó atrás. ¡Regocijaos, porque el Inmaculado Corazón de María triunfó!”

Será, entonces, nuestra gran Pascua, nuestra inmensa alegría. Habremos pasado ese “Mar Rojo” de sangre que será el mundo durante los castigos, a pie enjuto, es decir, sin que hayamos pagado tributo al pecado.

Contemplaremos, con el toque de las pocas campanas que resten, el resplandecer de una alegría que rebosa del Corazón Inmaculado de María, difundida por los ángeles por toda la Tierra.

Asistiremos al desvanecimiento de toda oscuridad y contemplaremos esa gloria, la cual debemos desear más que todo en el mundo: la gloria de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, a quien amamos más que la luz de nuestros ojos y que todo en la Tierra. Veremos a la Esposa de Nuestro Señor Jesucristo reconducida a una primavera de la fe, mayor aún que en la Edad Media: los santos floreciendo, el culto reintegrado en la entera identidad de su doctrina, las leyes desarrollándose en una conformidad también plena con esa doctrina, los gobiernos siendo ejercidos según el espíritu católico y, por causa de esa plenitud de la Iglesia, la Tierra produciendo sus frutos y sus flores bajo la sonrisa de Nuestra Señora.

Resplandor superior al de todos los soles del universo

Es esta, por tanto, la ocasión para que pensemos en esa alegría comparable únicamente a la del momento en que muramos, seamos juzgados y llegue para nosotros la gran aurora de la vida eterna, cuando al final veamos, cara a cara, a Nuestra Señora con su Divino Hijo en el Cielo diciéndonos: “Nosotros mismos somos vuestra recompensa demasiadamente grande”.

Sin embargo, antes de ese momento, Nuestro Señor dirá también al mundo, por los labios de su Madre Santísima, y María nos hablará por la voz sacratísima de la Santa Iglesia: “Yo soy vuestra recompensa demasiadamente grande.” Viendo a la Iglesia próspera, triunfante, dominando el mundo, orientando las almas, aplastando el error, glorificando la virtud, promoviendo toda especie de bienes, haciendo circular su savia en la vida temporal para llenar una civilización de prevalentes varones espirituales, marcada por la fe y por la sacralidad, nosotros miraremos hacia ella y pensaremos: “La Santa Iglesia Católica es nuestra recompensa demasiadamente grande”.

¡Lancémonos a la lucha! Nos podrá dar la impresión de que nos estamos hundiendo en el valle de la derrota. Poco importa. Llegará el momento en que los ángeles del Cielo vendrán en nuestro socorro y nosotros brillaremos con un poquito del brillo de la Resurrección, o sea, con un resplandor mayor que todos los soles del universo.

María vencerá y cada uno de nosotros podrá decir, parafraseando a Job: “Bendito el día que me vio nacer, benditas las estrellas que me vieron pequeñito, bendito el momento en que mi madre dijo: ‘¡Nació un hombre!’” (cf. Job 3, 3). Entonces asistiremos a la victoria de la Contra-Revolución y a la implantación del Reino de María.

(Extraído de O Legionário No. 499 del 5/5/1942, y conferencias del 25/3/1967 y 30/3/1986)

Notas

1Jacques-Bénigne Bossuet (*1627 – †1704), Obispo de Meaux (Francia), célebre predicador y escritor.

2Del latín: sentir con la Iglesia.

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