1700 años del Concilio de Nicea – Cinco lecciones para nuestros días

Publicado el 06/17/2025

¿Puede un concilio que tuvo lugar en el lejano Oriente, hace mil setecientos años, tener algo que decir a los católicos del siglo xxi?

Si la historia es maestra de la vida, bien podemos considerar privilegiada una institución que cuenta con ¡dos milenios de existencia! Nada, excepto la siempre nueva acción de la Providencia, constituye una novedad para la Iglesia Católica. Frente a las inauditas tormentas del siglo xxi, puede afirmar altanera: «Ya he visto otros vientos, y he afrontado con el mismo ánimo otras tempestades».1

En este año en que conmemoramos el 1700 aniversario del Concilio de Nicea, consideremos algunas de las actualísimas enseñanzas de aquella magna asamblea, las dos primeras de las cuales se nos presentan incluso antes de que se reunieran los príncipes de la Iglesia.

Primera lección: el peligro comienza con la victoria

Saliendo triunfante de las catacumbas tras el Edicto de Milán, la Esposa Mística de Cristo no tardaría en enfrentarse a nuevos enemigos: las herejías, que apenas se habían manifestado en los tiempos de la persecución. El arrianismo, el sabelianismo, el novacianismo, el donatismo, el melecianismo y el maniqueísmo fueron algunos de los errores que proliferaban en aquel período.

El punto central de las disputas eran las doctrinas acerca de la Santísima Trinidad y de la Encarnación del Verbo. El arrianismo, en particular, predicaba que el Verbo sería criatura del Padre, negando expresamente la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, ¡el fundamento mismo del cristianismo!

El fundador de esa secta era Arrio, un presbítero que vivía en la ciudad de Alejandría,2 donde era responsable de la importante iglesia de Baucalis. Afirmando poseer un conocimiento y una sabiduría extraordinarios, difundía pertinazmente sus errores, pese a las insistentes advertencias del patriarca Alejandro e incluso de la condena formal de sus doctrinas por un concilio local. El peligro crecía a medida que la herejía se extendía por todo el imperio y formaba una perniciosa corriente. Será entonces cuando el Concilio de Nicea se levantará contra.

La lucha es un aspecto esencial de la Iglesia militante; y una de sus expresiones es denunciar a los lobos que se infiltran en el rebaño

Aquí podemos considerar ya la primera lección de este concilio: la lucha es un aspecto esencial de la Iglesia militante. La victoria señalada por el Edicto de Milán sólo marcó el comienzo de otro combate. No tenemos derecho a ser optimistas: los enemigos de la Iglesia no duermen y siempre buscarán nuevos y astutos planes para combatirla, especialmente si se han dado cuenta de que la vigilancia de quienes deben defenderla se ha enfriado. No sin razón, el divino Maestro advirtió a los Apóstoles: «Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos» (Mt 10, 16).

Ovejas y lobos…, conservemos esta imagen para la próxima lección.

Segunda lección: ¿ovejas perdidas o lobos disfrazados?

Es posible que el lector se pregunte: si Arrio era tan perverso, ¿Cómo llegó a ser párroco de una de las principales iglesias de Alejandría?

Es todavía más desconcertante pensar que, siendo aún laico, era uno de los partidarios de las doctrinas de Melecio, obispo cismático de Licópolis. Tras la excomunión de éste, el patriarca de Alejandría creyó, sin más, que el joven Arrio había vuelto al buen camino y le franqueó su ingreso al presbiterio. No hay duda de que si no gozara del acceso a los púlpitos la influencia del «ilustre», como él mismo se hacía llamar, habría sido bastante reducida.

Mucho se nos advierte respecto del juicio temerario negativo, pero poco del juicio temerario positivo…, desgraciadamente.

En este sentido, Constantino también dio muestras de ingenuidad. Tan pronto como se enteró de la difusión del arrianismo por todo el imperio, se empeñó por lograr una incongruente unidad entre herejes y ortodoxos. Afirmaba, por tanto, que la causa de la división era insignificante, pues no se trataba de un dogma. Ahora bien, si hay un punto esencial en la fe católica, ¡es precisamente la divinidad de Cristo!

Sólo después de la insistencia del obispo Osio de Córdoba, su ministro de asuntos eclesiásticos, el emperador aceptó la necesidad de una definición clara.

Pero hablábamos de ovejas y lobos… Es sin duda conmovedora y muy cierta la parábola del Buen Pastor y de la oveja perdida. «¿Qué decir, no obstante —se pregunta el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira—, del católico que, por el contrario, venciendo obstáculos sin fin, descendiera al fondo del abismo, con peligro para sí mismo, y recogiera allí cariñosamente a un lobo astuto, acariciando suavemente su fingida piel de cordero; que abriera triunfante con su “conquista” las puertas del redil, soltara allí el fruto de su caritativo apostolado y, luego de una prolongada y tierna mirada al gozo con el que la nueva “ovejita” se encontraba en “confraternización” con las demás, se fuera a dormir en los laureles de tan brillante hazaña?».3 Busquemos una respuesta en otra enseñanza del divino Maestro.

Al que contribuya a que se desvíe del camino de la virtud una sola alma, «más le valdría —sentencia la Sabiduría encarnada— que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar» (Mc 9, 42).

He aquí la segunda lección del Concilio de Nicea: cuando vemos, en la grey del Señor, lobos disfrazados de ovejas, «tenemos que quitarle la piel de oveja y gritar: “¡Éste es un lobo!”».4

Rebanho de ovelhas – Coyhaique, Aysén (Chile);
em destaque, detalhe de “O lobo e a ovelha”, por Jean-Baptiste Oudry

El concilio reunido

Siguiendo, pues, el consejo de Osio, Constantino envió cartas a los obispos de todo el orbe, invitándoles a reunirse en Nicea, en Asia Menor. El emperador tenía tanto interés en que asistieran los prelados que se dispuso a costearles los gastos del viaje y la estancia en la ciudad. La sesión inaugural tuvo lugar el 20 de mayo de 325, y a ella acudieron trescientos dieciocho obispos.

Occidente estuvo representado por pocos prelados: además del propio Osio, sólo otros tres. Sin embargo, la presencia de Vito y Vicente, delegados del papa San Silvestre, cuya avanzada edad no le permitía un desplazamiento tan largo, aseguraba la universalidad del concilio.

El partido arriano contaba con unos veintidós obispos. También fueron, como buitres que rondan a su presa, algunos filósofos gentiles y eclécticos, que consideraban la nueva doctrina como una oportunidad para el nefario acercamiento entre paganismo y cristianismo.

Tras una serie de reuniones privadas, en las que Arrio fue invitado a exponer su doctrina, el 19 de junio se celebró la primera sesión pública y solemne, a la cual asistió Constantino.

Tercera lección: las palabras convencen, el ejemplo arrastra

La escena tuvo que haber sido emocionante. Un sinnúmero de valientes confesores de la fe se reunían por primera vez para defender la ortodoxia.

Entre los más ilustres, encontramos a San Jacobo de Nísibe y a San Espiridión, célebres taumaturgos de los que se decía que habían resucitado muertos; San Pafnucio de Tebaida, a quien sus perseguidores le habían arrancado el ojo derecho y cortado el jarrete izquierdo; Pablo de Neocesarea, que llevaba sus manos completamente quemadas por las torturas que había sufrido por Cristo. Un historiador antiguo bien afirmó sobre la respetable asistencia: «Era una asamblea de mártires».5

Además de ellos, también estaba presente el venerable patriarca de Alejandría, San Alejandro, acompañado de un diácono que la historia consagraría como el principal exponente de la lucha contra el arrianismo: San Atanasio. Como no podía asistir a las sesiones oficiales, reservadas a los obispos, el joven Atanasio, dotado de una personalidad fogosa y de un pensamiento ágil —pero sobre todo de un especial auxilio de la gracia—, se movía por los pasillos del palacio imperial organizando reuniones y debates, en los que se reveló como el terror de la herejes.

Tales consideraciones nos conducen a nuestra tercera lección: en el enfrentamiento entre la verdad y el error, la integridad es el arma más poderosa de los buenos.

Si en Nicea los heterodoxos contaban con personalidades influyentes y educadas, la recta doctrina tenía a su favor el elocuente ejemplo de los confesores: ¡sus heridas habían dado testimonio de la divinidad de Cristo mucho antes que sus lenguas! Si queremos ser contados entre los paladines de la Santa Iglesia en los tiempos calamitosos en los que vivimos, hemos de buscar, ante todo, la santidad de vida.

Cuarta lección: la santa intransigencia agrada a Dios

Entre los participantes del primer concilio ecuménico destaca una figura tan famosa como simpática: la del obispo San Nicolás de Mira. En él, su conocida caridad para con los pobres coexistía con un ardiente celo por la integridad de la fe.

De hecho, el santo obispo había demostrado un gran valor al enfrentarse al cautiverio por el nombre de Cristo. Después de su liberación, compareció en Nicea, con la cara ennegrecida por el fuego de los tormentos.

Se cuenta que, tomado de indignación ante las blasfemias pronunciadas por Arrio, Nicolás le abofeteó con tanta fuerza que lo tiró al suelo. Los partidarios del hereje no tardaron en lanzar teatrales protestas de enfado, que acabaron llevando al celoso anciano a la cárcel, despojado de su dignidad episcopal.

Sin embargo, esa misma noche lo visitó el propio Jesucristo, acompañado de su Madre Santísima. El Salvador le preguntó el motivo de su arresto, a lo que el pastor de Mira respondió: «Señor, estoy preso por haber defendido con celo vuestra dignidad». Entonces, mientras recibía de las manos divinas el libro de los evangelios, San Nicolás oyó que el Señor le decía: «Sal de esta prisión, que yo te restituyo a tu dignidad». Al mismo tiempo, la Virgen le puso el palio sobre sus hombros.

La intransigencia tiene como premio la aprobación del Señor. Las ideas de Arrio resultaron tan escandalosas que hubo que condenarlas

Cuando el prelado responsable de su custodia vio al santo liberado de sus cadenas y adornado con las insignias se quedó asombrado y abrió inmediatamente la celda, mientras oía al anciano narrar con toda sencillez lo ocurrido. Al día siguiente, al enterarse del milagro, sus hermanos en el episcopado y el emperador readmitieron a Nicolás en las sesiones.6

El elocuente episodio es en sí mismo una lección. El católico fiel siempre será objeto de incomprensiones, persecuciones y condenas: «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. […] Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 18.20). No obstante, la santa intransigencia tiene como premio la aprobación del Señor y de su excelsa Madre. ¿Qué más se puede desear?

Quinta lección: claridad de la voz de la iglesia

Las ideas de Arrio resultaron tan escandalosas que el concilio enseguida llegó a la conclusión de que debían ser condenadas.

La dificultad residía en definir la verdad en términos precisos e inequívocos, ya que el partido herético lograba presentar interpretaciones dudosas a las expresiones ya consagradas en las Escrituras. Se cree que el presidente de la asamblea, Osio de Córdoba, fue quien encontró la formulación conveniente: Cristo es homoousios —ὁμοούσιος—, consustancial al Padre.

“Condenação de Ário no Concílio de Niceia” – Biblioteca do Mosteiro do Escorial, (Espanha)

Dándose cuenta de que era inútil mantener una oposición abierta, algunos herejes intentaron una salida cobarde y sibilina. Aceptaron la declaración conciliar, pero introdujeron una discreta ι —iota— en la palabra clave del símbolo, cambiándola por homoiousioses decir, de sustancia semejante al Padre. Así pues, la veta maldita permaneció oculta en el seno de la Iglesia, a la espera de circunstancias más favorables para actuar, que no tardarían en llegar debido en gran parte, dígase de paso, a la veleidad de Constantino: al final de su vida abandonaría el credo de Nicea, poniéndose del lado de los enemigos de la fe. Se presentaba una vez más la eterna táctica del mal: las formulaciones ambiguas.

A su vez, la gran mayoría de los padres conciliares aclamaron la formulación del obispo español como la expresión más fidedigna de la fe católica y la introdujeron en la redacción de un nuevo símbolo, que explicitaba las verdades ya contenidas en el credo de los Apóstoles. Se trata del credo de Nicea, que más tarde sería completado por otro concilio, constituyendo lo que hoy rezamos bajo el título de credo niceno-constantinopolitano.

La Iglesia afirmaba así su fe en «un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial —homoousios— al Padre».7 Y en el propio texto del símbolo, declaraba: «A aquellos, empero, que dicen: “Hubo un tiempo en que no fue” y: “Antes de nacer, no era”, y: “Que de lo no existente fue hecho o de otra subsistencia o esencia”, a los que dicen que: “El Hijo de Dios es variable o mudable”, a éstos los anatematiza la Iglesia Católica».8

La ambigüedad doctrinaria es propia de los hijos de las tinieblas; en cambio, la voz de la Iglesia es clara e inconfundible enseñando fe y moral

Viendo en esa formulación una manera de asegurar por el momento su tan anhelada unidad, Constantino la refrendó con una medida imperial: quienes se negaran a suscribirla serían desterrados. Ése fue el destino de dos obispos egipcios, además del propio Arrio y algunos de sus partidarios.

Quizá sea ésa la principal lección de Nicea para nuestros días. El demonio pesca en río revuelto. La ambigüedad, la indefinición y la confusión doctrinarias son propias de los hijos de las tinieblas. En cambio, la voz de la Iglesia, Esposa Mística de aquel que se definió como la Verdad, es clara e inconfundible. En efecto, les compete a los ministros, además del gobierno y la santificación de las almas, el oficio de enseñar con claridad las verdades de la fe y de la moral.

“Santíssima Trindade”, por Nicolò Semitecolo – Museu Diocesano de Pádua (Itália)

Mil setecientos años después

Una vez concluidas las discusiones, el concilio sometió sus conclusiones al romano pontífice, San Silvestre, que las aprobó en su totalidad. La lucha contra el arrianismo, sin embargo, no se ganaría definitivamente hasta el año 381 en Constantinopla.

Aun así, el Concilio de Nicea brilla como uno de los episodios más importantes y gloriosos de la historia eclesiástica. Fue, en palabras de San Agustín, «el concilio universal, cuyos decretos son como mandamientos celestiales».9 Y a la alabanza del Doctor de Hipona podemos añadir que no sólo sus decretos, sino también su propia historia es una fuente de enseñanzas para la Iglesia, ¡incluso después de 1700 años! ◊

Notas


1 Cicerón, Marco Tulio. In L Calpurnium Pisonem oratio, c. ix, n.º 21.

2 Los historiadores dudan en cuanto a su procedencia: algunos creen que era libanés, otros, originario de Alejandría (cf. Boulenger, Auguste. Histoire générale de l’Église. L’Antiquité Chrétienne. Lyon-Paris: Emmanuel Vitte, 1932, t. iii, p. 27).

3 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Lobos e ovelhas». In: Legionário. São Paulo. Año xv. N.º 473 (5 oct 1941), p. 2.

4 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 26/1/1985.

5 Teodoreto de Ciro. Historia Eclesiástica. L. i, c. 7.

6 Cf. Pero-Sanz, José Miguel. San Nicolás. De obispo a Santa Claus. Madrid: Arcaduz, 2002, pp. 81-82.

7 DH 125.

8 DH 126.

9 San Agustín, apud Rivaux, Jean-Joseph. Tratado de História Eclesiástica. Brasília: Pinus, 2011, t. i, p. 258.

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